Cuatro: Prisionera

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Desperté, abriendo lentamente lo ojos, en una oscuridad casi total. Todo lo que podía ver, era el suelo marrón de piedra sobre el que estaba recostada, con mi mejilla pegada a él. Me levante, lenta y pausadamente, intentando mantener el equilibro en mis brazos.

Mi vista se aclaró un poco y pude ver mejor dónde me encontraba. Era una especie de cueva con un paisaje boscoso delante, con árboles de pino muy altos y búhos ululando junto a aves cantoras. Pero eso no era lo que me extrañó de ese peculiar sitio, eran los barrotes de hueso y ramas que bloqueaban la gran entrada circular de la cueva. Estaba encerrada, presa nuevamente en una caverna. No necesitaba que me lo pusieran delante para saber en dónde me encontraba.

—No... —Susurré apesadumbrada.

Estaba de vuelta en la caverna de los canivales, dentro de la montaña.

Me sujeté el cabello con fuerza y me acurruqué contra la pared de piedra, al fondo de mi celda. Estaba asustada. Aterrada y presa del miedo. Sola nuevamente. Estuvo en mis manos la libertad por un breve y Anhelante segundo y, tan rápido como la nieve sobre la arena, se esfumó. Otra vez estaba cautiva.

Apreté los ojos con fuerza y me repetí, una y otra vez sin parar: «—Esto no es real. Esto no puede estar pasando—».

Unos pasos se aproximaron a mi celda,  resueltos y despreocupados, retumbando en las paredes. Yo me agazapé más contra la pared rocosa, intentando alejarme lo más que pudiera de los barrotes improvisados. Intentando hacerme lo más pequeña que pudiera, abrazando mis rodillas contra mi pecho. Una figura (humana) se posó delante de los barrotes, siendo iluminado a contraluz por la deslumbrante estela que se filtraba por el agujero de la gigantesca caverna.

—Tu comida —Dijo una voz masculina, dejando caer una especie de bandeja de madera con lo que parecía una sopa extraña, que se regó al impactar contra el suelo, solo dejando una pequeña porción en el cuenco de madera tallada—. Debes permanecer fuerte.

Levanté la mirada de aquella sopa y volví a observar a aquel hombre delante de los barrotes, algo extrañada por lo monótono de sus palabras.

—¿Fuerte para qué? —Pregunté con cautela, intentando no sonar asustada.

No obtuve respuesta, solo una mirada proveniente de aquel rostro del que no podía identificar sus facciones. Seguía sin poder ver su cara por el brillo externo de la intemperie antinatural, que no mostraba un ápice de encontrarse en la estación en que me había visto rodeada en el exterior de la cueva, en la libertad.

—Come. —Repitió.

La silueta se marchó sin decir más y me volvió a dejar sola, con más dudas y pánico que antes.

¿Quienes eran esas personas? ¿Por qué querían que me mantuviera fuerte? ¿Por qué me tenían encerrada en lugar de matarme? ¿Sabrían acaso sobre el monstruo gigante que me atacó en el bosque?

Un repentino escalofrío me recorrió el cuerpo y la piel se me erizó.

*El monstruo*, pensé con aprensión, volviendo a sentir el desgarrador ardor de mi espalda. Pero, ahora más que en el bosque, era un dolor fantasma, ausente de verdadero dolor, sino más bien provisto del recuerdo de haberlo experimentado; un dolor punzante, frío y candente al mismo tiempo. Sangre y tejidos. Nieve y muerte.

Intenté contorsionarme para que mis manos palparan mi espalda, justo donde había recibido los horribles cortes. Palpé mi piel helada y, para mi sorpresa, no había sangre o una herida abierta. Ni siquiera había vendajes o puntadas de sutura. En su lugar, frescas como lunares saltones, tenía unas cicatrícese largas y gruesas, que iban desde mi hombro hasta mi espalda baja en línea diagonal.

En La Profundidad Del Bosque (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora