Tres: Tú

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Me quedé mirando fijamente a esos ojos amarillos, que se enfocaban peligrosamente sobre mí, atentos y fríos como el destello de una daga. No me moví durante casi una hora, pero esos ojos seguían allí, expectantes, ansiosos. El lobo debía estar esperando a que yo bajara la guardia o decidiera salir corriendo por el bosque, pero no lo hice. No iba a seguir su juego. Debía estar calmada y demostrarle a esa criatura que yo era igual de peligrosa. Me mantuve en mi asiento y no le quité la mirada de encima, al tiempo que
iluminaba los arbustos con la linterna.

Otros veinte minutos pasaron y mis ojos comenzaron a cerrarse solos.

*No te duermas*, me grité a mi misma dentro de mi cabeza. *Si te duermes, esa cosa gana*.

Mi mente trataba de mantenerse activa, despierta, intentando sin éxito seguir mirando aquellos ojos imperturbables. Era algo absurdo. Tenía mucho sueño y la sensación de la adrenalina había pasado su efecto hace un buen rato atrás. Estaba cansada, exhausta. Tenía que seguir mirando a esa criatura... pero todo comenzó a hacerse negro.

*No. No te duermas, Harriet. No te...*
Dejé de escuchar mis propios pensamientos y cerré los ojos; *solo lo voy a hacer por un par de minutos*, pensé.

Que ingenua fui.

Me dormí por solo unos minutos, descansando los ojos y dejando que mi mente se desconectara.

Estaba de vuelta en casa, viendo la televisión o más bien cambiando de canales sin encontrar nada entretenido. Me encontraba sola. Jamás había alguien en la casa a parte de mí. Lo habitual era que mis padres llegaran a altas horas de la noche; mi madre por su bufete de abogados y mi padre por sus clases nocturnas en la universidad de la ciudad, siendo el profesor de álgebra avanzada más querido. Yo, por mi parte, me la pasaba algunos días de 1pm a 9pm echada en el sofá, tragando frituras o lo que encontrara en la alacena. Mi tipo de diversión jamás implicaba a más de... bueno, si no implicaba a nadie era mejor. Si no estaba en mi casa, me la pasaba por fuera yendo a tiendas de segunda mano por ropa, trabajando en la tienda de música del centro para pagar mis clases de actuación o en algún cine mirando cualquier cosa. Mis padre jamás se enteraban de mis salidas improvistas, pero, seguramente de haberlo sabido, habrían estado muy ocupados como para decirme algo. Eso era lo habitual. Eso era lo normal en mi casa.

Pasaron unas horas y ese día no iría a trabajar por algo referente a una fuga de agua en el local o algo así. Me quedé recostada con las piernas sobre el descansa brazos, comiendo perezosamente frituras de una bolsa muy grande de papas fritas.

De pronto, interrumpiendo mi codiciada procrastinación, alguien llamó al timbre de la puerta. Yo me levanté con un salto exagerado, como si fuera una ninja, y fui a ver de quien se trataba. Al abrir la puerta no encontré a nadie, solo se veía el camino de roca lisa que iba hacia la acera y el pavimento negro de nuestra calle. Di un paso fuera de la casa y mi pie chocó contra algo sólido, que produjo un sonido hueco y ondo. Bajé la mirada y me encontré con un paquete pequeño de cartón. No tenía remanente ni estampillas. Volví a observar hacia la calle, esperando poder ver al cartero, pero no había nadie allí; solo mi vecino regando sus plantas. Decidí no darle más vueltas al asunto y llevé el paquete hasta la cocina y lo abrí.

Se trataba de una especie de medio publicitario sobre un paquete familiar para unas vacaciones en las montañas, al norte del estado, muy lejos de la ciudad y de la civilización. En el interior sólo habían unos panfletos, una carta de invitación y unos pocos souvenirs extraños. Tomé el primer panfleto que vi y examiné por un momento la imagen de la portada. Era la fachada de una cabaña invernal al pie de la montaña. Se veía como un lugar frío y ostentoso, repleto de actividades recreativas como snowboarding o alpinismo. Lo odié con solo darle una hojeada a aquel patético intento de retratar la clásica felicidad artificial, que mostraba lucidamente a una perfecta familia de perfecta sonrisa junto a su perfecto perro, parados todos juntos frente a las cabañas. Me daban asco esas publicidades engañosas que te aseguraban que si hacías lo que el cartel decía serías igual de feliz que los modelos pagados que posaban para la fotografía.

En La Profundidad Del Bosque (I)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant