17. Louvre

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RAYAN

A diferencia de los demás presentes, ella no estaba sorprendida ante la belleza de aquella obra helenística. Ni siquiera se intimidaba ante sus casi tres metros de altura. No. Ella no observaba la obra; ella buscaba algo. ¿Qué quería averiguar? ¿Qué misterio encerraba una escultura que encarnaba a la diosa de la victoria? Para Eadlyn Lodge, tan sólo uno.

Ella sabía acerca de las técnicas empleadas en su creación. También conocía la fecha, los materiales y probablemente, a su creador. Pero aquella gran cifra de apuntes, seguían sin ser la respuesta a su gran duda; ¿qué significaba aquello? ¿Debía sentir el poder que la estatua quería escenificar? ¿Los vellos de sus brazos debían erizarse?

Y lo más sorprendente, es que tras diez minutos delante de aquella obra de arte, ni siquiera tocó su teléfono móvil para hacer una foto. Tampoco se acercó más para leer el pequeño cartel cercano a la escultura, ni si quiera se molestó en tomar nota sobre lo que la obra le transmitía como les había pedido expresamente que hicieran antes de salir de clase. Simplemente, cerró los ojos, le echó un último vistazo y se fue a la siguiente sala del museo.

 Simplemente, cerró los ojos, le echó un último vistazo y se fue a la siguiente sala del museo

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EADLYN

Quiero dejar claro que no soy una persona racista.

A pesar de que esos ideales se asocien con nosotros, los extranjeros, ese prejuicio no se refleja en mi personalidad. Ahora bien, que unos japoneses impidan que puede observar a La Gioconda un poco más cerca, realmente hace que un poco de repelencia hacia su etnia surja en mí.

Empujando un poco más a dos jóvenes que alzaban sus móviles para hacer fotos, hice que una de ellas me respondiese con un codazo. El golpe llevaba demasiada fuerza y consiguió que me precipitase hacia atrás, llevándome conmigo a un señor de mediana edad.

— !Orokana on'nanoko!

No tenía la mínima idea de qué demonios significaba aquello, pero sí sabía a la perfección que me había dejado caer al suelo.

Con toda la dignidad que me quedaba y ante los ojos achinados que se escondían tras las cámaras, me dirigí a aquel señor. O al menos, eso iba a hacer, antes de que Chani me sujetara por la muñeca y me arrastrara a otra zona del museo, de una manera similar a como lo hizo cuando nos conocimos durante las inscripciones.

Me alejé de aquella sala, bajo la mirada de una centena de japoneses y de mis maravillosos compañeros de clase, a quienes no se les pasó por alto mi pequeña escena con aquel señor. Sentí cómo la sonrisa de la Mona Lisa, tras todas aquellas personas, cobraba sentido.

Apretando mi bolso contra el costado, y liberandome del agarre de mi cpañera y amiga, me apresuré a buscar una sala que no estuviese demasiado saturada de gente. Y cuantas menos personas asiáticas, mejor.

Entré en una de las salas dedicadas a las obras de la Revolución Francesa y me senté en un pequeño banco. Al final me había quedado sin ver la maldita Gioconda, y tampoco había entrado en la zona de las estatuas porque era un lugar tan lúgubre que asustaba.

Bufé.

Era un museo público, ¿no? Todos teníamos el mismo derecho a ver las obras sin tener que acabar con el trasero estampado contra el suelo.

Comencé a observar el cuadro que se alzaba frente a mis ojos y sin darme cuenta, comencé a morderme la carne que rodeaba mis uñas.

—Estos franceses y su manía de retratar las masacres de una manera bonita.

Giré mi cuello para poder observar al hombre que tomó asiento a mi lado. Un hombre, que no solo me había salvado y ayudado en muchas ocasiones, si no que también es mi profesor de Historia del arte contemporáneo.

Me mostró una sonrisa ladeada, sin dejar de mirar el cuadro que se alzaba ante nosotros. Fuera del campus de la universidad, me permití observarlo como una mujer mira a un hombre atractivo cualquiera. Es un tipo grande. Pero no grande como los adolescentes alemanes, que parecen tallarines con patas. No, era otro tipo de grande. Ese tipo que te hace pararte en la calle para observarle. Era casi como ver una de las estatuas de San Giovani in Laterano; grandes, impecables y dignas de admirar.

—¿Es su primera vez visitando el Louvre?

Y al terminar esa frase, giró por fin la cabeza, permitiéndome observar su rostro.

Decir que sus facciones eran equiparables a la perfección del Moisés de Miguel Ángel probablemente sería quedarse corta. No llevaba un peinado muy esmerado, pero no dejaba que su aspecto pareciese desaliñado. Es más, diría que todas sus ondulaciones estaban ordenadas. Y su sonrisa, joder con su sonrisa.

Todavía recuerdo el beso en el Aula Magna, lugar donde acudo como mínimo tres o cuatro veces a la semana. Cada vez que me siento en ese sitio, lo visualizo allí, me visualizo a mí  misma allí, a nosotros. Veo la mesa donde apoyé  mis manos con intención de apoyarme porque Rayan, —quien ahora mismo está sentado junta a mi en un pequeño banco del Louvre frente una prestigiosa obra sobre la Revolución Francesa—, me había acorradalo contra esta, para posteriormente; besarme.

Mi cuerpo sentado sobre la madera con mis piernas abiertas donde Rayan se situaba rodeandome con sus brazos, tocándome con sus manos. Mis labios cosquillean recordando aquel beso.

Un beso prohibido. 

Un beso que nunca debió pasar.

Un beso que fue correspondido.

Un beso que disfrute.

Un beso que me hizo sentir viva.

Un beso entre una alumna, y su profesor.

Desde aquel día, no habíamos vuelto hablar. Me había esquivado y ni si quiera me había dirigido la mirada en clase. Quería hacer como si no hubiera ocurrido nada. Él no parecía dispuesto a hablar sobre el tema, por lo que di por echo que lo consideraba un error.

Y siendo sincera, no tengo tiempo para estas cosas. Me gustaría hablar con él, pero... ¿Para qué?

No se cuánto tiempo llevaba callada. Su pregunta todavía flotando en el aire. Quise responderle con naturalidad, como antes de que aquello sucediera, pero me sentía dolida y humillada.

No sé cuánto tiempo más aguantaré.

—No —respondo de manera seca, dejándole en claro que no tengo ni interés, ni ganas de entablar una conversación con él.

Siento su mirada sobre mi. Es casi como un imán que me atrae para que le observé, que le mire, y es que por muy sublimes que sean estás obras; él, —para mí— resulta ser inefable.

—Eadlyn —suspira. Mi nombre saliendo de sus labios casi con dolor.

—Se que ha sido un error, señor Zaidi —mi voz no tiembla, suena firme. Observo el cuadro frente a mi y alzo la pequeña libreta escribiendo en ella lo que me transmite—. No ha sucedido nada.

Escucho como un suspiro se escapa de su boca y notando mis ojos picar me levanto con la poca fuerza que me queda, pero con el orgullo bien alto.

Tal vez en otra vida. Por que a veces si es la persona pero no el momento.

Rayan [en pausa] Where stories live. Discover now