Capitulo XXII: Recordar y Recontar

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Zlata necesitó más tiempo de asimilar ciertos asuntos que no podía creer eran algo más qué meros cuentos para ayudar a dormir a los infantes. Era una jovencita, pero su sentido critico le impedía de todo aceptar con facilidad lo que sus ojos habían acabado de presenciar.

—¡Oh, gracias al cielo que despertaste! —el padre Isidor exclamó con alegría y alivio, cargando a la princesa en sus brazos, al verla abrir sus ojos una vez más.

—¿Qué...qué sucedió?

—Te desmayaste —el ave comentó mientras se lijaba sus uñas—. Ocurre bastante, la gente se altera con cualquier cosa estos días.

—Oh, claro, claro —Zlata se puso de pie por cuenta propia—, bueno, es que ver un acto como una persona transformarse frente a tus ojos en un animal y luego volver a ser humano no es una cosa que se vea todos los días.

—Al menos sirvió para ilustrar mi punto.

—Demasiado bien...y...es que...bueno...¿¡Cómo!?

—Bien, princesa, como ya le había comentado, sabe lo básico, pero es hora de entrar en los detalles —dijo el clérigo.

—¡Vaya que lo creo! ¿Por qué no comienza desde el comienzo?

—Su familia, la Familia Real de Vasilea, hizo una alianza cuándo se alzaron con el poder en el momento de la fundación del reino: cuidarían del ave de fuego, la honrarían, la volverían el símbolo de la corona, y a cambio, el ave de fuego cuidaría de la realeza y de sus intereses. Claro, la mayoría de los súbditos lo tomaban como una bella historia pero algo más bien digno de un libro de fabulas, mas como puede ver, tiene su raíz en algo real...

—¿Pero...cómo?

El padre volteó hacía el ave.

—Porque un antepasado tuyo, mostró algo que muy pocos humanos muestran: compasión —ella comentó.

Y comenzó a explicar con mayor profundidad, a qué se refería.

Hace siglos, el ave de fuego ya vivía, y había hecho de los espesos bosques de la tierra que en el futuro la familia de Zlata gobernaría su hogar.

Pero aunque muchos conocen historias sobre éste ser, algo que pocos conocen es que no siempre fue la única: las aves de fuego habitaban los cielos y los bosques, los ríos y las montañas a lo largo y ancho de esta tierra. Y convivían con su entorno, con la vida animal y vegetal de manera armoniosa, nunca tomando más de lo que de verdad necesitaban.

Mas esos seres no contaban con una bestia extraña: la bestia humana.

En un comienzo, no les prestamos mucha atención: ellos tenían su espacio, y los míos el nuestro. Ocupaban zonas lejos de los bosques y de las montañas, así que fue fácil ignorarlos en aquellos primeros encuentros. Y pensamos que siempre sería así, porque después de todo, la bestia humana podía tener a su alcance el agua y el alimento que requerían, ¿qué más podrían desear?

Sí...en retrospectiva, creo que los subestimamos.

Ellos comenzaron a desear más cosas, más allá de lo que era requerido para sobrevivir. No podíamos comprenderlo: les gustaba colocarse piedras brillantes y pieles de animales exóticos. Gustaban de todo eso que fuese difícil de conseguir, inusual, extraño.

Y el problema es que, a sus ojos, pocas cosas eran tan extrañas como nosotros.

¡Lo logré! ¡La tengo! —recuerdo haber escuchado a un joven cazador, líder de un grupo numeroso, presumiendo con enorme orgullo su logro: tener del pescuezo el cuerpo muerto de un ave de fuego.

Irene y el Ave de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora