Capitulo XIX: Ingenuidad

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Entre galope y galope se asomaba en sus corazones la tranquilidad de que llevarían a un infante a lugar seguro tras ser rescatado de lo que de otro modo hubiera sido su fin.

Pero también hacía lucir su cabeza el miedo, porque en su viaje, Irene y Aleksei no pueden decir que lo que se han encontrado en cada parada, en cada ciudad y en cada rincón ha sido siempre algo agradable de ver.

—¿Vive mucha gente en tu aldea o..? —Irene preguntó.

—No, no muchos en realidad —el niño replicó prontamente —. ¡Y sí que será una sorpresa increíble traer al príncipe de Vasilea!

—Sí, sobre eso, amigo —Aleksei tomó la palabra—. Creo que lo mejor sería si eso lo pudieras...ya sabes, guardar como un secreto.

—¿Un secreto? ¿Por qué?

Aleksei quiso decir tanto, y simultáneamente, nada: algo debía decir, quedarse en silencio sólo hubiera lucido peor, y hasta un niño ingenuo puede tener un limite.

—Es que, el príncipe está...de incógnito —Irene dijo.

—¿Qué? ¿Pero con qué fin?

—A él le toca...pues...ya sabes —la joven trató de pensar en lo más creíble posible en la poca cantidad de tiempo que tenía disponible —. Es...algo de los reyes, verás...

—Sí, Irene tiene razón —Aleksei completó lo que no parecía tener modo de ser completado.

Aleksei se sentía casi avergonzado por las actitudes del infante, del pequeño Lazar. En cierto modo, prefería no sólo el pasar de incógnito de rincón del Rus a otro rincón, sino que hasta casi pensó que era preferible la actitud impertinente y fuera de protocolo que gente como Irene le demostraban. Él nunca sintió que tales modos eran de todo correctos de cualquier manera.

Casi sintió que no debía, pero su consciencia, tan chica o tan grande como otros la pudieran juzgar, lo llevó a hacer una pregunta:

—Dijiste que tenías problemas.

—¡Así es Su Majestad!

—Por favor, eso...es innecesario —Aleksei se ruborizó de la pena.

—¿Pero..? No entiendo...

—Recuerda: no debe levantar sospechas —Irene le murmuró al niño.

—¡Claro, claro! Igual necesitamos ayuda.

—Eso lo sé, pero...bueno —Aleksei batallaba con sus palabras —. ¿Qué tipo de ayuda? ¿De qué clase de problemas estamos hablando aquí?

—De unos hombres malos.

—¿Hombres malos?

—Ellos llegaron a la aldea, con sus armas, y nos obligaron a servirles: se han llevado nuestra comida, nos obligan a trabajar para ellos a cambio de nada, y no sabíamos a quienes recurrir.

—Esto es muy importante, pequeño —Irene intervino—. ¿Cómo estaban vestidos?

—¿Cómo? Pues...ya se los había dicho:  Tenían los escudos de Vasilea dibujados en sus telas.

—Sí, eso me temía...

El niño no lo notó, estaba muy concentrado en rememorar los detalles, pero Irene sí: notó el miedo en los ojos de Aleksei, y casi pudo sentir como si el latido apresurado de el heredero estuviera justo pegado a alguno de sus oídos.

—¿Eran muchos? —la joven añadió a su lista de interrogativas.

—Eran al menos una docena...con espadas, y picas, muy fuertes ellos también —explicó Lazar.

Irene y el Ave de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora