Capitulo XVI: Lo Que No Podemos Cambiar

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A pesar de permanecer estoica, Irene temblaba en sus rodillas, y su corazón; no por frío, sino por un temor tan penetrante que casi lo podía sentir fluyendo en sus venas cuál si hubiera reemplazado su sangre.

—¡Es ella! —Fyodor exclamó al notarla.

—Estén atentos —Kiril le murmuró—. No quiero ningún truco...

Kiril se le acercó lentamente.

—No tienen que preocuparse: estoy completamente desarmada —Irene declaró, mientras ella también bajaba, si bien algo más lenta y reservada qué Kiril, con los brazos extendidos para comprobar que no cargaba objeto alguno.

—¿Dónde está tu amiga? ¿Dónde está esa otra mujer?

—Ella...ella está...muerta.

—¿Cómo dice? —Kiril preguntó, no estando seguro si es que había oído mal, pero queriendo forzar a Irene hablar con mayor fuerza y claridad.

—¡Ella falleció!

—¿Cómo pudo ser eso posible?

—¡Ustedes la lastimaron! ¡Ella no era una persona fuerte! ¡De seguro ustedes bola de matones la hirieron y ni siquiera les importo! ¡Ni se dieron cuenta! —Irene reclamaba a gritos.

—¿Y dónde estabas tú?

—La fui a enterrar...por eso...

—Por eso saliste —Kiril se adelantó a completar el enunciado de la jovencita, notando a su vez que de los gritos furiosos, pasó a un tímido murmuro.

—Estoy...cansada. No quiero que le hagan daño a nadie más —Irene le dijo, con la cabeza un poco baja.

—Tampoco crea que mi intención es dañar a alguien que no lo merezca, no me interesa perder mucho tiempo con eso—Kiril pronunció al tiempo que sacó de su funda una daga—. Pero estoy dispuesto a hacer lo que sea si es que eso me ayuda en el plan; haga lo que le pido, y nada más, y nadie saldrá herido.

Irene tragó un poco de aliento y saliva, miró al filo del arma que Kiril sostenía; no parecía ser un matón común. Ella había leído un poco respecto al ejercito, y la manera en la que sujetaba la daga era tan segura y firme, como la de un buen soldado. Sin duda estaba frente a una persona que sabía a la perfección lo que estaba haciendo.

—Dame tu muñeca —él ordenó.

—Pero...

—Dame la muñeca. No quiero volver a repetirlo.

Irene acató la orden, y le extendió la muñeca derecha.

En un instante, Kiril la sometió: se posó detrás de ella, sujetando con firmeza la muñeca y con el filo de la daga cercana al cuello de su victima, lista para herir de muerte en caso de que se pasara de lista.

—Son algo alérgica al material, ¿podría no ponerlo tan cerca de mi piel? —Irene sugirió.

—¿Es alérgica al acero?

—Más bien, a los materiales pulso-cortantes, pero para el caso es lo mismo.

—No tengo mucho sentido del humor señorita, así que yo si fuera usted, no trataría de hacerme la graciosa.

—Claro...

Irene fue llevada hasta el resto del grupo; a Aleksei lo habían dejado amarrado de sus manos, de rodillas sobre la nieve, malherido, golpeado, pero ella todavía percibía un poco de su terco orgullo intacto.

—¡Aleksei! —exclamó al acercarse.

Kiril la soltó, y de inmediato ella fue a su lado; acarició su rostro castigado, y lagrimas emergieron en un instante: en parte por alegría de volverle a ver, y saber que todavía se encontraba con vida, y en parte por la angustia de verlo en tal estado.

Irene y el Ave de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora