36. Grisáceo

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Xian


Una vez cuando era niño, mis hermanas hicieron un complot en mi contra.

Me engañaron para que entrara al cobertizo del patio y trabaron la puerta desde afuera. Así lograron adueñarse del televisor para hacer una maratón corrida de las películas de Harry Potter. Anteriormente me había negado a cederles mi espacio en el sofá por dos motivos:

1) Las adaptaciones cinematográficas nunca me gustaron.

Es más, me enojaban hasta el punto en que me pasaba criticando la película con: «En el libro eso no fue así», «En el libro es mejor», «¡Eso no estaba en el libro!». Al crecer dejé de indignarme por lo que no debería y empecé a disfrutar del trabajo de los demás, entendiendo el sentido pleno de la palabra adaptación. Hay cosas que no deberían compararse.

2) Estaba por ver una serie-documental sobre Amir Dallimus, uno de mis escritores favoritos.

Las despiadadas gorgonas se deshicieron y se olvidaron de mí. Le dijeron a mi madre que había ido a una pijamada en la casa de un amigo, lo cual ella tendría que haber sabido que era falso porque no tenía ni mascota, mucho menos amigos.

Estuve encerrado por horas. Recién se acordaron del pequeño Xian cuando estaban por empezar Harry Potter y el misterio del príncipe. Para ese entonces ya sabía cuántas herramientas guardabamos, había leído dos veces un libro de botánica, aprendido las claves del cuidado de las hortensias y repasado mi entera existencia por decimotercera vez. El punto es que encerrado ahí adentro, sabía que tarde o temprano iba a abrirse la puerta, de la misma forma que sé que las puertas del elevador se volverán a abrir.

Cuando nos vemos envueltos en un problema la gente tiende a desesperarse porque cree que no existe escapatoria. Ese jamás fue mi caso. Yo le temo a lo que pasará después.

Al salir del cobertizo, con ocho años, tomé una pala y quise ir tras mis hermanas para darles con ella en sus cabezotas, desmayarlas y adueñarme del televisor. Mi madre me frenó al decir que la violencia no iba a devolverme el tiempo perdido, quitar el maldito Harry Potter —al que le deseé morir en manos de Voldemort como quince veces—, de la televisión o calmar mi ira hacia las tres diablillas. Le di la razón. Usé la pala y los conocimientos de botánica adquiridos y arreglé el jardín en su lugar. Luego, mamá no solo castigó a mis hermanas, sino que me felicitó por el trabajo de jardinero . Tuve la tele por una semana y la sonrisa que vi en su rostro al ver las hortensias quedó conmigo hasta el día de hoy. En ese entonces, por enojo, al abrirse la puerta del cobertizo podría haber hecho un lío del que me hubiera arrepentido si lastimaba a alguna de las chicas. El problema aquí es que no siento solo cólera. Me siento impotente, estúpido y triste. No puedo pensar en una forma de convertir todo eso en algo productivo o menos doloroso.

La persona que dijo que siempre hay un lado positivo mintió.

—Preswen —dice Wells, quien da un pequeño paso para alejarse de Brooke mientras ascendemos.

Ella está frente a mí. Él frente a Pretzel. El señor Shepard está en medio, mirándonos con cara de pocos amigos en el silencio que se extiende.

Brooke sigue la mirada del contador. Cuando mira a Preswen cuadra los hombros y contiene el aliento, lo que me alerta que la conoce. Siempre fue del tipo que le sonrió a los extraños. Los saluda en voz alta al entrar a cualquier lugar, pero aquí se encuentra inmóvil y con las cejas juntas en un signo de preocupación.

El elevador de Central ParkWhere stories live. Discover now