22. Lo que le dices a los niños y los niños te dicen a ti

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Xian


—Preswen, tengo sueño —dice Amapola.

La veo tallarse los ojos por el espejo retrovisor.

—Entonces duérmete —responde al dar otro mordisco a la hamburguesa.

—Pero tengo más hambre que sueño. Tengo que comer primero para dormirme después.

—Entonces come —replica aún con los ojos fijos en la entrada del motel.

Alcanza su gaseosa y sorbe ruidosamente.

—Pero tú te estás comiendo mi hamburguesa —se queja la cría.

Preswen deja de masticar y nos mira de reojo, cautelosa. Asiento, confirmando lo que está diciendo la niña. Tan ensimismada como lo está a la espera de que aparezca Wells, una vez que llegó con el pedido, se olvidó de nosotros y empezó a comer de la bolsa sola. No dije nada porque quería saber cuánto tardaba en darse cuenta.

Veintitrés minutos de momento, y solo porque le dijimos.

—¿Sabes qué? Necesito algo de aire, el olor a grasa ya consumió el oxígeno aquí adentro. —Salgo del auto y abro la puerta trasera—. Vamos por nuestra propia comida, Amapola.

Una vez que la niña se arrastra fuera con la máscara en mano, me inclino dentro para recoger su abrigo.

—Serás una terrible madre, te olvidarás de alimentar a tus propios hijos —digo a la morena, que se lame los restos de aderezo de los dedos al encogerse de hombros.

—Si me reproduzco, con suerte, ellos tendrán sus propias manos y bocas para nutrirse por sí mismos. Además, no es mi culpa que las cadenas multinacionales de comida chatarra hagan hamburguesas tan ricas como para que inconscientemente no quieras compartirlas.

—Eres la niñera más desinteresada y compañera de espionaje más egoísta que pisó Nueva York. Iré a darle algo de comida a la niña antes de que se coma su propio brazo. Avísame cuando llegue Wells.

Levanta su pulgar en concordancia y sonríe con las mejillas a punto de reventar por el último gran bocado que dio. Ruedo los ojos y cierro la puerta trasera antes de mirar a Amapola. Se abraza a sí misma contra el costado del coche. Bajo la luz del estacionamiento de McDonald's, que está en diagonal con el motel, noto lo pálida que es. ¿Es que no la sacan a pasear al sol? Me pongo en cuclillas y abro el abrigo morado. Medio tiritando se da la vuelta y pasa los brazos por cada manga. Cuando vuelve a enfrentarme, subo el cierre y saco el cabello que quedó atrapado entre la prenda y su espalda.

—Hazme un favor. Cuando te lleve a tu casa de regreso, dile a tu padre que te dejó morir de hambre, frío y sueño. Es por tu propia seguridad, en serio. Si ella tiene que cuidarte por más de veinticuatro horas estarás perdida.

Asiente y me agrada al instante. Es inteligente para darse cuenta que hasta un cactus está en peligro bajo el cuidado de Preswen Ellis. Ya de pie otra vez, la tomo de la mano y la guío dentro del local. Pido dos cajitas felices y tomamos asiento al fondo, junto a los ventanales para tener vista directa al estacionamiento en caso de que el gnomo nos haga señas.

—¿Sabías que Frankenstein fue escrito por una mujer llamada Mary Shelly? La mayoría cree que es obra de un hombre —comento cuando deja la máscara en la mesa.

El elevador de Central ParkWhere stories live. Discover now