34. Para mañana

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Xian


Estoy de pie frente a la cama mientras la veo dormir. Debo parecer un asesino en potencia, o aún peor, Preswen.

Iba a quedarme en un hotel. Incluso contemplé la idea de ir a casa de mi hermana —Tasha, la menos odiosa—, pero desistí y le pedí a Pretzel que me trajera aquí. Quería una última noche con Brooke antes de que todo estallara como palomitas en el microondas.

Recojo la carta que hay sobre mi almohada pero no la abro. Al principio estaba tan negado a creer que había accedido a casarse conmigo que releí sus palabras como un millón de veces, hasta que me las creí. Por lo visto fue un grave error.

Saber que era importante para alguien, que una persona había decidido darme una oportunidad todos los días que nos permitiera nuestra corta existencia, me hizo sentir de una forma indescriptible.

Lloré como un maldito bebé cuando leí la carta por primera vez. No me había percatado de lo poco que me valoraba y quería a mí mismo hasta que Brooke apareció. Me hizo quererla tanto, y ella me quería tanto a mí, que por lógica empecé a quererme solo porque ella lo hacía. Luego mis pensamientos se independizaron. Empecé a ver cosas buenas en mi persona que siempre había ignorado o menospreciado. Me ayudó sin saberlo y no se lo dije. Podría haber sido más comunicativo y sensible, haber enumerado todas las cosas maravillosas que pienso de ella en lugar de reservarlas para mí y solo señalar sus defectos.

Dejo la carta sobre la mesa de luz y me deshago de las prendas húmedas, quedando en ropa interior antes de meterme a la cama. Debe estar exhausta porque no se inmuta. Estoy bastante seguro que engañar a tu prometido requiere energía y Wells la ha drenado de ella.

No apago el velador. Me pongo de lado y veo esos labios que hace unos días besé sin control y luego encontré rodeando al Xian Sur. No sé cuántas veces le di toques en la nariz por mentirosa al llegar del trabajo, cenar algo digno de un premio, y luego enterarme que lo había comprado de pasada a casa. Se ría y me la echaba al hombro para llevarla a la cama como castigo. ¿Y el cabello? Detesto que sea tan largo y siempre le guste llevarlo suelto. Cuando lo estamos haciendo cae sobre mi rostro y pica como tres docenas de pulgas, pero lo compensa con esas manos, las mismas que descansan sobre su estómago. Esas benditas extremidades masajearon mis hombros tras días estresantes y limpiaron mis lágrimas las pocas veces que las dejé caer en estos años.

El anillo de compromiso sigue ahí. Lo veo y tengo el impulso de cortarle el dedo y besarlo al mismo tiempo.

No es como el resto de las sortijas que usan para comprometerse. Este es de diamante, y el que iba a darle en la boda era el triple de fantástico. La tarde que aparecí en la joyería de papá y le dije que iba a proponerle casamiento a Brooke, estuvimos toda una noche buscando el anillo perfecto. Pedimos pizza y me contó los supuestos significados de un centenar de piedras. Me hizo un recorrido sobre cómo llegaban los diamantes de las minas hasta su tienda y explicó el uso de todas las herramientas que tenía para forjar y armar los anillos. Hablamos de kilates y, tomando mi hombro, me advirtió algo que todavía escucho cada vez que veo el anillo de Brooke: «Ella verá el diamante y será feliz, pero solo por un tiempo. Los objetos no pueden prolongar la felicidad, ese es nuestro trabajo. Un anillo es el moño del regalo del amor, Xian. Un moño lindo, pero nada más que eso».

Mi regalo debió haber sido una gran mierda con moño bonito. Le gustó lo de afuera, ¿pero el contenido? Para nada, sino no hubiera ido a ver lo que traía el novio de Preswen en los pantalones.

Estoy enojado y triste, nervioso y frustrado, aliviado y seguro. Todo al mismo tiempo. Siento que metieron todos mis sentimientos en una licuadora. Es horrible no ver la línea que delimita mi amor por ella separando lo mal que me hace sentir sin siquiera saberlo. Extraño nuestro mundo en blanco y negro, donde solo existía el sí y el no, lo bueno y lo malo; no esta porquería gris del tal vez.

—Regresaste —susurra sin abrir los ojos, medio dormida.

Contengo el aliento cuando extiende la mano en mi búsqueda. Tocó a otro hace unas horas. Me tendría que dar asco, pero odio que no lo haga. Soy tan débil que me muero por sentir su calor una vez más aunque trato de resistirlo.

—Vuelve a dormir, hablamos en la mañana.

Su mano, la del anillo, tantea las sábanas hasta encontrar la mía. Se la lleva a los labios y deposita un beso en mis nudillos antes de sostenerla contra su pecho.

—¿Leíste la carta? —continúa adormilada.

—Como medio millón de veces —confieso, pero creo que no me oye, lo cual me alegra.

La contemplo y sigo reviviendo nuestra historia de amor hasta que me quedo dormido, sabiendo que cuando despierte dará un rumbo del que no hay marcha atrás.

Una vez mi yo de quince años estaba en la fila de un carrito de algodón de azúcar, en una feria. Mis ojos estaban puestos en un morena que me sonreía desde la fila de rueda de la fortuna. «¿Podrías apurarte?», dije al vendedor, ansioso de ir con la chica y subir juntos. Le di un billete de diez dólares y mi vuelto en monedas se le cayó. Frustrado lo empecé a recoger con él, hasta que me di cuenta que era una ella. Brooke sonrió a modo de disculpa bajo la visera de la gorra con el logo de la feria y ahí supe que le perdonaría cualquier cosa.

Ahora, años más tarde, sé que su sonrisa no puede salvarla por más brillante que sea.

Ella dijo que los sentimientos no mueren. Tenía razón. Hacen algo mucho más peligroso, y es cambiar.

 Hacen algo mucho más peligroso, y es cambiar

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El elevador de Central ParkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora