14. Ensalada de licores

93.3K 11.8K 1.8K
                                    

24 de octubre, 2015

Preswen

Ya pasó medianoche y he estado vagando desde el mediodía, cuando Xian me dejó en la Torre Obsidiana.

Traté de seguirlo para explicarme, pero en cuanto se adentró en Central Park lo perdí. Me di cuenta de algo en lo que nunca antes me había puesto a pensar, y es en lo curioso que resulta que en un mismo lugar pueda haber tantas personas tristes como felices por igual. Me pregunto si habrá existido, existe o existirá algún sitio donde las emociones de todos se sincronicen.

Vagué por los senderos mirando tantas sonrisas ajenas como ojos vacíos. En otras circunstancias formaría parte del primer grupo, pero hoy estoy ubicada en el segundo. El problema es que mi carencia de albricia se debe a algo que no debería. Tendría que sentirme mal por haber sido infiel, o que ahora me paguen con la misma moneda, pero de una forma que no llego a comprender del todo, solo puedo pensar en lo decepcionado que lució Xian.

Si vamos a lo concreto, sigue siendo un extraño. ¿Cómo puede alguien sentirse tan mal por lo que un desconocido le diga o lo que este piense? Su concepto de mí no tendría que ser una pregunta recurrente en mi cabeza, pero lo es. Es más, ni siquiera tengo por qué darle explicaciones, pero una parte de mí está desesperada por hacerlo.

Me detesto.

No tuve la fuerza suficiente para pensar en Wells en todo el día o en lo que voy a hacer. Lo único que hice fue ahogar mis penas en comida. Traté de sacar algo de satisfacción a costa de mi paladar por la falta que hay en todo lo demás. Me comí un hotdog del carrito de Larry a las doce, una helado de McDonald's de postre a las dos, una hamburguesa del carro de la 42 Avenue a las seis y lloré mientras compraba dos pretzels frente al parque hace unas horas.

Ahora voy por whisky.

Me acerco al primer bar que encuentro al tener ganas de orinar. No he ido al baño en todo el día. Prácticamente me estoy sujetando la vagina sobre los jeans como si eso pudiera impedir la inminente salida de todas las latas de gaseosa que tomé.

—¿Día duro? —pregunta una chica rubia cuando ya descargué mi tanque corporal y estoy lavando mis manos.

Al principio no sé por qué lo dice, pero al levantar la vista hacia el espejo doy un respingo. Me asusta lo rápido que me contratarían en el casting para una película de Stephen King.

—Debería ser ilegal que el maquillaje se te corra así. —Paso los dedos bajo mis ojos para limpiar el rimel, pero solo lo desparramo más.

Mi risa es miserable.

—Por suerte, entre chicas nos ayudamos —dice la extraña.

Deja su bolso sobre el borde del lavabo y saca una toallita desmaquillante. Le sonrío a modo de agradecimiento mientras la tomo, pero presiento que no debería hacerlo —eso de sonreír—, porque luzco como una zarigüeya salvaje o alguien que se pasó las últimas dos décadas en una despedida de soltera.

—Los hombres apestan —añade a forma de consuelo, al creer que la raíz de mis problemas tiene testículos.

—Las mujeres también apestamos. Esta vez la que metió la pata fui yo.

Cierra su bolso y se lo echa al hombro. Apoya la cadera contra el mármol y me contempla con empatía y diversión, una combinación inusual. Sus ojos verdes brillan como si entendiera algo que yo no.

—Bueno, ¿sabes qué no te dicen sobre meter la pata? Que la puedes volver a sacar.

Empiezo a reír porque creo que metí más que la pata. Metí todo el maldito cuerpo y arrastré conmigo a media docena de personas. ¿Cómo sacas eso? ¿Con una excavadora? ¿Debería llamar a Bobby, al hombre de la grúa?

—Gracias —digo de todos modos.

Asiente y cuando camina detrás de mí para salir, le da un ligero apretón a mi hombro. Ya a solas, vuelvo a mirar mi reflejo sin una gota de maquillaje; sin escudo y con todas las imperfecciones a la vista. Lo que más me preocupa, sin embargo, es que mis ojos muestran tan bien como me siento que temo ser transparente por primera vez en la vida.

Me gusta elegir qué partes de mí mostrar. Usualmente son las más alegres.

—Al diablo. Me voy a emborrachar hasta olvidar el nombre de los colores.

En el intento de evitar pensar en los problemas por una noche y siendo consciente de que la resaca será dura, voy directo a la barra. Necesito distracción, aunque sea momentánea.

Después del segundo trago ya tengo la mente algo alborotada.

—¡Voy a vaciar tu cantina, camarada! —advierto al barman, quien me mira entre aterrado y confundido, como los clientes alrededor—. Hazme una ensalada de alcohol. Mezcla, diviértete, ¡crea para mí! Sírveme todo tu conocimiento alcohólico en un copa, ¿enten...?

No recuerdo cómo hablar cuando veo a la rubia del baño sobre el regazo de Xian.

No. No. No. No. No.

NO en MAYÚSCULAS.

Sobre mi cadáver lo dejaré convertirse en el desastre que Preswen Ellis es.

No puede seguir mis pasos, por eso actúo.

No puede seguir mis pasos, por eso actúo

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.
El elevador de Central ParkWhere stories live. Discover now