Capitulo cuarenta y cuatro

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Esperanza

Únicamente había una lámpara encendida; una única luz que, tímidamente y en solitario, titilaba e iluminaba las cuatro paredes de aquella alcoba que sentía tan ajena de su persona. Alcoba que estaba empezando a detestar sin saber muy bien por qué. O tal vez sí y por ello la despreciara aún más.

En el exterior, una ligera llovizna cubría con su manto implacable la luna creciente y él, recostado en una silla con respaldo alto, apoyaba los pies en un taburete bajo, pies que estaban completamente desnudos y cansados por las largas horas que habían soportado estar en pie.

A pesar de dicho agotamiento, Nïan no podía simplemente desvestirse, apagar la lámpara y acostarse para cerrar los ojos e intentar tener sueños bonitos. No, aquello era sólo para los ingenuos, para los afortunados sin preocupaciones que, con sólo cerrar los ojos ya acudían a ellos paisajes de ensueño, ríos con cascadas de límpida agua al lado de un remanso perlado de flores de agradable aroma. En su caso era completamente lo contrario pues él tenía tantas en aquel momento que parecía como si en un fatal instante le fuera a estallar la cabeza.

Al amanecer partiría con su pequeñísimo ejército hacia los Bosques Sombríos y su petate descansaba a un lado de la puerta apoyado en la pared; superficie pintada homogéneamente con colores cálidos y suaves. Sus ojos azules se dirigieron hacia el petate unos instantes antes de perderse en la pared, estructura sólida a la cual él no le estaba prestando la más mínima atención.

Aquella tarde, cuando el sol aún calentaba, había ultimado todo el viaje con sus fieles compañeros. Los siete (Mlrren, Corwën, Mequi, Zerch, Zorro, Sanguijuela y él), con un equipaje ligero, armados y ataviados con armaduras ligeras de cuero que suelen portar los Señores del Dragón, irían hasta las fronteras de los Bosques Sombríos con sus equinos ya fueran orequs o caballos normales. Una vez allí, Zerch abandonaría su montura y sería atado y amordazado para que interpretara su papel de prisionero de guerra. 

Kanian, Malrren y Mequi serían los encargados de hacerse pasar por exploradores de los Señores del Dragón que, en su ronda por los alrededores de los bosques, han encontrado a un espía enemigo al cual han capturado inmediatamente. Por su parte, Corwën, Sanguijuela y Zorro se mantendrían alejados hasta que ellos se infiltrarán en el recinto de los científicos sin problemas, y a una señal de ellos, éstos entrarían a hurtadillas. 

Era arriesgado.

Mucho.

Mas quien no arriesga nada para vencer, nada ganará al final.

¿Qué le quedaba entonces al Dragón? Esperar a que los primeros rayos del sol quisieran hacer su aparición diaria para abandonar Mazeks y también aquella inactividad, una que lo ponía de los nervios.

Profiriendo un hondo suspiro, Kanian se levanó de su asiento y caminó hasta el escritorio donde descansaba un documento recién redactado por sí mismo, firmado también por su persona y que ya se había secado. En él, Nïan le otorgaba el poder gubernamental a Araghii en su ausencia al igual que a su tía Chisare en calidad de consejera. Con la tinta negra ya seca, el rey legítimo del continente, dobló el documento y le estampó su sello real; el sello que había pertenecido a su padre y, anteriormente, a su abuelo: la cara de un dragón en forma de uve, dos puntos para emular los ojos y cinco lineas rectas alrededor de la figura.

Satisfecho de poder ver nuevamente el sello de su familia, Kanian dejó el documento nuevamente sobre la superficie de la mesa y se disponía a sentarse una vez más y esperar el amanecer cuando alguien llamó a su puerta. Pensando que sería Araghii o quizás uno de sus hombres que acudía a preguntarle algo o a que él les ayudara en algún menester de última hora antes de marcharse, no se molestó a preguntar quien era y, sin volverse a la puerta, dijo:

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Where stories live. Discover now