Capitulo diecinueve

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El renacimiento de un rey y la aparición de un Dios

 

El sol estaba justamente en la línea del horizonte cuando el cuerpo de Xeral fue depositado encima de la pira funeraria. Kerri, impasible, observaba a Sicks i tres hombres más colocar el ataúd de madera de fresno con decoraciones doradas sobre el montón de maderas secas.

El día amanecía espléndido y el ánimo del príncipe era bueno.

Magnífico.

Miró a Rea que, a su lado, observaba cada uno de los movimientos que hacían los guerreros más fieles de su padre; guerreros fieros que, aquella misma tarde, serían sus más fervientes seguidores.

Vestida con un diáfano vestido de tafetán negro de anchos tirantes, éstos le tapaban los turgentes pechos pero dejaban al descubierto gran parte de ellos. Dicha tela, se unían a un cinturón situado bajo el busto del mismo siendo todo el conjunto una sola pieza de color negro que terminaba en una larguísima falda que ondeaba en cualquier dirección.

Estaba tan hermosa. El negro hacía resaltar el color dorado de su cabello corto y la blancura inmaculada de su piel al igual que el violeta de sus ojos.

Él, por su parte, había decidido vestirse con una camisa azul marino de raso con un chaleco negro revestido con hilo plateado y botones de diamantes. Su cintura, adornada con un cinturón de buen cuero negro con hebillas de oro blanco, sujetaban la vaina de puro oro con incrustaciones de zafiros, esmeraldas, rubíes y pequeñas perlas donde reposaba su espada. Los pantalones, de buen algodón, eran negros y se ajustaban perfectamente a sus piernas musculosas. Para finalizar, unas botas seminuevas completaban su atuendo.

Kerri dejó de mirar la belleza de Rea y fijó sus ojos amarillos en su  madre. Sonus, que había velado a su esposo toda la noche, estaba al lado de la pira y contemplaba el interior del ataúd con ojos fríos. Su rostro, a pesar de haber perdido a su marido, no mostraban dolor alguno y Kerri sabía que, al igual que él y Rea, se alegraba enormemente de su muerte.

Puede que ella más que nadie.

Un brillo de odio se reflejó en los ojos de la reina que se agachó para besar la frente de Xeral como última despedida después de haber vivido junto a él más de treinta y cinco años. Mas, si la conocías bien, podías percatarte del asco infinito que experimentó al tener que besar aquel maldito tirano abominable.

Apartándose del fallecido, su madre caminó hacia él y se colocó a su derecha. El joven aguantó las ganas de apartarse de ella y demostrarle así el odio que sentía también por ella. Pero su madre era aún la reina, la gobernanta hasta que a él le coronaran como nuevo rey. Tenía que esperar, decidió. Una vez fuera coronado, sería el soberano de Nasak y Sonus ya no tendría poder sobre él ni sobre nada.

El sol, avanzado en su propósito de alzarse como gobernador de los cielos, bañó la gran terraza de La Fortaleza y Kerri dio un paso adelante. Sicks, con una antorcha apagada en su callosa mano de guerrero consumado, se la ofreció al príncipe y Kerri, la aceptó con decisión y esperó a que Lednar encendiera la antorcha.

Cuando las llamas empezaron a lamer la madera embadurnada de brea, Kerri caminó con paso lento y majestuoso hacia la pira: hacia su padre. Los recuerdos comenzaron a asaltar la cabeza del príncipe como un vendaval. De niño había adorado a su padre. Había creído – estúpido como sólo un niño ignorante lo puede ser – que Xeral era el mejor de los hombres. Fuerte, implacable, sagaz, inteligente, justo…

Nada de eso era verdad y a los cinco años se cercioró de ello.

A esa tierna edad se le cayó la venda de los ojos. Y cuando la realidad lo golpeó, todo en él cambió y Kerri perdió toda inocencia; la capacidad de ser únicamente un niño para ser otra cosa.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Where stories live. Discover now