Capitulo veintiuno

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La Tierra y el Tiempo

 

Anil tenía miedo.

Mucho.

Jamás había experimentado un terror tan visceral y primitivo ante nada ni ante nadie; salvo por aquellos tres engendros sacados de la más oscura fosa endemoniada. A pesar de parecer simples mujeres, aquellas tres féminas de pesadilla eran seres verdaderamente horrendos. Sin ojos y con unas afiladísimas garras, poseían una velocidad demencial y tan vertiginosa que Anil, en más de una ocasión, había temido ser atacada por la espalda  para morir entre espasmos dolorosos.

Y es que, Alecto, Megera y Tisífone atacaban sin previo aviso a los más débiles, a todos aquellos que temblaban y no huían corriendo por el simple hecho de no poder moverse del sitio. No valía la pena negar que ella pertenecía a ese último grupo y que deseaba escapar de esa ratonera.

Pero no lo hizo; no podía hacerlo. ¿Dónde quedaba su orgullo? ¿Y el de su madre? No podía irse para que Corwën se avergonzara de ella. Ya tenía suficiente con el desprecio de Giadel y de Sanguijuela.

Con el suyo por sí misma.

Anil no era buena guerrera, un hecho que tenía muy bien asumido. ¿Para qué intentar algo que no se le daba especialmente bien? Su adorado padre, Lenx, solía decirle que era mejor explotar las buenas cualidades que las malas.

-          Si tu mejor cualidad es la de saltar de rama en rama y la de esconderte en cualquier sitio; eso es lo que perfeccionarás hasta ser la mejor espía de todo el continente.

Esas palabras la hicieron reír; la hicieron sentir la niña más especial del mundo y consiguieron que se marcara una meta; una que logró alcanzar cuando su padre ya había fallecido.

Pero aquel día, en el campo de batalla, ella no necesitaba esconderse entre la vegetación; lo que realmente necesitaba era blandir bien un arma y, para ello, su madre la había estado preparando durante todo su viaje desde que salieron de su pequeña casita. Inclusive, en Queresarda, estuvo entrenando en compañía de Gia y de muchos otros jóvenes.

Mas, en el momento de la verdad, ella no era tan buena para poder enfrentarse a un peligro tan vivo y tan real.

Su arma, un estoque ligero, le pesaba en la mano, miembro que sentía torpe y demasiado sudoroso para su bien.

-          No te separes de mí, hija – le había ordenado Corwën utilizando el tono autoritario de una veterana generala más que el de una madre preocupada.

Ella había asentido y, a pesar de que una de las Erinias había pululado muy cerca de ella, ninguna la tacó y Anil sólo tuvo que luchar con aquellas sombras que emergían de la tierra con la ingesta de energía maligna por parte de aquellas mujeres. No fue tarea difícil para ella esquivar los ataques de aquellas sombras, lo difícil era encontrar el valor y la fuerza para moverse y otra tanta para atacarlas.  Así que lo único que se limitó a hacer en la contienda fue esquivar sombras para que su madre u otros guerreros las fueran eliminando.

¿Qué podía hacer? Ella no era una guerrera, no era una auténtica Hija del Dragón. Por los Dioses, ni siquiera era capaz de conquistar a un hombre y de dejar de pensar en otro. Era una inútil; un estorbo para aquella rebelión.

Para la guerra.

Y entonces ¿cómo podemos ser capaces de sacar el vigor del fondo de nuestro corazón cuando alguien que nos importa está en peligro? Porque, en verdad, esa fuerza está escondida en lo más hondo de nosotros mismos y florece cuando el miedo por uno mismo desaparece y aparece el terror por alguien demasiado valioso.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora