Capítulo 8: Alison Bernal (Editado)

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No mentiré, estaba nerviosa y cada segundo que esperaba me daba una combinación entre ansias y nervios que no sentía desde que me Raymond me había dicho que sí podía ir al infierno. 

Estuve esperando alrededor de siete minutos hasta que se escuchó que alguien había tocado la puerta.  

Me acomodé en mi lugar y puse una cara relajada, para que la persona que fuera a entrar no supiera que podía aprovecharse de lo inexperta que era en ese tema. 

—Adelante—dije copiando la voz imponente de Lucy cuando daba órdenes. 

A mi oficina, para mi sorpresa, entraron tres personas: Dos hombres fornidos sosteniendo a una chica como si fuera una muñeca de trapo. 

El par de hombres no tenían nada de especial, ambos eran de tez afroamericana y los dos eran muy fornidos. Estos dos me saludaron con la cabeza y tiraron a la chica al piso para después salir como si nada de la habitación. 

La niña en el suelo, bueno no puedo decir niña porque se veía que tendría unos quince o dieciséis años. La jovencita en el suelo era pelirroja clara, cuando comenzó a levantarse vi que estaba extremadamente delgada y que su piel era casi tan blanca como la nieve que había visto hacía unos momentos. Para explicar esa exagerada palidez culpé a lo que llevaba puesto. Ella vestía una licra negra, que terminaba a unos diez o nueve centímetros de sus tobillos, y una blusa de tirantes del mismo color. 

Al ver que ella no tenía fuerzas para levantarse, tal vez por su desnutrición, la ayudé a ponerse de pie y la conduje a uno de los sillones rojos para que pudiera sentarse. 

La observé por unos momentos y ella a mí. Sabía que tanto ella como yo nos preguntábamos que  era lo que pensaba la una de la otra. En mi caso yo pensaba en cómo una persona, que podría catalogarse como mala, pudiera tener un aspecto tan lastimero. 

Como me di cuenta que ella no quería hablar decidí comenzar con la entrevista. 

—¿Cuál es tu nombre? 

—Alison Bernal—me contestó sin ningún tipo de emoción. 

—¿Por qué estás en el infierno, Alison?—pregunté con mucha calma. 

—¿Crees que voy a dejarte las cosas tan fáciles?—me preguntó con una alegría demente. 

—No...—Iba a comenzar a disculparme pero ella habló repentinamente. 

—Que esté obligada a estar aquí no significa que tú tengas todo tan fácil. ¿Por qué si mi vida aquí es complicada debo darte todo en bandeja de plata? 

—Yo nunca dije que debieras hacerlo. 

—No tengo por qué responderte nada. 

—Si no quieres no. 

Después de esos mordaces comentarios por parte de ella, ambas quedamos en un incómodo silencio que, creo, duró más de diez minutos, principalmente porque yo no encontraba la manera de hacerle preguntas sin que volviera a saltar de esa manera. 

Lo único que sí se podía oír era el castañear de sus dientes y hubo un momento en el que ya no soporté verla muriendo de frío. Amistosamente le ofrecí el abrigo blanco que me había puesto aquella mañana. 

—Aleja esa cosa de mí—gruñó como si el abrigo fuera tóxico. 

—¿Por qué no lo quieres?—pregunté sorprendida. Unos grados más y podría ser confundida con un pitufo . 

—Estoy segura que sólo me traería problemas—contestó enojada.    

—¿Problemas? ¿Con quién?—pregunté sin dejar de estar dolida por su reacción tan explosiva hacia un gesto bueno dirigido a su persona. 

Cae Nieve en el InfiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora