La Partida

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Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástro­fes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibi­lidad.

‑En verdad ‑decía Julia‑ que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

‑¡Cuántos desastres! ‑decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

‑¡Cuántos sufrimientos! ‑decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

‑Si es Dios quien les ha castigado ‑decía Manuel‑, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gen­tes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes esta­ban malditas.

‑¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? ‑dijo Julia‑. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltar‑

se la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: "Este hombre ha merecido su pena" , ¿no se habría equivocado?

‑Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pe­cho.

‑Maximiliano ‑dijo el conde, sin parecer notar las diferentes im­presiones que su presencia causaba en los huéspedes‑, vengo a bus­caros.

‑¿A buscarme? ‑dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

‑Sí ‑dijo Montecristo‑; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

‑Heme aquí ‑dijo Maximiliano‑, había venido a decirles adiós

‑Y ¿dónde vais, señor conde? ‑dijo Julia.

‑A Marsella, primero, señora.

‑¿A Marsella? ‑repitieron a la vez ambos jóvenes.

‑Sí, y me llevo a vuestro hermano.

‑¡Ay!, señor conde ‑dijo Julia‑, devolvédnoslo ya restablecido.

Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

‑¿Estabais advertida de que se hallaba malo? ‑dijo el conde.

‑Sí ‑respondió la joven‑, y temo se enoje con nosotros.

‑Le distraeré ‑siguió el conde.

‑Estoy dispuesto ‑dijo Maximiliano‑‑. ¡Adiós, mis buenos ami­gos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

‑¿Cómo, adiós? ‑exclamó Julia‑, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora