El Numero 34 y el Numero 27

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Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la es­peranza y un íntimo convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto las supo­siciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.

Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distrac­ción. Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros a instrumentos. Nada le fue concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felici­dad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a solas, su voz le dio miedo.

Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, don­de los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los ase­sinos, que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó in­cluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidia­rios deben ser muy dichosos.

Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, pru­dentísimo como si fuera un hombre político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.

Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos pia­dosos que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oracio­nes que le enseñaba su madre, hallándoles una significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre que es dicho­so son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese lenguaje sublime con que nos habla Dios.

Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le asustaban sus palabras: caía en una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, im­poniéndose deberes para el porvenir, y al final de cada rezo interca­laba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo que a Dios:

«... Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores... »

Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo pasado permanecía para él en­vuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los pueblos muertos, restaurar las an­tiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cua­dros babilónicos de Martin. Dantés no conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía obligado a ceñirse a su calabozo como un águila en­cerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible; aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vuel­tas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo como el impla­cable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo, que sólo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la única dife­rencia de que él no había sabido aprovecharla.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now