La Lluvia de Sangre

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Cuando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía inspirarle sospechas.

Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped, lo más amable que podía.

‑¡Ah!, ¡ah! ‑dijo el platero‑, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro tesoro después de mi par­tida?

‑No ‑dijo Caderousse‑, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.

El platero se sonrió.

‑¿Tenéis viajeros en vuestra posada? ‑preguntó.

‑No ‑respondió Caderousse‑, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene en la posada.

‑Entonces, voy a causaros una gran molestia.

‑¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.

‑Veamos, ¿dónde me pondréis?

‑En el cuarto de arriba.

‑¿Pero no es el vuestro?

‑¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa - y apagó la lámpara.

Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos. Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario. Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.

‑¡Aquí! ‑dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa‑, cuando queráis cenar, todo está a punto.

‑¿Y vos? ‑preguntó Joannés.

‑Yo no cenaré ‑respondió Caderousse.

‑Es que hemos comido tarde ‑apresuróse a decir la Carconte.

‑Luego, ¿voy a cenar solo? ‑dijo el platero.

‑Nosotros os serviremos ‑dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un relámpago. La tempestad continuaba.

‑¿Oís, oís? ‑‑dijo la Carconte‑. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.

‑Lo cual no impide ‑dijo el joyero‑ que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner en camino.

‑Este es el mistral ‑dijo Caderousse, dando un suspiro‑, y me parece que lo tenemos hasta mañana.

‑¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera ‑‑dijo el platero sentándose a la mesa.

‑Sí ‑replicó la Carconte‑, mala noche les espera.

El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.

En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a su huésped. Cuando hobo terminado la cena, foe él mismo a abrir la puerta.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now