El Cementerio del Padre Lachaise

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El señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ra­mas.

El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: "Fami­lias Saint‑Merán y Villefort". Porque tal fue el último voto de la po­bre Renata, madre de Valentina.

Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal Saint‑Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exte­rior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas com­ponían el acompañamiento.

Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina repre­sentaba una gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

Chateau‑Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

‑¿Dónde está Morrel? ‑preguntó‑. ¿Alguien lo sabe?

‑Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria ‑con­testó Chateau‑Renaud‑, porque nadie le ha visto.

El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rum­bas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las ma­nos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los de­más apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para obser­var si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsivas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siem­pre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos com­padeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averigua­ron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Ville­fort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now