Segunda Parte "SIMBAD EL MARINO"

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Fascinación

El sol había recorrido ya la tercera parte de su carrera y sus ardien­tes rayos quebrábanse en las rocas, que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, pro­duciendo un sonido casi metálico. Cada paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esme­ralda; las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la mano de Dios.

Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa des­confianza que inspira la luz del día, haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.

Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.

Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida, que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible, en fin, que se dis­tribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar:

El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.

Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un cinturón de plata.

Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había fingido.

Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas, y había visto que este camino guiaba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastan­te profundidad para que pudiese anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de las probabilidades, se le ocu­rrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular. Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían podido, sin emplear fuerzas con­siderables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una idea.

‑En vez de subirla‑dijo‑, la habrán hecho bajar.

Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.

En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda al­guna intencionadamente. La roca había caído de su base al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen em­plearse en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pederna­les aquí y allí sembrados cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas y mus­go, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, pare­cía la nueva roca nacida en aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared inter­mediaria, endurecida por el tiempo.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now