El Interrogatorio

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Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su ri­sueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.

Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones polí­ticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Ge­rardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de Saint‑Meran, su futu­ra esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Rena­ta pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escu­dos, que con las esperanzas ‑palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes‑ podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.

El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de justicia:

‑Ya me tenéis aquí ‑le dijo‑ He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referirme ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.

‑De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un lega­jo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos en­contrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

‑Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido qui­zás en la de guerra?

‑No, señor. ¡Si es muy joven!

‑¿Qué edad tiene?

‑Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

‑¡Ah!, señor de Villefort ‑exclamó el buen hombre al ver al sustituto‑. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

‑Ya lo sé, caballero ‑respondió Villefort‑; y ahora voy a tomar­le declaración.

‑¡Oh, caballero! ‑prosiguió el naviero, llevado de su amistad ha­cia el joven‑, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el prime­ro era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

‑Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser ama­ble en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now