La Madre y el hijo

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Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de me­lancolía y dignidad, y montó en su coche con Maximiliano y Manuel.

Alberto, Beauchamp y Chateau‑Renaud quedaron solos en el cameo.

El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su parecer sobre lo que acababa de ocurrir.

‑Por vida mía, mi querido amigo ‑dijo Beauchamp el primero, sea que tuviese más sensibilidad o menos disimulo‑, permitidme que os felicite; he aquí un magnífico fin para una desagradable aventura.

Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensa­miento. Chateau‑Renaud se contentó con dar en su bota con su flexi­ble bastón.

‑¿No nos vamos? ‑dijo después de un instante de silencio.

‑Cuando gustéis ‑dijo Beauchamp‑, dejadme solamente el tiem­po necesario para cumplimentar al señor de Morcef, que ha dado prue­bas hoy de una generosidad tan rara.

‑¡Oh!, sí ‑dijo Chateau‑Renaud.

‑Es magnífico ‑continuó Beauchamp‑ poder conservar sobre sí mismo tanto dominio.

‑Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello –dijo Chateau‑Renaud con una frialdad de las más significativas.

‑Señores ‑interrumpió Alberto‑, creo que no habéis compren­dido que entre el conde de Montecristo y yo ha ocurrido algo muy grave

‑Sí, sí ‑dijo al instante Beauchamp‑; pero hay muchos majade­ros que no están en el caso de comprender vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis forzado a explicárselo de un modo no muy con­veniente a la salud de vuestro cuerpo y a la duración de vuestra vida.

¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Haya o San Petersburgo, países tranquilos, y donde son más inteligen­tes en cuanto al honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez allí, entreteneos en tirar mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de algunos años, tranquilo o bas­tante ejercitado en las armas para haceros respetar y conquistar vues­tra tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, Chateau‑Renaud?

‑Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos se­rios como uno sin resultado.

‑Gracias, señores; seguiré vuestro consejo ‑dijo Alberto con una fría sonrisa‑, no porque me lo dais, sino porque mi intención era salir de Francia; os las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado sirviéndome de testigos; está profundamente grabado en mi

‑¿Por qué? corazón, puesto que después de las palabras que acabo de oír sólo me acuerdo de él.

Chateau‑Renaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos; el acento con que Morcef había pronunciado aquellas pa­labras era de una resolución tal, que la posición de todos habría sido muy embarazosa si la conversación se hubiera prolongado.

‑Adiós, Alberto ‑dijo de repente Beauchamp, alargando negli­gentemente la mano al joven, sin que éste saliese por ello de su letar­go, y en efecto, no respondió al ofrecimiento de la mano.

‑Adiós ‑dijo Chateau‑Renaud, saludándole con la mano derecha.

Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita, encerrábase en ella todo un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa indignación.

Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, perma­neció inmóvil por algún tiempo; pidió en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a galope el camino de París, y al cuarto de hora entraba en el palacio de la calle de Helder.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora