La Promesa

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Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint‑Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afec­taría a su amor.

Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

‑¿Vos a esta hora? ‑dijo.

‑Sí, pobre amiga mía ‑respondió Morrel‑; vengo a traer y a bus­car malas noticias.

‑¡Esta es la casa de la desgracia! ‑dijo Valentina‑; hablad, Ma­ximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante cre­cida.

‑Escuchadme, querida Valentina ‑dijo Morrel procurando conte­ner su emoción para poderse explicar‑, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

‑Escuchad ‑dijo a su vez Valentina‑, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela,

con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró triste­mente.

‑¡Ay! ‑dijo en voz baja‑,terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, maña­na lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

‑Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora ‑dijo Morrel‑; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró pri­mero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde salu­dó, exclamando:

‑¡Ah, señor Franz d'Epinay!

Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

‑¡Pobre Maximiliano!

‑Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?

Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.

‑Escuchad ‑dijo Morrel‑, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompen­sará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con vo­luntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediata­mente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a pre­guntaros.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now