El Despertar

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Cuando Franz volvió en sí, los objetos exteriores le parecieron una segunda parte de su sueño. Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un rayo de sol como una mirada compasiva. Extendió la mano y tocó la piedra, incorporóse y se halló acostado en un lecho de hojas secas, aromáticas y suaves.

Habían desaparecido las visiones, y como si fueran las estatuas sólo sombras salidas de sus sepulcros durante su ensueño, habían huido al despertar. A toda la agitación del sueño sucedía la calma de la realidad. Se encontró en una gruta, se adelantó hacia la abertura. A través de la puerta se veía el azul del mar y del cielo. Aire y agua resplandecían a los primeros rayos del sol de la mañana; a la orilla estaban sentados los marineros riendo y cantando. A diez pasos mar adentro se mecía graciosamente la barquilla sobre sus an­dotes. Entonces aspiró largo tiempo aquella brisa fresca que le azotaba la frente, escuchó el débil rumor de las olas que se estrellaban en la orilla, salpicando las rocas de blanca espuma, y entregóse instintiva­mente a este divino éxtasis que la naturaleza produce, sobre todo, después de un sueño fantástico.

La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordóle poco a poco lo inverosímil de su sueño, y su memoria empezó a llenar­se de recuerdos. Se acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un jefe de contrabandistas, de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís.

Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas cosas habían ocurrido por lo menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación. De vez en cuando, parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose sobre el barco, una de aquellas som­bras que con besos y miradas poblaron de estrellas el cielo de su noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y el cuerpo tranquilo, sin peso en el cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar general, una predisposición más grande que nunca a absorber el sol y el aire. Acercóse alegremente a sus marineros, que al verle se levantaron todos, y el patrón se le aproximó diciéndole:

‑El señor Simbad nos ha encargado de cumplimentar a vuestra excelencia en su nombre, y de expresarle cuánto siente no poder des­pedirse de vuestra excelencia, mas confía que le dispenséis cuando sepáis que un negocio importantísimo le obligó a marchar a Má­laga.

‑¡Ah!, oye, mi querido Gaetano, ¿es todo esto verdad? ¿Existe un hombre que me recibió en esta isla, que me dio una hospitalidad regia, y se ha marchado mientras yo soñaba?

‑Tan cierto es, que por allí va alejándose su yate a velas desple­gadas; con vuestro anteojo de larga vista quizá podréis aún reconocer a Simbad el Marino en medio de la tripulación sobre cubierta.

Y al decir estas palabras extendió Gaetano su brazo en dirección a un barquillo, que se dirigía al extremo meridional de Córcega. Franz sacó su anteojo, lo graduó a su vista y se puso a mirar al sitio indicado. No se engañaba Gaetano. A la popa del barco aparecía el miste­rioso extranjero, de pie, vuelto hacia Franz, y con un anteojo en la mano como él. Iba vestido con el mismo traje con que se presentara a su huésped, y para despedirse agitaba un pañuelo. Franz devolvióle el saludo de la misma forma. Un momento después se divisó en la popa del barco una nubecilla de humo, elevándose al cielo graciosa y lentamente. Una detonación llegó a oídos de Franz.

‑¿Oís? ‑le dijo Gaetano‑. Eso significa que se despide de vos.

El joven tomó su carabina y la descargó disparando al aire, pero sin esperanza de que la detonación pudiese atravesar la distancia que separaba el yate de la costa.

‑¿Qué ordena vuestra excelencia? ‑le preguntó Gaetano.

‑Que me deis una luz.

‑¡Ah!, ya entiendo ‑dijo el patrón‑; para buscar la entrada de la mansión encantada. Buen provecho os haga, excelencia, puesto que tenéis gusto de ello, voy a daros la antorcha que me pedís, pero sabed que yo también tuve esa idea, que he tenido ese capricho tres o cuatro veces, y que siempre acabé por renunciar a él. Giovanni ‑añadió‑, enciende una tea y tráela a su excelencia.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasWhere stories live. Discover now