Capítulo 50: Vacío

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Le despidió el suspiro de alivio del taxista. Había tardado más de lo esperado en acallar los sollozos que le recorrían el cuerpo y le quebraban el alma cada vez que recordaba el sabor de los labios de Álex, la forma en que su cuerpo se dejaba llevar bajo sus manos, la suave y tersa textura de su piel. Lo había tenido todo a su lado y lo había perdido de golpe; aunque claro está, la peor parte se la llevaron sus ilusiones, que se habían quedado enredadas y destrozadas entre las sábanas de una habitación en la que la música lenta y deprimente de Nirvana aún sonaba cuando el doblador decidió volver a relegarle al lugar del que, durante unos preciosos minutos, creía que podía escapar.

Bajó del vehículo y se limpió con la manga el rastro reciente de las lágrimas que aún empapaban sus mejillas, que habían dejado en ellas surcos húmedos. No quería pensar en nada, ni en el actor de doblaje ni en la cantidad ingente de dinero que había recibido el taxista con una ceja levantada. Seguro que no le parecía suficiente tras haber soportado sus lloriqueos durante todo el trayecto.

A Eric le bastaba con ver las luces traseras que, resplandecientes como ojos de gato, se alejaban por la calle oscura. El suelo parecía temblar bajo sus pies a medida que se acercaba a la valla que rodeaba la casa y le separaba de la puerta que tanto deseaba cruzar. Sabía que no había ningún terremoto, que el sismo sólo existía dentro de su cabeza, ahora embotada después de tanto llorar. El mundo que se tambaleaba desde que Álex le había echado de su casa no era físico, pero no por ello lo sentía menos real. Tenía todavía el dolor a flor de piel, y se sentía al borde del llanto a cada paso que daba.

Abrió la valla y se internó en el jardín hasta llegar a la puerta principal. Allí se quedó quieto un par de minutos, plantándose qué estaba haciendo con su vida. Eran las tantas de la madrugada, hacía un frío que le estaba congelando hasta los huesos y había empezado a llorar de nuevo, en silencio, pero era incapaz de presionar el timbre blanco, situado al lado de la puerta. En el taxi no se había parado a pensar en que su repentina visita podía llegar a molestarle a él o a su familia. Todo lo que tenía en la cabeza era lo mal que se sentía por culpa de Álex, y las ganas que tenía de estar con alguien con quien pudiera hablar, alguien que le entendiera y que jamás le dejara de lado. Alguien que siempre había estado a su lado y que quizás nunca había valorado lo suficiente.

Al final, el sentido común se impuso. Estaba demasiado lejos de casa para ir andando, si pasaba algún vecino y le veía acabaría llamando a los Mossos (1) porque parecía un maldito acosador esperando entre las sombras, no conocía el transporte público nocturno de la zona y tampoco le quedaba dinero para llamar a otro taxi. Además, no tenía ganas de mirar la pantalla del teléfono para efectuar la llamada y emocionarse pensando en un posible mensaje de Álex, un mensaje en el que le pidiera perdón, le dijera que todo había sido un error, y le reclamara a su lado, pues ese era el lugar al que pertenecía. Sabía que no encontraría el consuelo de unas palabras que él mismo ponía en la boca del castaño, palabras que el Álex real jamás pronunciaría ni escribiría.

Con el dedo índice trémulo, llamó una vez al timbre. El sonido retumbó por una casa aparentemente vacía, lo cual le desesperó. Lo que le faltaba, pegarse todo el viaje hasta allí para que no estuviera. Trató de calmarse, inspiró hondo, restañó una lágrima con el dorso de la mano y pensó en que debía estar durmiendo, que la casa era enorme y que, o bien no había oído el sonido, o tardaría en bajar. Se lo dijo durante casi dos minutos, antes de empezar a repetir la acción. Las primeras veces que llamó lo hizo como una persona civilizada, dejando varios segundos de espacio, y sin permitir que el sonido se prolongara durante demasiado tiempo. Cuando la impaciencia empezó a invadirle, y la tristeza se hizo aún más profunda, apenas separaba el dedo del plástico blanquecino, y lo apretaba hasta cansarse. Durante un segundo, pensó en que si tuviera la fuerza suficiente, tiraría la puerta abajo como la policía en una redada. Cualquier cosa menos quedarse allí solo, tiritando y deseando morirse, añorando lo que nunca había sido suyo.

Su Voz (Homoerótica) [En proceso + editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora