3. Rebelde con causa

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Se me pegaron las sábanas por culpa de los bizcochos de Jeremy

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Se me pegaron las sábanas por culpa de los bizcochos de Jeremy. Nos los acabamos el domingo por la noche mientras hacíamos de niñeras del demonio de su hermana, también conocida como Ellie. Nunca jamás había conocido a una niña tan lista y tan endiabladamente revoltosa como ella con tan solo ocho años.

Además, por si el sueño que tenía no fuera poco, mientras desayunaba, había encontrado una carta del banco que parecía estar escondida entre las revistas. Era un aviso de impago de la tienda. Estaba bastante enfadada porque odiaba cuando mis padres me ocultaban las cosas.

—¿Qué pasa? —pregunté a Riley mientras colgaba mi mochila en la silla. Todos estaban arremolinados junto a una de las mesas del fondo y no entendía qué decían.

—Hay no sé qué de una votación —respondió, girándose para mirarlos. Ella estaba haciendo garabatos en su libreta, pasando de todo el mundo.

Me acerqué a donde estaban mis amigos y vi que Kai tenía las manos en la cara por los nervios. Jeremy estaba a su lado. Eché un vistazo rápido y vi que tenían dos cajas de plástico en la mesa. Supe enseguida qué era lo que tramaban. Todos los años, a principio de curso, se elegía la persona que haría la primera gamberrada del curso y a qué profesor se la harían. Por suerte nunca me había tocado, y esperaba que aquella racha continuara.

—El profesor de... —Todos mirábamos a Mitchell expectantes, queriendo que sacara el nombre de una vez. Le gustaba hacerse el interesante—. ¡Gimnasia!

Aquel año no me había apuntado a ningún deporte, pero sabía que ese hombre tenía una fama horrible. Era un cascarrabias muy serio y exigente. Jeremy me había contado que en su primer entrenamiento del curso como jugador de hockey habían tenido que limpiar el vestuario hasta dejarlo tan limpio que se pudiera comer en él sin riesgo de contraer una enfermedad.

Mitchell removió la mano en los papeles con los nombres de la clase y finalmente sacó uno.

—Kai Yumeo —dijo en voz alta, y todos nos giramos para mirarle. El aludido profirió un grito de desesperación y empezó a negar con la cabeza. Vi cómo le corría una gota de sudor por la frente y la pierna le temblaba.

—No, no, no...

—Te ha tocado, tío —habló Mitchell, de nuevo en tono condescendiente, y mi amigo empezó a abanicarse.

Me abrí paso entre los demás para acercarme a él y le lancé una mirada de «¿Estás bien?». Él negó con la cabeza más rápido y pude ver en sus ojos el terror. Kai era una persona muy nerviosa y no era la primera vez que le daba un ataque de pánico. Intenté calmarle dándole un poco de espacio, por lo que aparté a algunos de mis compañeros.

Respiré profundo y me armé de valor para lo que estaba a punto de hacer:

—Yo lo haré.

—Las reglas dicen que no se puede cambiar —espetó Nate Kennedy, apoyando a su amigo. Aquel chico tenía el extraño poder de hacer que todos le hicieran caso, y solo le bastaba con una sonrisa para conseguirlo. Podía ser buena persona, no lo niego, pero sabía cómo jugar con el resto y eso no me gustaba.

El buzón de los secretos © |COMPLETA|Where stories live. Discover now