El Secreto De Peeta

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Peeta Mellark siempre supo que moriría joven.

Oh, pero no de niño. El pequeño Peeta nunca había tenido motivos para pensar en su propia mortalidad. Sus primeros años habían sido la envidia de cualquiera, una existencia perfecta desde el mismo día de su nacimiento.

Cierto que Peeta era el heredero de un antiguo y rico vizcondado, pero lord y lady Mellark, a diferencia de la mayoría de parejas aristocráticas, estaban muy enamorados, y el nacimiento de su hijo no fue recibido como la llegada de un heredero sino como la de un hijo.

Por lo tanto no hubo más celebraciones que la de una madre y un padre contemplando maravillados a su retoño.

Los Mellark eran padres jóvenes pero sensatos -Edmund apenas tenía veinte años y Violet sólo dieciocho - y también eran padres fuertes que querían a su hijo con un fervor e intensidad poco común en su círculo social. Para gran horror de la madre de Violet, ésta insistió en cuidar ella misma del muchacho. Edmund por su parte nunca había aceptado la actitud imperante entre la aristocracia según la cual los padres no debían ver ni oír a sus hijos. Se llevaba al niño a sus largas caminatas por los campos de Kent, le hablaba de poesía y cada noche le contaba un cuento antes de dormir.

Con una pareja tan joven y tan enamorada, para nadie fue una sorpresa que dos años después del nacimiento de Peeta se sumara a éste un hermano, a quien llamaron Marvel. Edmund hizo los ajustes necesarios en su rutina diaria para poder llevar a sus dos hijos con él en sus excursiones; se paso una semana metido en los establos trabajando con su curtidor para idear una mochila especial que sostuviera a Peeta a su espalda y que al mismo tiempo le permitiera llevar en los brazos Marvel.

Caminaban a través de campos y riachuelos y él les hablaba de cosas maravillosas, de flores perfectas, de caballeros con relucientes armaduras y damiselas afligidas. Violet se echaba a reír cuando los tres regresaban con el pelo despeinado por el viento, bañados por el sol, y Edmund decía:

- ¿Veis? Aquí está nuestra damisela afligida. Está claro que tenemos que salvarla.

Y Peeta se arrojaba a los brazos de su madre y le decía entre risas que la protegería del dragón que había visto arrojando fuego por la boca «justo a dos millas de aquí».

- ¿A dos millas de aquí, en el camino del pueblo? - preguntaba Violet bajando la voz, esforzándose porque sus palabras sonaran cargadas de horror-. Dios bendito, ¿qué haría yo sin tres hombres fuertes para protegerme?

- Marvel es un bebé -contestaba Peeta.

- Pero crecerá -le aclaraba siempre ella mientras le alborotaba el cabello- igual que has hecho tú. E igual que continuarás haciendo.

Aunque Edmund siempre trataba a los niños con idéntico afecto y devoción, cuando a última hora de la noche Peeta sostenía contra su pecho el reloj de bolsillo de los Mellark (que le había regalado por su octavo cumpleaños su padre, quien a su vez lo había recibido de su padre), al muchacho le gustaba pensar que su relación era un poco especial. No porque Edmund le quisiera más a él. A aquellas alturas los niños Mellark ya eran cuatro (Gale y Daphne habían llegado muy seguidos), y Peeta sabía bien que todos eran muy queridos.

No, a Peeta le gustaba pensar que su relación con su padre era especial porque le conocía desde hacía más tiempo. Así de sencillo.

Edmund Mellark, en pocas palabras, ocupaba el mismísimo centro del mundo de Peeta. Era alto, de hombros anchos y cabalgaba a caballo como si hubiera nacido sobre la silla. Siempre sabía las respuestas a las preguntas de aritmética, no ponía pegas a que sus hijos tuvieran una cabaña en los árboles (por eso fue él mismo quien la construyó), y tenía esa clase de risa que calienta un cuerpo desde dentro hacia afuera.

El Vizconde LibertinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora