Capítulo XIII Amar es una Agonía Parte II

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En los días siguientes, Raffaele continuó provocando a Miguel, y éste parecía bastante dispuesto a arrojarle cualquier cosa que pudiera hacerle suficiente daño. La situación llegó a ser tan alarmante que mis problemas se fueron quedando al margen y me pasaba el día ayudando a Maurice a separar a sus primos. Él siempre se encargaba de Miguel, porque era al único a quien éste escuchaba. Yo intentaba contener a Raffaele con ayuda de Asmun. Era una tarea agotadora.

El primer momento de paz que gocé, lo invertí en tratar de sacarle al jardinero información sobre la mujer de negro. El viejo Pierre se asustó un poco cuando le conté de la visión de Maurice. Dijo que esperaba que no fuera la Parca. Pero como esa noche se fue a dormir temprano, obviamente borracho, no pudo ver si el carruaje había aparecido como en otras ocasiones.

—También pudo ser la joven Duquesa —reflexionó, mientras llenaba mi vaso con un vino decente que yo había aportado a nuestra reunión—, porque a la vieja duquesa nadie la ha visto, sólo se la escucha gritar.

—En esta casa, sobran los fantasmas…

—Mejor que fuera un fantasma a que fuera la Parca, ¿no cree?

—Por supuesto. Me siento ridículo hablando de estas cosas. Pero después de escuchar los rasguños en la noche y de haber visto la puerta de la habitación de Maurice abierta, no puedo dudar de que él realmente viera algo.

—Seguramente fue la joven duquesa buscando al señorito Raffaele —soltó como si nada Pierre. Yo lo miré espantado, sintiendo que mi espalda se helaba de repente.

—¿Qué ha dicho?

—Bueno, ella es su madre y la noche en que se mató lo hizo saltando de la ventana de la habitación del señorito. Él era un niño apenas. Recuerdo esa noche claramente… Fue una pesadilla.

Le pedí que contara lo que sabía y escuché con estupor que la esposa del Duque Philippe había discutido con él a gritos esa noche. Al parecer, el padre de Raffaele tenía una amante. Y su mujer, al descubrirlo, se sintió terriblemente herida. Era una mujer napolitana nada acostumbrada a los desaires. Parecía que se repetía la historia del viejo duque y su esposa.

Lamentablemente, la hermosa Isabella Martelli tomó la peor opción: arrojarse por la ventana del segundo piso, maldiciendo a su esposo. Éste nunca se recuperó de aquello y adoptó la vida de un ermitaño, pasando la mayor parte del tiempo en alta mar.

Pero lo que me resultó más perturbador, fue descubrir que la mujer se había lanzado a los brazos de la muerte desde la habitación de su pequeño hijo. ¿Y si Raffaele se encontraba presente? ¿Acaso vio morir a su madre? Para esa época, aún no cumplía los cuatro años. Imaginar a un niño tan pequeño presenciando un evento tan espantoso me provocó un nudo en la garganta. No, no era posible que Raffaele cargara con semejante recuerdo. Él parecía tan fuerte, aunque… Si yo hubiera visto morir así a mi madre, ¿qué clase de persona sería? Quizá tendría ese brillo de furia y locura que había visto aparecer algunas veces en sus ojos.

Estaba abrumado. Mis sentimientos por Raffaele oscilaban del afecto al odio por su manera de tratar a Maurice. Estaba celoso de él y no quería que estuviera cerca de quien yo tanto amaba y deseaba porque él ya le había poseído. Pero, a la vez, no soportaba ver a Miguel insultarlo porque sabía que le debía doler cada palabra, como si fuera un puñal envenenado retorciéndole las entrañas.

Ahora, al saber las circunstancias de la muerte de su madre, desistí de odiarlo. Imaginé que Maurice también conocía la triste historia y, por eso, era tan condescendiente con él, dejando que siguiera acosándolo cada vez que al muy imbécil se le antojaba. ¡Ah, Raffaele!, cuántos sobresaltos me causaste en esa época, abalanzándote sobre Maurice para robarle besos. Y cuántos sobresaltos me seguiste causando poco después, ¡demonio ladino que llegó a hacerse una parte de mí!

Engendrando el Amanecer IWhere stories live. Discover now