El arte en una mirada; Camren

By softidsavre

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Era profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos. La histo... More

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Epílogo
¡Nueva historia!

II

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By softidsavre

Llego al instituto temblando como un flan. Ha pasado mucho tiempo desde que vi por última vez a Lauren, y ahora tengo al otro lado de la puerta la oportunidad de tan esperado reencuentro. Realmente me apetece saber cómo le va, y comprobar si ha cambiado en algo, fijarme en pequeños detalles como si lleva el pelo más corto, o de otro color, o alguna ropa nueva que yo no haya visto en todos los años que la he tenido como profesora. Siento toda una mezcla de nervios, miedo, emoción, y no sé cómo canalizarlo así que simplemente lo dejo libre dentro de mí, masticándolo despacio. Todo lo despacio que puedo subir las escaleras hasta llegar a su despacho.

Toco la puerta dos veces y enseguida mi cerebro dispara las alarmas y me da la orden de salir corriendo. Está claro que ella siempre ha significado mucho más para mí que yo para ella, pero ¿y si nunca signifiqué nada en absoluto? ¿Y si se ha olvidado de mí? Y lo que es peor, ¿y si es mejor así?

Justo cuando me he autoconvencido de que es la peor idea que he tenido y mis pies despiertan para echar a correr, la puerta se abre, obligándome a quedarme clavada en el suelo, y el rostro tan familiar que veo al otro lado me hace entender que ni aunque quisiera podría moverme.

– ¡Camila! –exclama con una expresión de profunda sorpresa, positiva para mi suerte.

Oír su voz de nuevo me tranquiliza al instante. Nunca podría olvidar su tono, su timbre, su profundidad, pero estaba empezando a costarme recordarla tan bien como deseaba. Su sonrisa me deslumbra como siempre, y le devuelvo el gesto.

– ¿Qué tal? ¿Qué haces aquí?

– Me he pasado a saludarte –contesto, y aprecio un destello de asombro en sus ojos.

– No me digas que has venido sólo para saludarme –me reta con una mirada que nunca he sabido enfrentar.

Lo cierto es que no sé cómo tomarme esa frase. Me imagino mil mensajes que podría llevar implícitos y todos me dejan a un nivel equiparable al centro de la tierra.

– No, claro –miento sintiéndome algo estúpida–, bueno, en realidad me pillaba de paso...

–Y cuéntame, ¿qué tal te va? Hace mucho que no te veo.

Realmente parece interesarse por mí así que dejo a un lado la negatividad.

– Casi dos años –corroboro pensativa, y sonrío–. Me va bien.

Ella se da la vuelta, echa un vistazo al despacho con indecisión y después vuelve a mirarme. Casi se me había olvidado su manera de mirar, como si buscara taladrar las pupilas ajenas con las suyas.

– ¿Sabes? Deberíamos tomar un café luego, ya sabes, para ponernos un poco al día. ¿Te apetece?

La oferta se me antoja irresistible.

– Claro –acepto sin pensarlo.

Lauren consulta su reloj.

– Ahora tengo clase, pero podemos quedar dentro de una hora en la puerta de abajo.

– Perfecto.

– Genial, pues luego te veo.

Y con una sonrisa se va atropelladamente por el pasillo con el maletín en la mano, dejando a un manojo de emociones delante de su puerta.

Lo cierto es que apenas ha cambiado, es tal y como la recordaba, solo que con el pelo un poco más largo y de un oscuro tono cafe.

Y es que cómo olvidar a semejante mujer.

Sigo la cadencia de sus tacones contra el suelo y el movimiento de sus caderas al andar. Ni siquiera su forma de caminar es distinta.

Bajo la escalera muy emocionada ante la idea de poder hablar tranquilamente con ella, y a la vez se me agarran los nervios al estómago. Nunca he estado con ella fuera del ámbito de los estudios.

Decido ir a comprarle algo de chocolate para hacer tiempo hasta que llegue la hora, sin poder apartar de mi cabeza su imagen. Definitivamente la he echado de menos.

*

Quince minutos antes de que el reloj marque la hora a la que he quedado con Lauren ya me encuentro a las puertas del instituto. Estoy impaciente por encontrarme con ella, pero en parte deseo que no salga antes de tiempo, para evitar que me sorprenda aquí con tanta antelación y se haga muy evidente mi ansia por verla de nuevo. Pero, al contrario, llega diez minutos pasada la hora y lo que se encuentra es un bulto tembloroso de frío con una bolsa en la mano. Me sonríe antes de llegar a mi altura y pienso que lo más probable es que se esté riendo de mí, lo cual me parece perfectamente comprensible.

– Me han entretenido un poco los pavos de primero –dice exagerando una mueca de fastidio–. Y ya sabes lo pesados que me resultan los críos.

Lo sé. Lo sé muy bien porque en algún momento fui cría, y escuchaba hablar de ella, y temblaba de miedo cuando me la cruzaba por los pasillos a pesar de que fuéramos completas desconocidas. Sin embargo, después de conocerla (y de conocerla bien) supe que no era tan dura como aparentaba ni tan bruja como la pintaban. De hecho, aquellos pocos alumnos que se dieron la oportunidad de conocerla acabaron tratándola como una colega más. Y yo, aunque me costó tiempo y esfuerzo, terminé descubriendo que debajo de esa coraza forjada para hacerse respetar había un océano de sensibilidad. Y eso es lo que más me gustó de ella.

– ¿Vamos? –pregunta señalando la calle al otro lado de la puerta con un movimiento de cabeza.

Entramos en la primera cafetería que vemos abierta, porque hace frío para deambular por la calle buscando otra, y cuando nos sentamos aprovecho para dejar sobre la mesa la bolsa que he comprado.

– Esto es para ti.

Ella coge la bolsa, con la boca entreabierta de asombro, y mira en su interior.

– ¡Es chocolate! –exclama como una niña pequeña con zapatos nuevos–. Veo que te acuerdas de lo mucho que me gusta.

– Bueno, teniendo en cuenta que en las ocasiones especiales siempre llevabas a clase pasteles de chocolate hechos por ti, y terminabas comiéndote la mayoría...

Lauren me da un golpe en el brazo entre risas.

– Cállate, están buenísimos.

– Eso sin contar cuando, mientras hacíamos un examen, te comiste un bote entero de galletas de chocolate sin darte cuenta.

– Qué vergüenza. Debísteis haberme parado.

Nuestras risas se entremezclan con el murmullo que hace de música ambiental en este lugar. Un camarero se acerca a nuestra mesa, memoriza nuestros pedidos y se marcha.

– Gracias –me dice finalmente alzando la bolsa–. Mañana te diré que te odio por haberme hecho engordar, pero hoy te digo gracias.

– Pues espero que lo tires al llegar a casa, porque no quiero que me odies –contesto siguiéndole la corriente.

– No podría hacerlo, Camila –dice con una tierna sonrisa.

– Siempre puedes dárselo a tu marido –resuelvo.

– No, idiota. Odiarte.

Sonrío haciendo honor a lo que soy; una idiota. Nuestros cafés llegan y su aroma invade mis fosas nasales. Me gusta tanto el olor del café que tengo que esforzarme para no cerrar los ojos, como suelo hacer cuando estoy sola.

– Y hablando de tu marido, ¿cómo está? –pregunto, y siento una leve punzada en el pecho que ya estoy acostumbrada a ignorar.

Ella desvía la vista distraídamente hacia el café y comienza a removerlo con la cucharilla, a pesar de que los dos azucarillos descansan intactos sobre el plato. Veo algo en su mirada que no sé interpretar y, aunque dura décimas de segundo, me arrepiento de haber preguntado.

– Bien –responde recuperando su naturalidad–, mi... él está bien.

Asiente con la cabeza, quizá para darle más seguridad a sus palabras, quizá para darse a sí misma la seguridad que le falta. El hecho de que esté sonriendo no me impide ver ese brillo extraño en su sonrisa, eso que le quita luz, y de pronto me doy cuenta de que tiene las ojeras más grandes que le he visto nunca.

En silencio envuelvo la taza de café con mis manos y las dejo calentarse un par de segundos.

– ¿Y tus padres, están bien? ¿Siguen volando cuchillos en tu casa o ya sólo fingís no conoceros? –bromea jocosa.

– Están bien –contesto–, bien pesados, como siempre.

Lauren suelta una carcajada que es música para mis oídos y sacude la cabeza con ese gesto que sabe que me molesta tanto.

– Qué edad más mala –comenta en un suspiro sacando la cucharilla del café y dejándola a un lado.

Y yo pico el anzuelo.

– Tengo diecinueve años. Ya no estoy en la edad del pavo. Y además... ¿De qué te ríes?

– De que te hagas la ofendida. La que no está en la edad del pavo soy yo. Aunque tampoco es que sea mucho mayor que tú –dice echándose el pelo hacia atrás en un forzado gesto presuntuoso.

– Te recuerdo que sé tu edad, y me llevas veinte años –digo, y tengo que ignorar otra ligera punzada de dolor.

Ella se hace la indignada pero no aguanta mucho antes de reírse.

– Eso puede quedar entre nosotras.

Nos llevamos la taza a los labios casi al mismo tiempo y puedo ver de soslayo cómo se detiene a mitad de camino, dejándola suspendida en el aire y aspirando el aroma del café con los ojos cerrados.

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