Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
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EPÍLOGO III

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By ValeriaDuval

Matteo y Ettore, en compañía de Mika, llegaron al hospital Fiori apenas salió el sol. Habían tomado el primer vuelo a Italia inmediatamente al ser informados del accidente.

Nicolas se dió cuenta de que los dos primos estaban pálidos y que, sin importar las diferencias que habían tenido Angelo y Ettore, éste no dejaba de ver al primero con la misma preocupación que a Lorenzo.

Podían verlos a través de los cristales de terapia intensiva, donde se encontraban los muchachos. Finalmente los médicos habían logrado detener la hemorragia de la herida en la pierna del pelirrojo.

—¿Cómo está Raimondo? —preguntó Matt, buscando con la mirada a la novia de éste. No la encontró.

Con Angelo y Lorenzo se encontraban Anneliese, Gabriella y Uriele. No estaban Raffaele ni Hanna.

—Ya salió de cirugía —le respondió Irene, acercándose—. Está en la habitación 403.

—¿Y su brazo? —se interesó Ett; su madre lo había puesto al tanto por teléfono mientras ellos se trasladaban desde Alemania.

Irene esperó un par de segundos antes de susurrar la respuesta:

—Lo perdió. —Miró hacia el piso y apretó los labios ligeramente, negándose aún a decirlo de manera abierta.

—Voy a verlo. —Ett no invitó a Matt a acompañarlo: acababan de llegar y sabía que él querría estar un rato más con Angelo.

Mientras caminaba hacia el ascensor, Ettore pensó en los torneos de videojuegos que tenía con Raimondo... para lo cual se necesitaban dos manos. Lo recordó cuando niño, compitiendo con Angelo y Lorenzo por quién armaba más rápido el cubo de Rubik; pensó en lo raros que le parecían esos tres armando robots a los catorce... y en ese momento, esos mismos tres muchachos estaban tirados en camillas, con los ojos cerrados... ojos que, alguno de ellos, podría no volver a abrirlos.

Cuando llegó a la habitación de Raimondo ya no pensaba en nada más. A él lo acompañaban Lorena, Jessica y Floro Rosso, su niñera. Él seguía dormido, ajeno a que ya no tenía todo el antebrazo izquierdo, y al verlo, Ett deseó huir, deseó alejarse y, entonces, en su cabeza no sería cierto que Raimondo no tenía ya una mano.

** ** **

Raimondo Fiori abrió los ojos cuando se metía ya el sol. Habían pasado casi veinticuatro horas desde su accidente. Le llevó un momento reaccionar y darse cuenta de que estaba en el hospital.

Su novia se acercó con rapidez a él, lo mismo que Jessica y Flora. Las tres lucían llorosas.

Fue cuando él recordó el accidente. Se miró el brazo izquierdo y sus ojos dorados se abrieron con horror, después... vio con claridad en su mente a Lorenzo entre nieve color carmín y a Angelo pendiendo de un acantilado.

—Mi amor —lo llamó Lorena, comenzando a llorar de nuevo.

—Ve por el médico —pidió Jess a su hermano, quien no se había acercado a Raimondo, sin embargo, desde que había llegado junto a él no lo había dejado.

—¿Cómo están Gelo y Zenzo? —fue lo que salió de boca de Raimondo, en un jadeo. Había comenzado a sudar de manera anormal—. ¿Están vivos? —las náuseas comenzaron a hacerlo toser y la piel de su rostro a ponerse roja.

Lorena se rió entre lágrimas.

—Despiertas sin un brazo ¡y lo primero que preguntas es por Angelo y Lorenzo!

—Están bien —le mintió Jess para tranquilizarlo.

Mientras Ett salía en busca del médico, la enfermera que no se despegaba del dueño del hospital ingresó a la habitación y, al verlo hablar, salió rápidamente, llamando al personal a gritos.

Ettore consideró que ya no era necesario buscar a nadie, así que tomó su teléfono y, mientras andaba al ascensor, llamó a Matt:

—Ya despertó Raimondo —le dijo, bajito.

**

Annie no quería despegarse de Angelo, pero quería ver a Raimondo: sabían, por Gianluca, lo que éste había hecho por su amigo. A nadie le quedaba una sola duda de que Raimondo, en algún momento, con aquel dolor por todo su esfuerzo, supo que su brazo se estaba desgarrando y desprendiendo; sabían todos que definitivamente lo había intuido: perdería el brazo.

—Llámame cualquier cosa, por favor —le pidió Uriele a Matteo, sin dudar un segundo en acompañar a Raimondo, y aunque algunos pudieran creer que él estaba agradecido por lo que había hecho por el hijo de su hermano gemelo (y el de Hanna), la realidad es que estaba tan angustiado por el muchacho como por sus propios sobrinos: Raimondo Fiori había crecido con sus hijos, con su familia, en su casa...

—También quiero verlo —se negó el muchacho.

Gabriella ni siquiera respondió: ella no iba a moverse del lado de su hijo; aunque los médicos hubiesen logrado controlar la hemorragia, nada garantizaba que no hubiese una nueva y, la realidad, era que la coagulación de Lorenzo era tan mala, y tan variable pese a los medicamentos, como su cicatrización...

Annie se limpió las lágrimas y fue la primera en entrar al ascensor. Realmente quería ver a Raimondo. Y cuando ingresó a su habitación, en la que estaban únicamente su novia y su niñera, además del personal médico, quienes atendían la presión del muchacho.

—Annie —la llamó Raimondo al notarla.

Ella, con los ojos enrojecidos e hinchados, clavó su mirada en el cuello de Raimondo, en el que podían verse con claridad sus latidos acelerados.

—¿Cómo está Angelo? —continuó él.

La muchacha sacudió la cabeza.

—Aún no despierta —le confesó.

Pese a la situación, Raimondo comprendió que Jessica le había mentido y también el porqué: no quería angustiarlo... pero eso era innecesario, pues él mismo había visto el charco de sangre alrededor de la cabeza de su amigo durante el tiempo en que estuvo cuidado de su cuerpo, evitando que cayera por el acantilado.

—Perdiste tu brazo —finalmente Annie dijo algo, entre lágrimas—. Lo siento mucho.

Raimondo sacudió la cabeza y le tendió la mano derecha. Uno de los médicos se apartó un poco para darle acceso a la muchacha. Sin pensarlo, Annie se apresuró donde él y, aunque deseaba abrazarlo, lo más que llegó a hacer fue poner la frente contra su pecho.

—Lo siento mucho, Raimondo —repitió.

—Angelo está vivo y es lo que importa —sentenció él.

—¡Lo siento! —era un brazo. Los brazos no crecían de nuevo.

—¡Y daría el otro para que Angelo despertara, Annie! —jadeó Raimondo; le costaba trabajo hablar. La cogió ligeramente de los cabellos rubios, a la altura de la nuca, obligándola a mirarlo—. Daría el otro para que despertara —le juró.

Annie no pudo ni dar las gracias, le besó la frente, una mejilla repetidamente y finalmente lo abrazó, llorando.

Nicolas lo observó todo desde la puerta y, sintiéndose casi imprudente, comentó:

—Ya despertó Lorenzo —aunque en el fondo sabía que había sido lo correcto: todos necesitaban buenas noticias.

**

Lorenzo Petrelli, débil, mareado, confundido, continuaba en terapia intensiva por la noche, junto a Angelo... quien, al ocultarse nuevamente el sol, continuaba con los ojos cerrados.

Cuando Annie se dio cuenta de que estaba cayendo nuevamente la noche, se alejó un poco de sus familiares y llamó a su hogar: había dejado a sus hijos con el ama de llaves, con la cocinera, las dos sirvientas y quien fuera el guardaespaldas de Giovanni. Al volver esperaba tomar asiento... llena de desesperación y miedo, aterrada de que, de repente, el corazón de Angelo dejara de latir como había hecho una vez el de Abraham y... entonces no se pudiera hacer nada ya, pero... lo que se encontró, fue a Raffaele y Hanna dirigiéndose, en compañía de Uriele, hacia terapia intensiva.

—¿Qué haces aquí? —la voz de Anneliese, suplicante, harta, le paró los pies en seco a su padre; ya tenía suficiente para lidiar también con él.

Raffaele Petrelli la miró pasmado, pálido; lucía aterrado.

—¿Qué hace él aquí? —después cuestionó a Hanna. No tenía nada contra su madre... pero ella no podía con más.

—Angelo —susurró el hombre, suplicante.

—Annie —comenzó a decir Uriele.

—¡No! —lo silenció la rubia; su tono era bajo y tajante, cansado—. Ya nos has hecho suficiente. —Los dientes de Annie estaban apretados—. ¡Lárgate! —le ordenó.

Raffaele sacudió la cabeza, suplicante. Hanna torcía el mismo gesto; a ella la habían informado inmediatamente, y aunque logró no decirle nada durante casi todo un día... quería ver a su niño... Quería volver a ver a Angelo.

—¡Lárgate! —Anneliese comenzó a alzar la voz. Los pocos familiares de pacientes, que se encontraban a su alrededor, voltearon hacia ellos—. ¡Llévatelo! —continuó con Hanna.

Uriele torció un gesto al leer tanto a Raffaele como a Hanna: ellos se irían. Darían cualquier cosa por ver a Angelo, por verlo con vida... pero era igual de fuerte la mezcolanza que sentían por lo que le habían hecho a Annie. Ninguno, jamás, iría contra los deseos de ella, ni la molestarían de modo alguno. La desesperación fue evidente en los rostros de ambos...

—Annie —intentó llamarla Nicolas.

Los ojos azules de la muchacha, furiosa, no se apartaron de su padre.

—Ve, ve tú con Angelo —susurró Raffaele a Hanna, con dolor, si no podía verlo él... al menos que ella le dijera cómo estaba su niño.

—¿Puedo verlo? —suplicó Hanna a su hija.

Y lo que ocurría ahí estaba implícito: Angelo era suyo y todos lo sabían... ya se habían dado cuenta, ya lo habían asimilado y aceptado: siempre lo había sido. Si el muchacho no estaba consciente para aceptar o negar, era decisión completa de Annie, quien no movió ni un dedo hasta que Raffaele regresó por donde había llegado y, entonces... simplemente no volteó a ver a la mujer, regresó al área de terapia intensiva, o lo intentó, Nicolas la detuvo. Hanna no perdió el tiempo y fue donde su hijo. No se dio cuenta de que el francés detenía a la muchacha.

—¿Qué haces, Annie? —le preguntó, sujetándola suavemente por un hombro, llevándola hasta un muro ornamental, el cual, a los lados, tenía dos mesillas de madera altas y diminutas, en las que no había nada; fue ahí donde el muchacho ocultó ligeramente a su amiga, intentado tener un poco de privacidad.

—Él mató a nuestro hijo —atajó ella, tratando de que la soltara.

—¡Él no hizo eso! —le hablaba bajo, con voz suave, pero directo.

—¡Sí lo hizo! —Annie intentó retirar las manos masculinas de sus hombros—. Y si tú vuelves a...

—Una vez dijiste que me debes algo —la interrumpió él.

Annie le debía muchas cosas a su amigo, pero no iba a permitir que se cobrara con eso. No cuando la vida de Angelo pendía de un hilo y no pasaría por eso junto al asesino del hijo de ambos.

—No —gruñó—. No lo hagas, Nicolas, ¡déjame ya! ¡Angelo podría morir!

—¡Exacto! —Nicolas soltó los hombros de su amiga para sujetarla por las mejillas y obligarla a mirarlo a los ojos.

Todos habían estado alentando a Annie y, ante tal confesión, torció un gesto de dolor. Todos lo sabían... Todos sabían que Angelo podría morir, aunque ninguno lo hubiese dicho hasta ese momento.

—Tu papá, Annie, no tenía manera de saber que eres portadora de hemofilia —la voz de Nicolas se escuchó más suave—. Tu madre, aunque estuviera conectada a él por un ancestro en común, ¿cuántas generaciones había entre ellos? ¡¿Seis?! ¡Al parecer tu madre ni idea tenía de que en su familia hubiese hemofílicos, porque en seis generaciones ningún pariente suyo jamás manifestó síntomas! ¡Dime qué persona conoce el historial familiar de parientes de los que se alejaron hace seis generaciones! Y ella tuvo a dos hijos varones antes de ti, ¡sanos los dos! ¿Cómo iba a saber ella que era hemofílica para que te buscaran a ti tal enfermedad!

»¡Ni siquiera ella sabía que era portadora! Si Abraham no hubiese muerto, ¡¿lo sabrías tú?! Su enfermedad la hereda sólo la madre, ¡¿cómo iba a saber tu papá lo que tú misma y tu madre desconocían?!

—¡¿Por qué estás haciéndome esto?! —preguntó, soltándose, débil.

Nicolas dejó caer sus brazos hacia los lados.

—Porque Angelo podría morir, Annie —repitió.

La muchacha arrugó sus párpados mientras una nueva oleada de lágrimas caía incontrolablemente por sus mejillas.

—Tu papá no lo hizo con dolo, Annie... No fue su intención lo de Abraham ¡y no sabes cuánto ha sufrido por ello! Hace un rato Raimondo te lo dijo: daría su otro para que Angelo despertara... ¿sabes qué no daría tu padre para que tu hijo viviera? ¡No has hablado con él, Annie! Creéme que daría su vida sin dudarlo: él conoce el dolor de perder a un hijo... A dos, y a una esposa.

»¿Tienes idea de cómo los encontró? Hechos pedazos, Annie. Uno de sus niños no tenía piernas ni un brazo, luego del choque en auto y... ahora otro de sus hijos, luego de un choque de auto, no despierta, ¿puedes comprender lo que es eso?

Annie no tenía fuerzas para decir nada. Sólo quería que Nicolas se callara.

—Si no permites a tu padre ver a su hijo con vida, Annie... vas a arrepentirte cuando entiendas lo que estás haciendo y no quiero que te ocurra eso. Déjalo ver a su hijo, Annie. Hazlo por Angelo.

—¿Por Angelo? —la muchacha trató de mirar a su amigo a través de la cortina de lágrimas.

—Angelo ya lo ha entendido hace tiempo: tu padre no tuvo la culpa, Annie, pero su lealtad está contigo: jamás haría nada que te cause dolor o angustia y ha vivido los últimos años de su vida sin que su padre forme parte de ella (ni él, ni su madre) para no hacerte daño, Anneliese.

Aquella revelación Annie la sintió irreal, ni siquiera trató de razonarla, sin embargo... salía de la boca de Nicolas y él, jamás, le mentía.

—Si no lo haces por tu padre, ¡deja a Angelo despedirse del suyo!

—¡Deja de decir que va a morir! —casi gritó, empujando de repente al francés.

Nicolas no se movió.

Annie jamás sabría por cuánto tiempo lloró en aquel mismo lugar, detrás de un muro que no medía ni medio metro de largo —Angelo siempre había hecho tanto por ella... y Angelo podría no estar más ahí, para ella—... Cuando finalmente acudió a buscar a... al padre de Angelo, y lo encontró en el estacionamiento del lujoso hospital, temblando ligeramente al lado de su hermano gemelo, quien fumaba. Al notarla, Raffaele torció un gesto de horror, preguntando con la mirada si acaso Angelo...

—Está vivo —escupió. Angelo no moriría, todos ellos estaban equivocados—. Despídete rápido y no vuelvas —le ordenó.

Y si Raffaele escuchó lo último, no pareció importarle. Dio largas zancadas hacia el ascensor y no esperó a ninguno de ellos.

—Gracias —susurró Uriele.

El encuentro, que Annie creía sucedería a través de los cristales de terapia intensiva, fue distinto. A Angelo estaban llevándoselo a una habitación y los ojos azules de Annie, por un momento, se desviaron del cuerpo de su hermano hacia... Raimondo. Él estaba sentado sobre una silla de ruedas; no se cubría el muñón vendado y veía atentamente a Angelo.

Annie se acercó al muchacho y le puso una mano sobre el hombro derecho... del brazo que seguía completo. Raimondo no había podido dejar su habitación hasta ése momento... cuando estaban llevándose a su amigo. Raimondo sujetó los dedos de Annie con los suyos, haciéndole saber que todo estaba bien. Angelo estaba bien.

—¿Por qué están llevándoselo? —preguntó al muchacho lo mismo que ya había cuestionado a los médicos.

—Estará más cómodo en una habitación donde podamos sentarnos todos juntos —respondió a cambio él. La verdad era que no era necesario seguir en terapia intensiva... Angelo no mostraba cambio alguno.

**

Adaptarse a una nueva realidad había sido difícil.

La vida de Annie se trasladó al hospital. Hanna, Jessica e Irene estaban turnándose, en compañía de un par de niñeras, para cuidar de Caleb, Logan y Sarah. Gabriella y Lorena tampoco habían salido del hospital, y había sido idea de la última que el mismo dueño del hospital compartiera habitación con el cuñado de éste, pues de ese modo podría vigilar a su hermano mellizo de manera más eficiente.

—Siendo el dueño, pensé que podría tener mi propia habitación —había bromeado el muchacho.

—Pues ya ves que no —Lorena lucía demacrada y las ojeras rojizas bajo sus ojos verdes parecían ya ser el color de su piel.

Dos semanas después, Raimondo... sin un brazo y Lorenzo, débil, ya deambulaban libremente por el hospital. Y aunque Angelo seguía en coma, los médicos decían que eso era bueno: no había muerto. Y Gianluca no aparecía ya no ahí. Luego de que Raimondo recordó los detalles... el golpe en el auto, el susto de Lorenzo, Ettore lo había echado con más fuerza de la necesaria.

Raffaele tampoco se había separado de su hijo. Anneliese, algunas veces, cuando entraba a la habitación sin llamar, lo encontraba sentado al lado del muchacho, en su cama, algunas veces hablándole, otras haciendo ejercicios con sus extremidades para que no se le atrofiaran sus músculos... Annie no lo soportaba. Compartía el mismo espacio que él porque no tenía más remedio, porque sabía que... los beneficios que buscaba al mover sus piernas... eran para Angelo y, ¿cómo podría ella robarle eso a quien siempre había hecho tanto por ella?

Una tarde en que Annie pasándole una toalla mojada por el cuerpo a Angelo, quitándole el sudor que pudiera tener en su piel blanca —él siempre había sido escrupuloso con su higiene personal y ella no permitiría menos si él no podía cuidarse en ese momento a sí mismo—, ingresó Raffaele y, al verla, se disculpó y se dispuso a salir. Annie miró el reloj y pensó en que era el horario en que él ejercitaba a su hijo.

—Ya terminé —le avisó, con voz seca. No tenía por qué retirarse.

Raffaele no dijo nada; asintió y cerró la puerta. Esperó a distancia a que ella terminara de cubrirlo nuevamente con las mantas, cuidando del suero que él tenía en el brazo derecho, cerca de la muñeca... Luego de quince días con sueros llenos de suplementos, los lugares en sus brazos, dónde picotearlo, estaban acabándose y los médicos cambiaban las agujas cada tercer día. Annie sabía que algunas de esas agujas dejarían marcas sobre su piel blanca. Justo en eso pensaba cuando, de repente, escuchó a Raffaele decir:

—Sé que tengo la culpa. Puedo pedir perdón, pero sé que realmente no cambia nada... ni lo merezco: no puedo arreglar lo que hice.

Annie no dijo nada, sus movimientos se detuvieron; no fue capaz ni de volverse hacia él.

—¿Cómo o con qué se paga la vida de un hijo? —continuó él—. ¿Con la propia? Incluso es insultante decirlo... He cometido demasiados errores y había vivido aterrado por éste día, ¿sabes? Aterrado porque Dios me lo quitara para castigarme por Sylvain —no necesitó decir a quién le quitaría—, por Sebastian... por Audrey... por Abraham.

Al escucharlo decir su nombre, Annie se sintió colérica ante la idea de que, el precio de la muerte de Abraha, de su niño... fuera la vida de su hermano, de su pareja, ¡del mismo padre de ése hijo!

—¡Esto no es por ti, narcisista maldito! —le escuchó escupirle—. ¡El mundo no gira a tu alrededor, no se trata de ti! Fue un accidente. Dios no lastimó a Angelo para darte una lección a ti, ¡ni a nadie! —Eso no tenía sentido y era asqueroso y ofensivo—. ¡Dios no castiga patanes matando gente buena! Qué cómodo sería, ¿no? ¡Y qué ego más grande! Suponer que lo que ocurre alrededor es porque tú eres el protagonista de todo, que Él nos lastima para castigarte porque... ¡¿por qué?! ¡¿Porque nos amas?! ¡¿Porque somos tuyos?! ¡No somos tuyos!

»¡Nunca lo fuimos y aún así hiciste con nosotros lo que se te dió la gana! ¡Éramos seres humanos y nos trataste como animales! Quizá no tuviste la culpa de la enfermedad de Abraham, ¡pero no tenías porqué encerrarme en un pozo ni a Angelo en una maldita prisión! ¡Yo no hice nada malo y él no era un criminal!

Raffaele guardó silencio por un momento. Luego, despacio, le dijo:

—No los traté como animales, Annie: a un perro jamás lo encerraría y mucho menos si está preñada; a un perro manso jamás lo mandaría a una escuela de disciplina que no necesita.

Al escucharlo, Anneliese perdió la expresión por completo, incrédula... ¿él los había comparado con perros? No pensó en el mensaje que llevaba: los Petrelli adoraban a los perros.

—Los traté como objetos de mi propiedad —continuó Raffaele—: eran mis joyas, lo más valioso que yo tenía y a quienes debía proteger de todo, con todo lo que tuviera y, sin darme cuenta, hacía con ustedes lo que yo quería...

»He pensado tanto en ello, en que... al encontrarlos discutiendo en ese cuarto de baño, cuando eran unos adolescentes, debí hablar con ustedes como siempre hacía con Angelo cuando él actuaba contrario a lo que se esperaba, cuando estaba confundido o alterado: con buenas palabras, despacio, sentados a solas (esta vez los tres: mis dos chicos y yo)... Quizá debí llamar a Irene (tan sabia, tan parecida a tu madre); ella los habría llevado a terapia —supuso, eso había hecho ella con Matt y Ett cuando lo necesitaron, pero eso no se lo compartió a su hija—... Abraham habría nacido en un hospital (donde habría tenido inmediatamente un tamiz que habría detectado su hemofilia)... y tal vez habría vivido.

»Angelo habría cumplido sus dieciocho años de manera diferente a ver a su primer hijo descomponiéndose y... habría tenido una verdadera oportunidad de aclarar su mente (en libertad, con una familia amorosa hablándole, con una red de apoyo en sus decisiones... y no encerrado como un criminal menor de edad que cometió el peor de los delitos)... y tú... te habrías podido desenvolver como la mujer inteligente y voluntariosa que ya eres... pero sin ese odio, producto del dolor, que te carcome por dentro y a mí me puede tanto.

Ante semejantes palabras, Annie no sabía qué estaba sintiendo.

—No los traté como animales, Annie: los traté peor: los traté como objetos de mi propiedad, míos, todos míos. Y mis temores y deseos guiaban todas mis decisiones respecto a ustedes: tú no podías salir porque me aterraba perderte, ¡eras lo único que tenía de Audrey! Angelo no tenía un minuto libre en sus días porque, ¡era tan listo como Sylvain! Él no pudo crecer... no pudo hacerlo por mi culpa: Sylvain estaba yendo a buscar a su padre (un padre que no estaba junto a él en su cumpleaños) así que, en mi cabeza, si Angelo podía hacerlo, si Angelo podía hablar veinte idiomas, ¡quizá Sylvain también habría podido! Era mi manera de ver crecer al hijo que no pude y... les robé a ustedes la oportunidad de ver crecer al suyo (les robé las oportunidades de todo).

»Entiendo bien lo que les hice, Annie. No entendía el horror en su momento y no aspiro a que me perdones (no lo merezco)... pero espero que me alcance la vida para poder arreglarles lo que les hice o lo más que pueda.

No esperó respuesta. No la exigió, tampoco... como había hecho durante toda la vida de sus hijos: controlándolos. Pero ya lo sabía, ya lo había entendido: sus hijos no eran propiedad suya: no podía controlar sus vidas porque no le pertenecían. A él, cómo padre, le correspondía, era proveerlos, amarlos y darles todas las herramientas para que, cuando tuviesen que elegir el rumbo de su vida —cualquiera que éste fuera— tuviesen la capacidad de afrontar las adversidades que vinieran. Y ahí, en ésa etapa, su labor sería apoyarlos —en el camino que ellos eligieran, le pareciera bueno o adecuado, o no—, acompañarlos, brindarles la mano y palabras de aliento. Pero... ahora no podía ejercer lo segundo porque, en realidad, nunca estuvo en lo primero.

Una de esas muchas máquinas que controlaban la actividad cerebral de Angelo emitió un sonido, interrumpiendo. Padre e hija guiaron inmediatamente sus miradas al monitor, se quedaron quietos, completamente inmóviles, expectantes. Hubo un segundo sonido y ambos se abalanzaron sobre Angelo, buscando cualquier cambio en su cuerpo.

—Llama al médico —suplicó Raffaele a la muchacha, mirando atentamente el monitor del que provino el sonido: éste estaba mostrando algo.

—Llámalo tú —lo urgió Annie, igual de atemorizada y emocionada, esperanzada, que su padre.

El hombre pareció recordar el botón de alarma sobre la cama del muchacho y lo presionó reiteradamente.

**

Angelo Petrelli despertó exactamente dieciséis días después del accidente. Los primeros minutos no dijo absolutamente nada. La luz parecía molestarle. No mostró ninguna emoción cuando vio a su hermana, ni a su padre, poco a poco, sus ojos grises comenzaron a recorrer la habitación, a los médicos y, al cabo de media hora, comenzó a vomitar. Dijeron los especialistas que era normal por el movimiento ocular, la falta de alimentos y la confusión, luego de dos horas, comenzó a decir sus primeras palabras. Llamaba a su hermana. Los médicos estaban confundidos cuando su esposa acudió a su llamado y lo abrazó con fuerza y lo besó en la cara.

**

Luego de algunos estudios y dejarlo descansar toda la noche —Raimondo había bromeado con Lorenzo, quejándose "Lleva quince días dormido, ¿y quiere más?"—, comenzaron a hacerle algunas pruebas. Habían puesto a Annie detrás de una cortina blanca y, recostado a su lado, tres médicos revisaban al muchacho: uno le daba indicaciones: movimientos de manos, pies, dedos, tocar partes de su cuerpo con ciertas partes; el segundo médico le hacía preguntas de cultura general y, el tercero, observaba atentamente a la esposa del paciente cuando comenzaron las preguntas de las que los médicos no tenían conocimiento:

—¿Cuál es tu nombre completo, Angelo? —le preguntó el especialista.

—Angelo Abraham Petrelli —respondió él.

Annie, en silencio, como le indicaron, sólo asintió, y el tercer médico anotó la respuesta en su libreta.

—¿Cuántos años tienes? —siguió el hombre.

—Dependiendo: si aún no estamos a finales de enero, veinticuatro todavía.

La respuesta de Annie fue afirmativa y el médico anotó. Siguieron así por un momento más, con sus generales.

—¿Tienes novia?

—No.

—¿Eres casado o soltero?

—Casado.

—¿Cuánto llevas casado?

—Pareciera que la vida entera —juró él.

Annie se limitó a sonreír, evitando emitir sonidos por si acaso era parte del examen que él no supiera que ella se encontraba ahí, detrás de una cortina, pero...

—Es broma, amor —continuó él, haciéndole saber que sabía de su presencia. Los médicos vieron aquello con agrado: el paciente estaba receptivo.

—¿Tienes hijos? —continuó el médico.

—Sí.

—¿Cuántos?

—Tres.

—¿Cuántos años tienen?

—Caleb tiene un año y siete meses; Sarah siete meses y Abraham... —Angelo se detuvo ahí. Nadie lo presionó—. Acaba de nacer —creyó recordar.

Annie bajó la mirada. No, eso no era verdad.

—¿Cómo se llama tu esposa? Su nombre completo.

—Anneliese Petrelli.

—¿Y el apellido de soltera?

—Delbeque.

—¿Y tus padres? ¿Aún viven? ¿Cómo se llaman?

—Sí, están vivos. Raffaele Petrelli y Hanna Weiß.

—¿Tienes hermanos?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Dos.

—¿Cuáles son sus nombres?

—Matteo y Anneliese.

El médico que evaluaba las respuestas de la esposa del paciente, preguntó con un movimiento de cabeza si la hermana se llamaba como la esposa. Ella asintió.

—¿Dónde vives?

Angelo respondió y Anneliese sacudió la cabeza. Ése domicilio no correspondía al actual: Angelo estaba dando el de la casa que había ocupado hasta que tuvo diecisiete años de vida.

—¿A qué te dedicas?

—¿Hasta qué nivel estudiaste?

—Estudio Medicina.

—¿Trabajas?

—Sí. Tengo una empresa farmacéutica.

—¿Cuántos años tienes?

—Espero que 24. ¿Ya me había hecho esta pregunta? —no logró recordarlo—. ¿Dije otro número?

—No. ¿Cuántos hijos tienes?

—Tres.

—¿Cuántos años tienen?

—Caleb tiene un año y siete meses, Sara tiene siete meses, Abraham... acaba de nacer.

—¿Hablas alguna otra lengua además del italiano?

—Sí.

—¿Cuáles?

—Alemán, Español, Inglés, Chino, Francés y Hebreo.

El médico preguntó a Annie si su marido hablaba siete idiomas, Anneliese aceptó y... «Angelo no tenía un minuto libre en sus días porque, ¡era tan listo como Sylvain!» recordó y en su mente vio al niño que fue Angelo, mostrándose sin emoción por ninguna competencia, por ningún curso, pero haciendo de todo... porque amaba a ese hombre que sólo se ponía verdaderamente feliz cuando su niño ganaba una competencia más, cuando agregaba a su larga lista un título, reconocimiento, diploma...

Uno de los especialistas le pidió contar hasta el diez en italiano, luego del diez al veinte en alemán y así, consecutivamente, con cada idioma que él fue mencionando. Si se equivocó en alguno, no lo sabían los médicos, había sido un ejercicio para él.

—¿Dónde vives? —continuó el especialista.

Angelo no recordó que ya le habían preguntado eso y repitió el domicilio de su adolescencia.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Tres.

—¿Cuántos años tienen?

—Caleb tiene un año y siete meses, Sarah tiene siete meses y...

Angelo no podía recordar que Abraham había muerto, se dio cuenta Annie. No podía recordar cómo había visto la cara de su primer hijo... «Angelo habría cumplido sus dieciocho años de manera diferente a ver a su primer hijo descomponiéndose».

«¡Y daría el otro para que Angelo despertara, Annie!»

... «¿sabes qué no daría tu padre para que tu hijo viviera?»

Angelo se interrumpió.

—Annie —llamó a su hermana, intentando incorporarse.

Ella se apresuró para impedirlo, pues él tenía fuertes mareos cada vez que se movía.

—¿Cuántas veces me han preguntado lo mismo y en qué estoy fallando?

«En Abraham...»

—En nada —le mintió, comenzando a llorar, sólo quería que no se preocupara.

Uno de los médicos les explicó que era normal la confusión que, con los ejercicios adecuados, muy probablemente recuperaría los recuerdos alterados... Annie deseó que no, ¡que se le borrara lo más horrible por lo que habían pasado! Las noches de llanto interminable, los somníferos en Francia... Que se quedara así, creyendo que aún vivían en su casa de la adolescencia... de donde los habían echado a ambos... sin acordarse del horror que había visto en Abraham.

Cuando comenzaron a entrar sus familiares a verlo, Angelo se horrorizó al ver a Raimondo. Se abrazaron, uno aliviado, feliz, y el otro dándole un consuelo muy distinto al que creía; Raimondo sólo estaba agradecido.

Cuando Raffaele entró a la misma habitación donde se encontraba Annie, Angelo se sintió mareado, sintió que algo ahí no estaba bien, que todo era irreal, pero su padre lo sujetó y lo ayudó a recostarse, sin embargo, ella le dijo:

—Todo está bien, mi amor —y eso lo tranquilizó.

Más tarde llegaron Ettore y Jessica con sus hijos; y mientras el primero le ponía cuidadosamente a Caleb sobre el estómago, pegó su frente a la de su primo y, tratando de jugar con él, mostrando su felicidad porque él hubiese despertado, le dijo:

—¿Sigues siendo listo o te quedaste igual de pendejo que Matteo? —parecía no importarle nada de lo que hubiese culpado antes de Angelo: ante el más ligero temor de perderlo, había sido uno de los que no se habían separado de su lado y, por más ateo que se había autoproclamado, Annie lo había sorprendido en la capilla junto a Irene y Jessica, rezando.

Matt emitió un gruñido, quitándole el bebé de encima a su hermano, preocupado por él; Angelo besó a Caleb en la frente antes de que se le quitara su hermano y le tendió los brazos a Sarah. Anneliese salió de la habitación llorando.

Las ideas en su mente eran confusas. Le había mentido sobre Abraham... Angelo ya no lo recordaba... Raimondo se cortaría ambos brazos para que su amigo viviera. Raffaele se cortaría ambos brazos, ambas piernas y daría su vida por arreglar lo que les había hecho a sus hijos... ¡y ella se sentía tan débil! La persona a la que acudía cuando algo no estaba bien, era a Angelo, y cuando no estaba él...

—Annie —la voz de Matteo la sorprendió.

Dubitativo, se acercó lentamente a ella y, al ver que la muchacha no se apartaba, le dio ese abrazo que había deseado por años.

—Nunca me habías fallado —le reprochó Annie.

—Soy un cobarde —se escuchó decir él—. Cuando más me necesitabas, me ganó el pánico.

—No se acuerda de nuestro bebé —le confesó Annie.

Matteo no supo qué decir sobre eso, pues ya les habían explicado que Angelo tenía algunos recuerdos alterados y que Annie estaba en una crisis que pretendía ocultarle a su hermano; la abrazaba, podía sentir que ella tenía dificultades para respirar.

—Si me dejas, Annie —la voz de Raffaele los interrumpió—. Con la familia amorosa que debió haber tenido siempre, que debieron haber tenido siempre, con una red de apoyo, podemos ayudarlo a recordar. Déjame repararte este dolor que te causé —le suplicó.

**

Raffaele y Annie visitaron la tumba de Audrey, Sylvain y Sebastian cinco meses más tarde; él no había estado cerca ni una sola vez, desde que ellos habían muerto; no iban a quedarse demasiado tiempo, no le habían dicho a nadie que irían a Francia y tenían que volver a Italia para festejar el cumpleaños número dos, de Caleb. Antes de eso, Annie quería ir a su casita de ladrillos rojos y cancel metálico a buscar los programas de las clases de vuelo que estuvo tomando Angelo cuando vivieron ahí. Angelo no mostraba daño alguno —no tenía problemas de aprendizaje y, con los ejercicios, estaban arreglándose las confusiones que tenía—, pero Annie seguía probando: le mostraba fotografías, detalles, recuerdos de lugares en los que habían estado, buscando si él había borrado cualquier otra cosa más de su memoria y, entonces, como Raffaele había sugerido, con amor lo ayudaban a recordar.

A la vez, mientras lo ayudaba a sanar... sentía que estaba sanando. Ahora entendía bien lo que decía Nicolas: la maldad está en el dolo y, ninguno de ellos, jamás, había actuado contra los otros con afán de dañar, sino de cuidar, proteger, amar... Pero ahora también era conocer lo que quería y deseaba el otro, comprender, respetar, valorar. Sanar no era olvidar, sino recordar sin dolor... no era perdonar y, el perdón, no era algo que se otorgaba, sino que se gana.

** ** ** ** **

Con esto queda concluida la trilogía. 

Como saben, estará pronto disponible en Latinoamérica (en México, en todas las librerías importantes; en España, tendremos que esperar un poquito más, aunque podrán pedirla por Amazon).

Respecto a la novela: la versión original por supuesto que tendrá mil cambios. Nuevas escenas, algunos personajes tendrán más protagonismo.

Sobre mi persona: estoy pasando por momentos difíciles. Muy. Mi trabajo en Wattpad no puede estar disponible durante algún tiempo (ninguna novela); se quedará aquí hasta que el primer libro de la saga esté publicado (no más), y eso será durante el mes de Junio (ya les había explicado antes en mis redes sociales).

De los Petrelli ya les había contado: no es un adiós, la próxima novela de ellos, pues tenemos precuela y secuelas. Espero tener lista la continuación dentro de este año (ya la tengo escrita la precuela, sólo hay que editarla)... y que todo para mí mejore dentro de este año (realmente lo espero), para que podamos disfrutar este intercambio tan bonito entre escritor y lector. Les doy las gracias por llegar hasta aquí, por el afecto y el apoyo. Un abrazo y mi gratitud eterna.

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