Pablo y Adela [EN EDICIÓN]

By elvientoadentro

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La primera vez que la vi, pensé que el diablo me perseguía para llevarme al infierno. Literalmente. Adela es... More

Sinopsis
Prólogo
1. De cuando el diablo y yo nos volvimos a encontrar
2. Las rubias siempre vienen bien
3. El diablo no deja de perseguirme
4. De indecisiones y advertencias
5. Definitivamente Adela está loca
7. Prometo que le ayudaré
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Entrevista a Adela por @UnDemonioRadioactivo
Capítulo 18
Entrevista a Pablo por @Andsig4
Capítulo 19
Entrevista a Lucía por @Romi_Arias
Entrevista a Adela por @Andsig4
Capítulo 20
Entrevista a Pablo por @Undemonioradioactivo
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
ESTO NO ES UNA ACTUALIZACIÓN
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
IMPORTANTE
Capítulo 47 (y final)
AVISOS IMPORTANTES

Capítulo 46 (penúltimo)

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By elvientoadentro


N/A: Probablemente el capítulo tenga bastantes errores, porque es tarde, tengo sueño y no pude revisarlo bien. ¡Disfruten!

PD: El multimedia es una canción de la Banda U2 que tiene relación con el capítulo. No soy fan de la banda, pero todo salió de improviso, jsjs, así que denle play y enjoy it!

46

Antes de salir corriendo a la tienda, Adela saca una computadora portátil, su celular, las llaves de su casa y algunos elementos de primeros auxilios, y los mete en una mochila. Yo la espero, porque no me he traído nada. Pero ambos quedamos en que pasaremos por mi departamento, para poder sacar algunas cosas esenciales que yo necesitaré (aunque, para mí solo es una excusa para hacer tiempo). Como Maite parece no entender nada de nada, Adela se gira a ella antes de salir, diciendo:

—Saldremos, abuelita, y no creo que hoy vuelva a casa—sentencia Adela, con mucha seriedad.

—¿A dónde van...? —pregunta la abuela. Su expresión rápidamente pasa de la emoción al júbilo—. ¿¡No llegarás?!

Su mirada pasa de Adela a mí y de mí a Adela. No sé cómo decirle que no es exactamente lo que ella está pensando. Razón por la cual, terminamos despidiéndonos de ella y saliendo por la puerta delantera directo a la boca del lobo. O para ser más preciso, a recoger mi bicicleta.

Me subo en ella, y dejo que Adela se acomode también, delante de mí en el tubo superior del cuadro de la bicicleta, para que podamos llegar cuando antes a mi departamento.

En cuanto comenzamos a avanzar, la voz de Maite resuena con fuerza en el vecindario. Lo último que oímos es:

—¡RECUERDEN USAR PROTECCIÓN!

***

Adela se deshace en disculpas todo el tiempo, diciéndome que no entiendo por qué su abuelita gritó eso y que no es una conducta habitual en ella. Por más que le digo que no importa y que, en realidad, está dándonos un consejo que no está de más, ella se deshace en disculpas y también se sonroja, soltando risas tímidas.

Si no fuera porque voy manejando la bicicleta, ya la estaría besando.

Sonrío. Es una cosa increíble saber que puedo besarla cuanto quiera.

Llegamos a mi departamento en alrededor de quince minutos. Me demoro menos de lo usual, porque el tráfico por la noche no es tan tupido como el que hay por las tardes, como cuando salgo del trabajo. Adela entra conmigo, y por suerte tengo todo ordenado. Ella se queda en la sala mientras yo voy a mi habitación y tomo una mochila sin saber qué mierda llevar, porque no soy Adela en estas situaciones. Así que salgo de la habitación y me voy corriendo hasta la cocina. ¿Debo llevar un cuchillo de cocina? Uno de punta roma, tal vez, porque con mi suerte, seguro me lo entierro en el ojo. Mala idea. Voy de un lado a otro en la cocina, tratando de hacer tiempo, para que cuando llegamos no haya absolutamente nadie en la tienda. A eso lo llamo, apreciar nuestras vidas.

—¿Pablo? —pregunta Adela, metiéndose en la cocina, como si hubiese escuchado mis pensamientos.

La observo unos segundos tal como si me hubiera atrapado haciendo algo malo, pero al par de segundos relajo los hombros.

—¿Está listo? —insiste ella.

Suspiro. No hay nada más con lo que pueda retrasar la llegada a la tienda. Me rasco la nuca y me encojo de hombros. Mi pie golpetea fuertemente el suelo.

—De listo, nada—tengo que reconocer—. Pero supongo que es ahora o nunca.

Adela me mira preocupada.

—Pablo, si de verdad no quiere ir, le aconsejo que no vaya.

—Pero tú irás de todas formas, ¿no?

Ella baja la mirada y asiente lentamente. Frunzo la nariz. Maldición.

—No, Adela. Estamos juntos en esto desde el momento en el que me dijiste que Lucía era una mala persona. Así que... lo quieras o no, o más bien, lo quiera yo o no, voy a ir contigo.

Ella alza la mirada ante la mención de Lucía. Entrecierra los ojos, como si pensara en algo.

—Lucía no es-... —dice, pero la corto.

—Tranquila. No trates de convencerme de que no vaya. Lo haré de todos modos, quieras o no.

QUIERAS O NO, PABLO CASTAÑEDA.

Ella asiente y me dedica una pequeña sonrisa.

—Bien, lo esperaré afuera. Alístese cuanto necesite.

Asiento. Ella se da media vuelta y desaparece tras la puerta de entrada a la cocina.

Necesito un segundo para poner en perspectiva lo que está a punto de suceder:

Todos vamos a morir. Ya está. Esa es mi conclusión. Al menos espero que sea con honor.

Ese pensamiento me hace pensar en que no he sacado la basura. Miro el tacho que está en la cocina, ahí, todo gris. Tiene una pequeña palanca para abrirlo y una bolsa que se supone que debería haber sacado hace al menos una semana. ¿Debería? Mi suspiro de miedo rebosa estrés. No me queda de otra. Me acerco al tacho, presiono la palanca con el pie y sale un tremendo olor a descompuesto. Trato de disipar el aroma con una mano, pero no puedo. Hay muchas cáscaras de plátano descomponiéndose ahí dentro. Me tapo la nariz con una mano y con la otra, escarbo entre la basura. Hasta que doy con lo que estoy buscando: un aparato rígido, frío o alargado.

Saco la mano del tacho y examino aquello que he sacado.

El arma de Lucía.

Aquella que debía sacar hace días de mi basura, pero que no lo había hecho, más que nada, por el miedo de que alguien pudiera encontrar esa pistola y que la asociara conmigo. Este es el momento en el que la necesito, pienso. Y no dudo en limpiarla un poco con un paño y meterla directamente a la mochila.

***

—¿Ves algo? —pregunto a Adela.

Estamos en una de las esquinas cercanas a la tienda, escondidos, viendo nuestra oportunidad para entrar. Adela usa sus binoculares para tener una mejor visión nocturna.

—No—dice ella—. No hay mucho movimiento, Pablo. De hecho, no ha pasado nada.

Giro en mi eje y me recuesto en la pared desde la cual nos escondemos.

—Adela, a lo mejor ya saquearon la tienda. No es tu deber estar aquí. —Ella se da vuelta hacia mí y me pone una expresión que no puedo descifrar—. Está bien—agrego—, es nuestro deber. Es solo que tengo miedo. Ya sabes. Hay tantas cosas que aún no he hecho, tantas cosas que no he vi-...

—¡PABLO! —susurra Adela, suficientemente fuerte para que yo lo escuche—. ¡Alguien está entrando!

Dejo mi pequeño discurso a medias, y me inclino hacia la tienda.

Efectivamente, entre la oscuridad, se ven dos figuras, una muy grande y la otra un poco más pequeña y delgada. Ambas van de negro, con chaquetas que en la parte de atrás llevan escrito U – 2.

—¡Lo sabía! —grita Adela, de pronto. Yo me quedo mirándola sin entender. —El tatuaje de Samuel, la camiseta de Lucía y ahora las chaquetas...

—¿Ah?

—¿No lo ve?

Miro a hacia ambos lados.

—¿El qué?

—¡La conexión!

Pongo ambas manos frente a Adela.

—Okay. Para un poco ahí. ¿La conexión de qué?

—¡El tatuaje de Samuel, la camiseta de Lucía, esas chaquetas, la contraseña! ¡Todas eran U-2, Pablo! ¿Sabe qué quiere decir?

—¿Que todos son fans de U2? —tengo que preguntar—. ¿Un, dos, tres, catorce? —pregunto otra vez, citando una canción del grupo.

Ella se echa a reír, tratando de no hacer demasiado ruido.

—¡Por supuesto que no! Pablo, para ser tan lindo—me dice—, hace unas conexiones entre las cosas muy extrañas.

Cuando me dicen lindo, una extraña sensación de tener que hacer el galán me invade. De modo que me pongo de pie en toda mi altura frente a ella y le pongo las manos en la cintura, atrayéndole fuertemente hacia mí.

—Debes admitir que tengo mucha imaginación—le susurro. Ella se sonroja sobremanera y sin saber dónde colocar sus manos. —La abrazo y pongo mi rostro cerca de su oído—. En mi cuello, Adela—le susurro.

Cuando lo hace, le doy un pequeño beso en el cuello y siento cómo se estremece. Claramente, podría acostumbrarme a esto. Al mirarla, ella alza el rostro y no espero un minuto más y le doy un beso certero. No obstante, ella abre los ojos a los dos segundos y me aleja.

—¡Nosotros no-...!—dice erráticamente—. ¡Las personas! Esto... Quiero decir, volvamos a lo que vinimos—me espeta y se da media vuelta, tomando los binoculares que cuelgan de su cuello.

—¿Aún están ahí? —tengo que preguntar.

Ella asiente.

—Parece como si estuvieran esperando algo.

—¿El qué?

De pronto, Adela hace suelta una especie de gritito. Pero no es un grito asustado, sino que de reconocimiento.

—¡Inter está aquí! —susurra.

—¿Que qué? —pregunto. Ya tiene toda mi atención.

Adela me entrega sus binoculares y yo los dirijo en la dirección en que están ambos hombres. Compruebo lo que dice Adela, en el mismo momento en que el hombre más delgado se da vuelta. El pelo largo y las gafas no mienten. Es Inter. Hijo de su puta madre.

De pronto, el que desprendo que es Samuel a juzgar por su tamaño, se pone una mano en uno de los oídos, como si estuviera escuchando por un auricular. Dice algo que no alcanzamos a oír y luego mira a Inter. Articulan algunas palabras, y luego se mueven rápidamente por el frontis de la tienda.

—Van a entrar—le digo a Adela.

—Y nosotros también—me dice ella.

Cierro los ojos. Dios, perdóname por haberme fumado el porro en la iglesia.

Nos adelantamos, recorriendo la distancia que tenemos desde nuestra esquina hasta la tienda. Lo hacemos tan silenciosamente como podemos, procurando no hacer movimientos bruscos ni ruidos excesivos. Nos metemos por el estacionamiento, cuidando de ocultarnos de las cámaras que sabemos que existen. Particularmente, porque no sabemos si alguien en el interior las está controlando.

Sin embargo, al darnos cuenta de que alguien está cuidando la puerta trasera, por la cual queríamos entrar, retrocedemos hasta colocarnos detrás de uno de los contenedores de basura.

—¿Qué es lo que vamos a hacer? —pregunto a Adela, en un susurro apenas audible.

Ella sopesa la situación, rascándose levemente la barbilla.

—A él lo tienen cuidando la puerta—murmura—, es lo obvio. Entonces... debemos encontrar un modo lo suficientemente eficiente para distraerle de esa tarea.

—¿Y cómo se te ocurre que lo hagamos?

Adela me mira por completo, y se detiene en mis zapatos.

—Tengo una idea, pero para eso tendré que saber qué tanto le gustan sus zapatos.

***

La idea de Adela consiste, básicamente, en convertir mi par de zapatos (los de ella no tienen cordones) en una especie de bumerang luminoso que sea capaz de atraer la atención del gorila de la puerta, el tiempo suficiente para que ambos podamos pasar corriendo.

Para ello necesitamos los siguientes materiales:

1) Una linterna led pequeña pero potente (que se puede encontrar directamente en la mochila de Adela).

2) Los zapatos favoritos de Pablo.

3) Otra linterna, pero esta vez una de mayor tamaño (también es posible hallarla dentro de la mochila de Adela).

Adela hace que me quite los zapatos. Amarra los cordones con alguna especie de nudo scout -que ella seguro aprendió de niña, porque sabe hacerlo muy bien-, y dentro coloca la linterna más pequeña. Luego, toma en su mano derecha la linterna que es más grande.

—Bien. Esto es lo que vamos a hacer. Yo iré a la esquina que está más alejada de la puerta—dice, apuntando la parte más alejada del estacionamiento. Lanzaré los zapatos con la linterna encendida, de modo de alcanzar una de los cables del tendido eléctrico para que quede ahí, revoloteando. Luego, en el mismo lugar en el que estoy, colocaré la linterna más grande, en modo intermitente. Así emitirá una luz que parpadee, para que el señor que está cuidando la puerta, tenga dos distracciones suficientes como para que nosotros podamos entrar sin problemas.

Dios, gracias por poner a esta mujer en mi camino.

—Entonces, ¿qué haré yo?

—Usted saldrá corriendo hacia la puerta apenas yo lance los zapatos. Su deber es cuidar que nadie se aparezca, ¿de acuerdo?

—¿Y cómo entrarás? —tengo que preguntar. —Porque, sinceramente, parece como si tú te estuvieras arriesgando muchísimo más que yo.

Ella sonríe, pone su mano en mi brazo derecho y lo presiona cálidamente con los dedos.

—No se preocupe. Sé que lo hago. Prometo que no me pasará nada.

—De acuerdo—respondo, sin estar muy convencido.

—Okay—dice—. Ahora voy.

Se da media vuelta, pero antes de que alcanza a dar un paso, la llamo.

—¿Qué? —dice cuando se gira.

Camino el paso y medio que nos separa y la beso con fuerza en los labios.

—Creo que debería ir yo.

Ella tuerce el gesto rápidamente.

—Pablo, confíe en mí. Llegaré.

—Adela García, sé que lo harás—le digo—. Es solo que...

—Ya sabe, es ahora o nunca. ¡Entrégueme toda la buena suerte!

—Sabes que mi suerte es malísima, no bromees conmigo—susurro.

Es ella esta vez la que se acerca a mí, poniendo sus dos manos sobre mi rostro y besándome corta, pero muy tiernamente.

—Solo confíe en mí.

Adela es una mujer independiente, que sabe lo que quiere, lo que hace y conoce sus habilidades. Así que decido que, si es ella la que decide ir, debo confiar en que todo saldrá bien. De hecho, es más probable que a mí me encuentren.

Adela vuelve hasta el punto de inicio, en la esquina del edificio en la cual nos encontrábamos antes. Desde allí, sopesa el mejor lugar para lanzar ese proyectil de zapatos favoritos que improvisó. Su rostro se ilumina en la oscuridad cuando encuentra un buen lugar. La veo recorrer sigilosamente un tramo de calle, sin ser vista, hasta que, con una fuerza inusitada, lanza el proyectil y los zapatos quedan colgando certeramente en un grueso cable del tendido eléctrico.

En la entrada trasera de la tienda, el gorila que cuida la puerta frunce el ceño y trata de ver qué es la luz que quedó suspendida. Luego, ni yo me doy cuenta en el momento en que Adela, en la reja más alejada de la tienda, coloca una linterna intermitente.

La veo correr veloz y silenciosa. Tanto así, que el gorila no entiende un carajo de lo que está pasando. Se aleja de la puerta para ir a investigar, así que sé que ese es mi llamado de entrar. Cuando sé que no está mirando, el corazón comienza a latirme a mil, a medida que avanzo tan silenciosamente como puedo. La distancia entre el contenedor de basura y la entrada trasera es de alrededor de treinta metros, que parecen una eternidad. Sin embargo, y en contra de mi mala suerte, doy con la puerta que está abierta de par en par. Dentro, todo está oscuro y no hay ningún ruido aparte de mi propia respiración. Nadie se asoma ni tampoco a nadie parece preocuparle que un tipo mitad asustado mitad infartado esté en la entrada. Así que asumo que nadie me ha visto todavía. Lo cual es grandioso, teniendo en cuenta de la situación crítica en la que me encuentro.

Estoy tratando de entrecerrar la puerta, cuando una mano pequeña se entromete entre la cerradura y la pequeña abertura que aún hay. Mi corazón da un brinco de alivio momentáneo, cuando veo que es Adela.

—¡Soy yo, Pablo, soy yo! —murmura ella, y tan pronto como lo dice, la atraigo hacia adentro.

A pesar de que quiero cerrar la puerta, sé que lo más sensato es dejarla abierta, porque no quiero que el hombre sospeche nada de momento. Así que, como conocemos el lugar, caminamos hasta la bodega, y nos escondemos tras los productos nuevos que comenzarían a venderse dentro de la próxima semana.

Ahí trato de recuperar el aliento.

—¿Te vio? —pregunto a Adela, tratando de acostumbrar mis ojos a la oscuridad.

—Espero que no—murmura—. Creo que no lo hizo, la verdad. Me habría seguido hasta aquí.

Asiento, dándole la razón. Pero sacudo la cabeza sintiéndome estúpido cuando caigo en cuenta de que ella no puede verme.

—Entonces... ¿Qué haremos ahora? ¿Llamar a la policía? —pregunto.

—No. Lo que haremos ahora es reunir toda la evidencia que podamos para enviarle a la policía, Pablo. Toda la evidencia de que no somos nosotros quienes estamos asaltando la tienda. Aunque... creo que ya lo saben.

Frunzo el ceño.

—¿Quiénes? —pregunto, pero ella no alcanza a responder, porque un fuerte sonido, proveniente de alguna de las estanterías con productos guardados resuena en el lugar. Es el sonido de cosas cayendo, y al parecer, proviene desde el interior de la tienda.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Adela, con algo de miedo en la voz.

—No lo sé—tengo que admitir—. Tal vez tengamos que acercarnos. ¿Cómo piensas reunir información?

—Necesito activar la cámara que me regaló, Pablo. ¡Esa camarita reloj que tiene visión nocturna! El problema es que tengo que dejarla en algún lugar realmente estratégico. Donde no puedan reconocerla, quitarla o robarla.

Me quedo meditabundo durante unos instantes, hasta que decido que no hay otra cosa más que hacer que ir a investigar. Le digo a Adela, y ella coincide en que es lo mejor que podemos hacer. De manera que, a pesar de que quiero quedarme en la seguridad de la oscuridad, me arrastro lentamente hasta la puerta que separa la tienda de la bodega. Adela me sigue casi pisándome los talones, arrastrándose también.

—¿Qué es lo que haremos? —vuelvo a preguntarle.

—Buscar un lugar seguro para la cámara.

—Bien. Ahora te digo. Este es el plan. Ya te has arriesgado demasiado hoy, así que lo que haremos es que tú te resguardes en un lugar seguro, mientras yo acerco la cámara a quien sea que esté aquí. ¿De acuerdo?

Puedo sentir como retiene el aire, dudando.

—De acuerdo—dice, tras unos segundos—. Si usted confió en mí, no puedo no confiar en usted.

—Okay. Sígueme, entonces.

Atravesamos la puerta, y nos colocamos tras la primera góndola que encontramos. Es la góndola de refrescos. Aquí hay más luz, puesto que varias filas de góndolas tienen las luces encendidas. A lo lejos, se divisan cuatro personas, conversando animadamente. Entre ellas puedo divisar el cabello rubio de Lucía, la voz inconfundible de Jota y, sentado a un costado, a Perro, que trata de abrir una lata de gaseosa. Pero de Inter y Samuel, ni rastro. Aquello me pone nervioso, porque sé que pueden estar rondando en alguna parte.

Mientras yo observo hacia todas partes haciendo de guardia, Adela abre lentamente su mochila, para no hacer ruido. De ahí saca el reloj que le di para su cumpleaños, junto a la pequeña pantalla que queda como monitor para ella.

—Tome—dice Adela, dándome el reloj, en el cual previamente presionó un botón—. Colóquelo tan cerca como pueda de esos mafiosos, Pablo, pero eso no significa que se arriesgue. No quiero que lo vean, así que manténgase alerta.

Asiento. Ya puedo ver el rostro de Adela en la penumbra. Se nota nerviosa, pero tan decidida como puede.

Le doy otro beso corto, tomando su cara desde el mentón y decido que no hay más parafernalia que hacer. Así que cuando el puñado de personas no mirando, cruzo de una góndola a otra, tratando de acercarme desde el sector que está más oscuro. A medida que me acerco, la luz aumenta considerablemente, y al fin, soy capaz de escuchar sus voces.

—¡Perro! —vocifera Jota—. ¡Dijiste que aquí había grandes cantidades de dinero!

Perro no responde nada, sino que lo hace Lucía.

—Salta a la vista—dice con enojo—. ¿Estuve cinco meses aquí, trabajando como condenada para que me digan que no hay dinero? ¿Qué piensan hacer? ¿Robar enormes cantidades de insumos para no ser vistos?

—Desde un principio les dije que era mala idea—dice Perro, con una tranquilidad inusitada.

—Maldita sea, ¡yo no soy Mauricio! —salta Jota—. Así que no me vengas con imbecilidades, porque yo no tengo la misma paciencia que él, maldita escoria.

Perro se encoge de hombros.

Aprovecho ese intertanto, para mover algunas cajas de leche descremada e introducir la cámara, a través de ellas, acomodándola de tal forma que sea imposible que caiga.

—Ilabaca debe tener fondos en esa oficina, ¿no es así? —pregunta Jota, todavía demasiado ofuscado como para hablar tranquilamente—. Algo como una caja fuerte, ¿no, Lucía?

—Creo.

—¡¿Crees?! ¿Con quién diablos crees que estás hablando? ¿Con un ladroncillo de cuarta? ¡No, Lucía! ¡Llevamos planeando esto meses, y me dices que la habitación donde se guardan las joyas no existe! La puta madre.

—No es que no exista—dice Perro—. Es que está bloqueada. ¿No eras tú el experto en cajas fuertes? ¿No eres capaz de abrir una habitación cerrada como caja fuerte?

—No me colmes la paciencia, Perro—sentencia Jota, peligrosamente—. Mauricio, ¿dónde mierda estás?

Mauricio se toma unos instantes antes de responder.

—Estoy echando un vistazo al cuadrante—responde una voz, proveniente de una de las góndolas que está más cerca de los ladrones. Entrecierro los ojos, tratando de encontrarle. De pronto, me doy cuenta de que está a apenas cinco góndolas de Adela, quien está preocupada mirando la pantalla que transmite el video del reloj/cámara, que acabo de montar.

Le hago gestos, esperando que mire en mi dirección, pero Adela parece demasiado concentrada en la conversación que está llevando a cabo el grupo de gente.

—Bien—dice Jota—. No pienso irme con las manos vacías. Ustedes dos, par de pelmazos, pónganse de pie y encuentren algo que valga la pena. ¡No. Me. Iré. Con. Las. Manos. Vacías! —espeta subiendo de tono en cada palabra.

Mauricio sigue avanzando. Ahora se encuentra a solo cuatro góndolas de Adela. Y la cámara empieza a emitir luz. Muevo las manos más desesperado, pero no me mira.

—¿Soy tu sirvienta, acaso? —pregunta Lucía, cruzándose de brazos—. Si tanto quieres irte con las manos llenas, ve tú a buscar algo.

Tres góndolas.

—No te metas con Lu, ¿eh? Con Lu, no—defiende Perro, poniéndose de pie.

Dos. Vamos, Adela, mírame.

Jota parece a punto de llegar a su límite. Se toca las sienes y luce como si estuviera a punto de entrar en un estado catatónico.

Una.

Ni siquiera tomo un respiro, antes de salir de mi escondite, y encontrarme cara a cara, con Perro, Lucía y Jota, gritando:

—¡SÉ QUÉ USTEDES ESTÁN TRATANDO DE ROBAR ESTE LUGAR, ASÍ QUE MÁS VALE QUE SE VAYAN YA!

Jota se pone de todos colores cuando me ve, y su rostro pasa de la sorpresa a la rabia en cuanto me reconoce:

—¡Tú eras el maldito que entró a nuestra guarida!

Por el rabillo, veo que Lucía se toca las sienes con dos dedos y dice, de manera completamente audible.

—Si será idiota...

Y entonces, Jota es el que deja escapar la primera bala.

___________________________

¡WATTPADERS!

Como lo prometido es (bastante) deuda, aquí está el penúltimo capítulo de Pablo y Adela. Probablemente, el último capítulo lo suba el sábado 18 de febrero. ¿Por qué? Porque el domingo me voy de vacaciones y quiero disfrutarlas sin la presión de tener que subir. En cualquier caso, estaré avisando por las redes sociales.

Quiero decirles desde ya, que ha sido un gusto escribir esta novela. A pesar de lo mucho que me demoraba entre capítulos, por la vida más bien agitada que llevo (mañana tengo que ir al doctor, ir al supermercado, luego salir con mamá y hacer ejercicio, el viernes tengo dentista y otro montón de cosas y así, que salen de improviso).

Preguntas:

1) Hasta ahora, ¿qué ha sido lo que más les ha gustado de Pablo y Adela?

2) Describe tus emociones respecto al capítulo.

3) ¿Crees que podrías recomendarla a tus amigos?

Con amor y cariño,
Julia García
-Youngbird93🌻

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