3. El diablo no deja de perseguirme

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3. El diablo no deja de perseguirme

Ya llevo una semana trabajando en Ilabaca Mayorista. Me he adaptado bien, he entablado más conversaciones con Lucía, Gonzalo no me habla en lo absoluto (a ninguna persona, de hecho, pero a nadie parece importarle) y, además, la gente del aseo se divierte con mis bromas. Sin embargo, hay algo que me tiene un poco preocupado: Adela me persigue. Literal. Quiero decir, es como si me observara tras los pasillos. ¿Habrá algo que ande mal con ella o soy yo el paranoico?

—¡Pablo!—me grita, mientras me saco el overol de trabajo para ir a mi hora de colación.

Doy un salto y me llevo la mano al pecho. Está detrás de mí, por lo que no veo la razón de gritar.

—Por dios, Adela, me has dado un susto tremendo.

Hoy lleva el cabello suelto y le cae sobre el rostro. Pequeñas hebras se deslizan por encima de sus gafas, haciéndole lucir un poco desquiciada. ¿Acaso no lo nota?

—Suelen decirme eso...—comenta como quién no quiere la cosa, pero no parece ofendida ni triste. De hecho, alza el rostro animada— ¿Cómo ha estado, Pablo?

Reprimo las ganas de rodar los ojos, porque no me parece que sea educado. Así que tomo aire profundamente y le respondo:

—Mira, primero: puedes tutearme, yo creo que casi tenemos la misma edad. Y segundo, he estado perfectamente bien.

—¿Ningún problema? —se asegura ella.

—Nop, ninguno.

—¿Con los trabajadores aquí?

—Tampoco, Adela.

Ella se encoge un poco cuando digo su nombre.

—¿Con el señor Ilabaca? —intenta de nuevo.

—¿Quién es el señor Ilabaca?

—El jefe.

—¿Por eso es que la tienda se llama así? —tengo que preguntar, tocándome la barbilla.

—Sí, por eso—asiente.

—Ah, pero entonces tampoco he tenido problemas con él.

—¿Entonces, está bien?

—Adela, ¿por qué me lo preguntas tanto? —pregunto antes de soltar un largo suspiro.

Ella parece encogerse con mi pregunta y niega suavemente con la cabeza. Tiene el mismo rostro de un perrito mojado. De hecho, más bien parece un perrito regañado, porque tampoco me mira. Su vista está pegada a sus manos, mientras las retuerce débilmente.

—No lo sé—me contesta—. Me quedé preocupada desde el día en que casi se ahoga. No me gustaría que un día de estos lo encontremos tirado por ahí, en los pasillos.

No me queda remedio más remedio que echarme a reír. ¿Es que siempre es así? Lo peor de todo, es que realmente se ve preocupada, así que resisto el impulso de decirle que no me deje tranquilo.

—Estoy bien, Adela. No me voy a morir, ni nada.

Ella vuelve a mirarme con ojos brillantes. Igual que un perrito.

—Cualquier cosa usted me comenta.

—Que me tutees, Adela.

—Yo pienso que hablarle así es una forma de respeto, aunque tengamos la misma edad.

Ruedo los ojos, sonriendo.

—Está bien. Si así lo quieres, está bien.

Ella me sonríe, mientras trata de arreglarse el cabello indomable.

—Cuídese, Pablo—me dice ella—. A veces las torres de atún se caen y le dan a uno en los pies. —Se ríe y levanta uno de sus zapatos. Más anticuados que los del primer día, por lo demás. — A mí me pasó—vuelve a comentar, esta vez con un encogimiento de hombros.

Al girarse, la quedo viendo con una sonrisa. Camina muy patosamente, preguntando a todos si están siendo bien atendidos o si los trabajadores necesitan algo. Nunca me había topado con una muchacha tan preocupada, y menos aún, con una chica que verdaderamente se preocupa por los demás.

Qué cosa.

Mi supervisora es todo un caso.  

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Con amor, 

Julia García. 

 

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Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora