Capítulo 34

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Miro al cielo y pienso en que no debería estar tan azul. Según como me siento, debería haber un huracán de proporciones. Tomo el teléfono de mi bolsillo y disco el número de la tienda.

—¿Diga?

—¿Señor Ilabaca?

Con él—dice mi jefe, con una voz profunda. Esta debe ser la segunda vez que hablo con él. No es que sea un jefe muy presente—. ¿Quién es?

—Soy Pablo Castañeda. Trabajo en su tienda. Me preguntaba si podía tomarme un día administrativo. Estoy enfermo—digo, y a lo último le agrego una tos falsa que espero que crea.

Al parecer lo hace (o quizá quiere dejar de hablar conmigo pronto), porque dice:

¿Pablo Castañeda? Espere. Le daré con la señorita García. Ella es la encargada.

—¡¿Qué?! No, no. ¡No se preocupe!—apremio, pero ya me ha puesto en la línea.

Adela no demora ni dos segundos en contestar.

¡Buenos días! Tienda del señor Ilabaca. ¿En qué le podría ayudar?

Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.

Odio mi vida. De verdad que la odio.

—Ahm... Soy yo—respondo.

¡Pablo! —exclama ella con preocupación—¿Qué le ha pasado? Lo busqué por toda la tienda. Y-yo... Lo de John-...

—Shhhh, no me digas nada. Ya está—la corto. La verdad de las cosas es que no tengo ganas de escuchar nada referente a ellos dos—. ¿Me quedan días administrativos?

Ella se queda en silencio y luego habla, como si no hubiese comprendido del todo.

¿Pablo, piensa tomarse el día? ¿Se siente bien?

Cierro los ojos con fuerza, con ganas de golpear algo. Tengo que hacer uso de todo mi autocontrol para no ponerme a gritar como imbécil.

—Todo bien. Solo tengo un poco de malestar. Creo que me estoy resfriando—miento pésimamente.

Ella se queda en silencio y supongo que debate algo, pero no lo dice. Solo suspira y murmura otra vez:

Acerca de Johnny...

—No es necesario que me digas nada—me apresuro, con una voz más o menos seca—. Yo no controlo tu vida ni tú controlas la mía, Adela. No tienes por qué darme explicaciones sobre él.

Ella vuelve a suspirar y pregunta:

¿Solo piensa tomarse el día de hoy?

—Sí—respondo, secamente.

Hecho—dice, desanimada—. Tenga un buen día. Espero que se mejore.

Cierro los ojos con fuerza, sintiendo que el enfado se convierte en culpabilidad. ¿Ella realmente tiene la culpa de las cosas que me están pasando? Soy Pablo, el idiota. Debí haberle dicho antes.

—No te preocupes. Nos vemos mañana—le digo, para animarla, pero no consigo mucho.

Está bien. Buenos días—contesta, y dos largos segundos después, cuelga.

Abro los ojos otra vez, y la luz del sol me hiere los ojos. Los cierro de vuelta, y en ese momento me doy cuenta de que solo una persona en el mundo podrá saber qué decir con certeza para lo que siento.

Pablo y Adela [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora