Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[3.2] Capítulo 6

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By ValeriaDuval

UNA NUOVA ALBA

(Un nuevo amanecer)

.

Aquel día, Angelo Petrelli había tenido sus clases universitarias en uno de los hospitales de los Fiori; había sido un día de prácticas a las que ya estaba habituado a regresar a casa, con Annie y, antes de tocarla —más allá de un beso casto—, sacarse la ropa y darse una ducha, previniendo contagios de posibles enfermedades que se hubiesen adherido a su ropa y piel, sin embargo, aquella tarde, al bajar de su Maserati, en lugar de ir directo a buscar a su hermana y luego a la ducha, se detuvo para responder una llamada de su prima Lorena.

Corrió escaleras arriba y entró a su recámara con la misma premura; en apariencia, como siempre, lucía él tranquilo... pero su corazón estaba agitado y su respiración se había acelerado.

Anneliese jadeó al verlo, con el sollozo que comenzaba su llanto. SU cuerpo se movió sólo y fue hasta ella; la muchacha lo cogió por ambos antebrazos, sujetándose a él... dándose fuerzas.

—¿Cuándo comenzaron las contracciones, mi amor? —le preguntó, suave.

—Justo ahora —su voz, a causa del temor, era apenas un susurro.

Como estudiante de medicina, partiendo de que había sido un embarazo perfectamente saludable, suponía que había tiempo, que debían relajarse... pero en ése caso, justo en ése caso, con el antecedente de Abraham...

—Tenemos que ir al hospital —le hizo saber.

Ella jadeó una vez más, aterrada, pero asintió.

—Jess —la llamó Angelo, comenzando a andar junto a su hermana—, hay una valija en el vestido, es de color gris os--

—Sí —lo interrumpió su prima, yendo ya a buscarla.

Lorena los siguió despacio, y pudo ver a Anneliese que, al salir, creyéndolos solos a su hermano y a ella, recargarse contra el muro, buscando un momento.

—Amor —la llamó él, paciente, pero haciéndole saber, a la vez, que debían continuar.

Anneliese asintió y se cubrió el rostro con ambas manos, justo antes de que una nueva contracción la hiciera erguirse; Angelo la abrazó y ella se aferró a él. Cuando, luego de unos breves segundos, el dolor pasó, cuando su cuerpo se relajó una vez más, el muchacho le pidió una vez más andar.

—Tengo tanto miedo —confesó en un murmullo ella, comenzando a derramar las primeras lágrimas.

—Todo va a estar bien —le prometió él, inclinándose ligeramente para mirarla directo a los ojos.

—¿Lo juras? —le preguntó ella.

—¡Te lo juro!

Ella jadeó una vez más y asintió, luego intentó dar un paso, pero Angelo la tomó en brazos, así como había hecho la mayor parte de su vida, como un recién casado alzaría a su mujer, y anduvo por ella.

Lorena se sintió una intrusa y decidió esperar un momento, invirtiendo el tiempo en avisar a los otros.

Cuando Jessica y la pelirroja se reunieron finalmente con ellos, Angelo estaba acomodando a su hermana en el asiento del copiloto y le abrochaba el cinturón de seguridad.

.

Las contracciones fueron aumentando en intensidad, mientras que el tiempo entre ellas se acortó de camino al hospital. Para cuando llegaron, Annie estaba casi lista para dar a luz.

.

En el quirófano, se encontraban, además del gineco-obstetra, una pediatra, un hematólogo especialista en pediatría, un anestesiólogo y media docena de enfermeras; todos ellos eran, o profesores del muchacho, o compañeros durante sus prácticas en el hospital. Angelo había elegido a cada uno de ellos.

Y a pesar de los intentos que hacían los médicos por tranquilizarla —a su hijo no iba a pasarle nada: eran un pequeño ejército dedicados a él—, Annie no había dejado de llorar ni de aferrarse a su hermano, al lado de su camilla, ni cuando las contracciones venían o se iban, y cuando finalmente llegó el momento de traer a su hijo al mundo, mientras Angelo se alejaba un poco de ella, dándole el espacio que necesitaba para su gran labor, ella soltó un grito de horror.

.

Angelo, aún pegado al lado de la camilla, apenas había mirado hacia los pies de Annie... o hacia la derecha de él, allá, donde, en cualquier momento, escucharía el llanto de su bebé; había pasado por todo el proceso aferrado a la mano de su hermana con una de las suyas, limpiándole el sudor del rostro, besándola, reconfortándola, a pesar de que... él también, sin saber por qué, se moría de miedo.

—Está coronando —comentó el gineco-obstetra.

Y mientras él comenzaba a instruir a Anneliese, el muchacho sintió que algo bajaba por todo su cuerpo, como si su sangre se hubiese puesto fría, de repente, dentro de sus venas, y bajara por su ser, debilitándolo.

Finalmente ocurrió; un llanto de recién nacido sonó junto a un sollozo de Annie. Uno de los dos trajo a la realidad al muchacho; al parpadear un par de veces, rápido, los sonidos, que se habían amortiguado, se aclararon e incluso sintió el aire más fresco, como si hubiese salido de un encierro.

Ellos comenzaron a limpiarlo justo antes de llevárselo.

Angelo, sin soltar la mano de su hermana, siguió al bebé con la mirada.

—Ve —lo empujó Annie, sacándose de su agarre, desesperada—. ¡Ve! —lo empujó una vez más; jadeaba, las lágrimas le escurrían por las mejillas.

El muchacho expulsó el aire por la boca, sin poder decidir qué hacer..., no quería hacerlo, no quería dejarla.

—¡Ve con él! —le ordenó ella, con mayor intensidad.

Sin más remedio, él obedeció y fue hasta donde el hematólogo y la pediatra revisaban a su... Angelo se quedó quieto al mirarlo de frente, ahí, tan... real, tan vivo, tan independiente de Annie. Hasta ése momento, al decir «bebé», no había diferencia entre su ser y Anneliese... Era casi un concepto, era regresarle a ella el hijo al que no pudo amar, era que él recuperara lo que le habían arrebatado —el color de los ojos Abraham, la voz que no pudo conocerle... su risa—, pero, al tenerlo ahí, tan flaquito y chiquito, gritando de frío y del dolor que le provocaban los pinchazos que los médicos le daban para la extracción de sangre y midiendo su tiempo de coagulación... Angelo fue enteramente consciente de que, ése de ahí, era su hijo.

Tenía un hijo.

Se acercó despacio, casi temeroso.

—Ya casi está listo —le dijo la pediatra, sonriendo—. ¿Quieres cargarlo? —lo invitó.

Al momento, el muchacho sacudió la cabeza, ganándose varias risillas enternecidas por parte de los presentes.

Al concluir con la revisión —Angelo no había apartado la mirada de su rostro y, cuando su bebé tembló debido al intenso llanto, estuvo por apartar a todos para poder abrigarlo y darle calor—, el hematólogo lo envió en una sábana blanca y se lo ofreció:

—Tómalo ya —lo tuteaba, había sido su profesor el último semestre de medicina—; pasará un ratito en la incubadora y no podrás abrazarlo mientras tanto.

Al saber que se perdería la oportunidad, el muchacho alargó los brazos y, sintiendo su peso ligerísimo, lo acercó a su pecho. Al sentirse ligeramente apretado, el llanto de su hijo disminuyó y se calmó lo suficiente para que él pudiera inclinarse y besarle la frente, luego una mejilla y... sonrió al darse cuenta de que, el primer beso a su hijo, se lo había dado él... de que estaba besando a su hijo.

Tenía un hijo.

Luego de un rato, le pidieron que lo depositara sobre una diminuta cuna metálica, alta, sobre la cual lo llevarían hasta las incubadoras, y él lo acompañó, mirándolo atento, hasta que lo sacaron del quirófano y pudo ver, del otro lado, a Raimondo y Lorenzo, a quienes hizo un ademán con la mano, señalando a su hijo, pidiéndoles que lo siguieran y acompañaran... él tenía que regresar con Annie.

Y al hacerlo, se dio cuenta de que algo no andaba bien... ella estaba demasiado silenciosa y relajada sobre la camilla.

—¿Mi amor? —la llamó mientras se adelantaba a buscarla—. ¿Qué pasó? —preguntó al gineco-obstetra; su pulso se había acelerado de nuevo.

—Le administramos un relajante suave —le explicó el anestesiólogo—. Estaba muy tensa.

Al escucharlo, Angelo se sintió conmocionado... era como si estuviese esperando que ocurriera algo malo.

Le acarició los cabellos rubios, sudorosos a su hermana, mientras se relajaba a su lado, apoyándose con un codo sobre la cama del quirófano, luego le cogió una mano y le besó los dedos.

—Mi bebé —murmuró ella, adormecida, con los ojos entrecerrados. Los médicos seguían atendiéndola a ella.

—Está bien, mi amor —le adelantó las noticias del laboratorio, ¿para qué explicarle eso cuando ni siquiera podría entenderlo? Era mejor dejarla descansar, ella ya había trabajado (y sufrido) demasiado—. Está bien... Sano, perfecto —le acarició el rostro, le hablaba en susurros cerca de los labios—. Y es hermoso, mi amor.

En su estado, Anneliese sonrió.

—Es un niño —se dio cuenta.

—Es un niño —aceptó.

Ella sonrió una vez más antes de cerrar los ojos y entrar en un sueño profundo.

.

Cuando Anneliese fue trasladada a su habitación, Lorena y Jessica ya esperaban por ella; los otros, seguían junto al nuevo miembro.

—Felicidades —le susurró Lorena mientras Angelo mismo, pasando de la ayuda de los camilleros, levantaba, a su mujer, de la camilla de movimiento, para depositarla luego, con sumo cuidado, en la cama fija de la habitación.

Al escuchar a su prima, Angelo no pudo evitar sonreír y, apenas él terminó de acomodar el brazo canalizado de Anneliese y la cubrió con una sábana blanca, aceptó el abrazo de su prima.

—Ya eres papá —murmuró en su oído; hablaban todos bajo, para no despertar a la madre.

Para sorpresa de sus primas —podría ser, tal vez, el mar de emociones que él tenía dentro—, que respondió él:

—Ya lo era.

Jessica sonrió de manera triste, comprendiendo de qué hablaba él... Abraham.

Se acercó a él y le acarició una mejilla.

—Ve con él —le pidió, bajito, luego lo abrazó para compartir su alegría—. Aquí vamos a estar, con Annie; ve con él.

Los camilleros salieron mientras el muchacho evaluaba la sedación de su hermana. Al final, se acercó a ella y le besó delicadamente los labios, como una promesa de que no tardaría. Sin embargo, una vez que salió de la habitación, anduvo lento sin saber por qué. No necesitaba pedir direcciones, pues era el hospital donde recibía clases tres días a la semana, aun así, eligió el ascensor que, en su experiencia, tardaba siempre más en abrir y, mientras las puertas llegaban a su piso y se abrían, él respiró profundo, relajándose.

No se sentía impaciente por llegar hasta las incubadoras y cuneros; seguía teniendo un mal presentimiento. La imagen de Abraham... de él, recién exhumado, había estado rondando su mente las últimas horas.

Al llegar finalmente al piso, lo primero que vio fue a Lorenzo cerca del cristal, intentado ver a su sobrino; a su lado derecho estaba Raimondo y, un poco más a la derecha, estaban Matt y Ett.

...Angelo no podía enojarse con Matteo.

Era él quien los había cuidado a Anneliese y a él, cuando no tenían a nadie, y más allá de los desacuerdos infantiles que habían llegado a tener, siendo unos adolescentes, Matt nunca les había fallado a sus hermanos. Annie, sin embargo, se negaba aún a hablar con él y... la deducción de Angelo era simple: Matt siempre la había apoyado y cuidado tanto que, el día en que no lo hizo... la vida de Annie —y la imagen que tenía de él— se rompió.

"Papá la amenazó con hacerla abortar y yo no la ayudé —le había explicado Matteo a su hermano menor; no se quitaba la culpa... pero, ¿cuándo Matt no sentía culpas? Al saberlo, Angelo se había sentido furioso con su padre—. Así —había seguido Matt, como cuando ella era niña y no quería comer, que la amenazaba con llevarla a que le inyectaran vitaminas".

En el fondo, una vez que Angelo conoció y meditó la historia entera... sabía que nadie había tenido la culpa por lo de Abraham —no había un solo motivo para sospechar que Annie era portadora de hemofilia y en el convento tenían experiencia con madres adolescentes—, pero el punto era que Annie había pedido un hospital y se lo habían negado, y aunque eso no garantizara que un bebé con un cuerpo tan frágil como Abraham, habría podido lograrlo... nunca lo sabrían.

Tampoco, creyó Angelo, que podría llegar a perdonarle a su padre que hubiese amenazado la vida de su hijo. Él lo había enviado lejos, lo había forzado a dejar a su mujer... para luego amenazar la vida del hijo de ambos... no importara que fueran amenazas vacías: para Anneliese, en su pánico, habían sido muy reales... Y luego supo del cómo Raffaele Petrelli —el hombre, no el padre que lo había criado, el padre que tenía ya sólo tres hijos—, había encontrado a su esposa y a sus dos niños, y había buscado fotografías del accidente —Sylvain Petrelli, sin ambas piernas y con un solo brazo, había sido la página principal de casi todos los periódicos franceses del día 4 de junio—..., y se preguntó cuán desesperado se había sentido él para amenazar la vida del bebé de su única hija, habiendo perdido él dos, y de aquella manera.

Ettore fue el primero en notar a su primo... y entonces, sin decirle una sola palabra, sin despedirse siquiera de los otros, se dio media vuelta y se marchó. Angelo comprendió que seguía enojado, que seguía culpándolos a Anneliese, y a él, de la muerte de Giovanni y, por ende, de Rebecca. Sin embargo, Ett había acudido al hospital para conocer a su sobrino..., pero no estaba listo para perdonarlos, lo cual, Angelo encontró un poco gracioso y se preguntó cómo le golpearía la noticia de que Giovanni nunca estuvo enojado con ellos, que nunca se sintió furioso o avergonzado, pues él mismo se había enamorado tanto de su prima hermana, que se había casado con ella.

Y a pesar de cuán divertido pareciera decírselo tan sólo para disfrutar de qué cara idiota ponía, no se moría por correr a decírselo.

Su desplante, no obstante, alertó a los otros.

Matt sonrió al verlo —con esa sonrisa melancólica que tenía, que parecía triste aun cuando no lo era—; Lorenzo fue el primero en abrazarlo, dándole unas palmaditas en la espalda, luego siguió Raimondo y, cuando fue el turno de Matteo, pero él se quedó quieto, a distancia, Angelo supo que algo pasaba.

Matt tragó saliva, como si fuera a decir algo, pero fueron sus ojos grises, idénticos a los de Hanna, quienes hablaron por él: volteó ligeramente a su izquierda, pero no llegó a ningún lugar, pues se agachó antes... sintiéndose culpable. Angelo siguió el rumbo de su mirada y se encontró, recargado contra el muro que giraba por el corredor, a Raffaele...

.

Annie, con sólo seis años, inhaló de manera entrecortada, en varias ocasiones, antes de finalmente torcer un puchero y echarse a llorar.

El jardinero, quien quitaba las plantas junto al muro —sus patrones estaban remodelando el jardín trasero: no querían ninguna planta y estaban poniendo una cerca metálica a la piscina— miró sobre su hombro, confundido, y luego miró más atrás, hacia el padre de la niña, que ya se aproximaba a ella.

—¿Qué pasa? —le preguntó a su niña, tomándola por un hombro para volverla hacia él.

—Borlita —logró decir ella, con las lágrimas cayéndole ya por la barbilla.

Por un momento, Raffaele Petrelli —con sólo treinta y cuatro años, recién salido de rehabilitación, bien rasurado, con ropas limpias... tan atractivo como siempre había sido pero ahora con la musculatura de un toro— no recordó quién era Borlita, por lo que buscó con la mirada entre las hierbas que quitaba el jardinero —frente a las cuales estaba parada su niña—, y entonces la vio: pelaje blanco, enlodado, recubriendo lo que quedaba de un flaquísimo esqueleto...

—Mi tío dijo que ella estaba con su mamá —le explicó Annie, mientras Raffaele la tomaba en brazos.

—Estaba enredado entre espinas —reveló el jardinero a su patrón.

Raffaele supuso que su hermano no había buscado al conejo, cuando se llevó a sus niños a vivir con él, pero la realidad era que Uriele no había podido encontrarlo. Borlita talvez se había quedado atorada entre las espinas, tal vez le había picado algún insecto venenoso...

—Ese es otro conejo, mi amor —mintió Raffaele, mientras su pequeña se recostaba sobre su hombro—. Ése no es Borlita.

—¡Es ella! —chilló la niña, alejándose para mirarlo a la cara—. ¡Tiene su collar rosita! —le explicó la niña, intentado que su padre la soltara.

Raffaele la dejó y ella corrió hacia la casa.

—¡Angelo! —llamó a su hermano, al entrar a la cocina.

Se encontraron en la sala de estar —ella iba corriendo hacia su habitación y él siguiendo su voz—.

—¿Qué pasa? —le preguntó el niño, algo asustado.

—Borlita —dijo ella...

La niña lloró la tarde entera, en la cama de su hermano, entre los brazos de éste, hasta quedarse dormida. Horas después la despertó su padre y le dijo:

—Tienes que ver esto —le hablaba bajito, como si estuviese contándole un secreto.

—¡No quiero! —la niña rubia, comenzando a llorar de nuevo, ocultó el rostro en el pecho de su hermano. Por algún motivo, se sentía molesta con su padre (tal vez porque intentó mentirle: ¡ella sí era Borlita!).

—Vamos —intentó convencerla él.

—¡No! —ella sacudió la cabeza.

Raffaele, enternecido, la cogió en brazos y, pese a las protestas de su hija, la llevó a la planta baja y no sólo eso, sino también al jardín. Ya había anochecido.

—¡No quiero estar aquí! —gritó ella... pero entonces vio a su madre cargando un enorme conejo blanco, de orejas caídas—. ¡Ésa no es Borlita! —les advirtió.

—¡Claro que no! —se rió Hanna—. ¡Es su mamá!

Annie torció un gesto de incredulidad; Raffaele siguió:

—La encontró el jardinero al quitar el resto de plantas y, ¿qué crees? Encontró algo más —la llevó, en brazos, hasta la caseta en una esquina del jardín.

La caseta, con forma de casita y del color natural de la madera, estaba casi pegada a la esquina izquierda del jardín, dejando un espacio de aproximadamente un metro entre ésta y los muros, los cuales estuvieron rodeados de rosas —en algún momento... antes de que llegara Annie. Ella sólo conoció ahí hierbas y espinas—.

—Mira —le pidió Raffaele, iluminando con una lámpara el espacio entre el muro lateral de la caseta y el muro—. ¿Ves ahí?

—¿Qué hay? —preguntó la niña, recelosa.

—¡Una casa de conejos! —aseguró él.

Angelo, quien los había seguido, frunció el ceño.

—¿Qué casa? —preguntó Annie.

—En la naturaleza —le explicó Raffaele—, los conejos viven dentro de la tierra; se llaman «madrigueras» los agujeros que hacen para vivir. ¿Los ves ahí? Son dos.

—¿Dos? —preguntó la niña, bajándose de los brazos de su padre para acercarse un poco más.

—Dos —siguió Raffaele.

—Encontramos a la mamá de Borlita dentro de uno de ellos —aseguró Hanna, mostrándole al otro conejo.

—Tu tío Uriele no te mintió, Annie —siguió Raffaele—: Borlita vivía ahí, con su mamá, pero murió y, lo que encontró el jardinero, era su tumba. Ahí la puso su mamá.

Annie meditó la historia, en silencio, por un largo momento, luego torció un nuevo puchero y se volvió hacia su padre.

—Pero, ¿por qué murió? —parecía aceptar las palabras de su padre—. Si la estaba cuidando su mamá, ¿por qué murió?

—Porque a veces los animalitos mueren —explicó Matteo, quien se reunió con ellos en ese momento—. Envejecen más rápido y mueren.

—¡No es cierto! —chilló ella, comenzando a molestarse—. Además, ¡su mamá sigue viva! Y Borlita era pequeña, ¡era una niña! ¡Los niños no mueren!

Cuando ella terminó de hablar, la luz de la linterna que sostenía Raffaele, por un momento, bajó hacia los pies de la niña, como si él hubiese perdido toda fuerza. Hanna lo miró, angustiada. Él se aclaró la garganta y, con voz baja, con una voz completamente distinta a la que usaba antes, dijo:

—A veces sí, Annie. A veces, los niños también mueren...

—Si quieres —se adelantó Hanna, intentado distraer las mentes de todos—, te puedes quedar con la mamá.

—¡No! —chilló Annie—. ¡No cuidó a Borlita! —explicó, antes de marcharse, corriendo, al interior de la casa.

—¿De dónde sacaron a ese conejo? —preguntó Angelo.

—De una tienda de mascotas —se rió Matt.

—Y los agujeros? —siguió.

—Los hizo papá con una pala —se rió, mirando a su padre.

Raffaele no dijo nada. Matteo no entendió qué sucedía —¿por qué con él no se reía? Se había estado riendo con Annie, ¿por qué no le regresaba la sonrisa a él?—; Angelo no dijo nada más, pues notó que el rostro de su padre había cambiado... Se veía de nuevo triste.

.

Raffaele pareció avergonzado de sostenerle la mirada y, como si se diera cuenta entonces, del gran mal que había hecho al acudir, se dio media vuelta en dirección a la salida.

.

Hanna era una extraña fotógrafa; fotografiaba flores y aves, copos de nieve, gotas de lluvia... Y elegía, para enmarcar, fotos igualmente extrañas... habían creído sus hijos, por muchos años, pues ella pasaba de las fotos donde posaba la familia —ésas las dejaba en el cajón, dentro de un álbum de fotos que jamás hojeaba—, y ponía en marcos buenos las capturas más simples.

Había sido ella quien había enmarcado la fotografía que Angelo, siendo un adolescente, había tenido siempre en su buró: Anneliese, vistiendo un vestido blanco, veraniego, sentada sobre sus piernas, sonriendo mirando burbujas de colores, a su alrededor... mientras que Angelo la veía sólo a ella.

También tenía otra foto igualmente rara, pero en el buró de Raffaele, bajo su lámpara: él estaba dormido en el sillón de la sala, vistiendo sólo bóxers y una playera blanca; se le veía agotado, luego de una de sus extenuantes sesiones de ejercicios, pero aun así había esperado, paciente, a que Angelo —con sólo siete años— terminara de leerle uno de sus cuentos mitológicos a Annie, para poder explicarles las palabras que no entendieran. Y entonces se habían quedado dormidos los tres juntos: Angelo sentado a su lado izquierdo, en el hueco que quedaba entre su padre y el brazo del sofá, recargado contra el hombre y bajo el brazo de éste, mientras que Annie estaba desparramada sobre las piernas de su padre, mismo que, aún en sueños, la asía por la cintura, para evitar que rodara y se cayera su niña.

A sus hijos les había costado entender la extraña manera en que Hanna elegía las fotografías para enmarcar, pero se llegó el momento en que los tres lo hicieron: ella no apreciaba poses fingidas, sino momentos. Pequeños destellos en la vida que inmortalizaban autenticidad, felicidad, amor...

.

—Papá —Angelo se escuchó llamarlo cuando éste se dio media vuelta.

* * ** ** ** ** ** * *

... Papá.

.

Gracias por tanto, preciosas. Por cierto, ¿ya me siguen en Instagram?

(Julio 13, 2020).

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