Ambrosía ©

Oleh ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... Lebih Banyak

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[3.2] Capítulo 4

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Oleh ValeriaDuval

LA GATTA CHE HA TRASFORMATO IN UNA LUPA
(La gata que se volvió loba)

.

Cuando Irene Ahmed supo que Raffaele tenía de regreso a... ésa mujer, en su casa, se sintió traicionada.

No era sólo ahora la falta a su amiga, ¡él había llevado nuevamente a esa mujer a casa, con los niños que había abandonado y que ella, con todo su amor, había cuidado!

Quiso ir a buscarlos... y también a empujarla a ella y escupirle a la cara.

Uriele, sin embargo, la había hecho que se tranquilizara... por un rato; luego él le reveló el motivo por el cual le contaba que Hanna estaba de vuelta: Jess quería ver a su prima Annie y... ellos irían a visitarlos.

—¡¿Cómo puedes pedirme eso?! —increpó ella a su marido, histérica.

—¡¿Cómo tú puedes negármelo?! —respondió él, a cambio—. ¡Es mi hermano, maldición! ¡Mi hermano! —se encontraban en la recámara principal de su hogar. Ninguno pensaba en si sus hijos estaban escuchándolos; hablaban alto—. ¡Está intentándolo! ¡Mi hermano estaba muerto, ¿por qué no puedes apoyarlo?!

Irene perdió la expresión... ¿Muerto? ¡Muerta estaba Audrey! ¡Muertos estaban los hijos de ésta!

—¡Y muerto debió quedarse! —le gritó; fue la primera que le gritó a su marido, la primera vez que gritó en su hogar, llena de rabia, invadida por el dolor—, ¡muerto debería estar él y no Audrey! —su garganta vibró y ardió con el grito, y sus ojos, cual miel líquida, dejaron escapar lágrimas.

Uriele también perdió la expresión. ¿Muerto?... ¿Su hermano? Irene no se dio cuenta de lo que dijo hasta que él dio un paso atrás y luego giró sobre sus talones, en dirección a la salida de su recámara. ¿Su hermano... muerto? Ellos habían sido uno... su gemelo era parte del otro, en muchos más sentidos que sólo el cuerpo.

Al verlo alejándose, Irene se dio cuenta de lo que le dijo.

—Mi amor —lo alcanzó cuando él abría la puerta y lo abrazó por la espalda—. ¡Perdóname, mi amor!

—Suéltame, Irene —le suplicó, intentado quitarle las manos que se aferraban a su vientre plano con suavidad.

—Perdóname —siguió ella, besándole la espalda ancha.

Irene lo idolatraba; su marido era un hombre de treinta y cinco años —aunque lucía más joven—, era un hombre alto, de cuerpo atlético y con el rostro más bello que ella jamás había visto o imaginado, de voz suave, de afilados colmillos sensuales... Y aunque a veces fuera un poco distante, siempre había sido amable, respetuoso, nunca había faltado a su matrimonio —¡y vaya que ella era exigente!—, era un buen padre, un buen hijo y un mejor marido.

—Perdóname, mi amor —lo forzó a volverse hacia ella y comenzó a besarle el rostro—, perdóname.

Uriele se abrazó a su esposa, y aunque tenía los ojos enrojecidos, no dejó escapar una sola lágrima, pero ella lo sintió temblar y se sintió una total basura, ¿cómo había podido decirle algo como eso? No sabía, sin embargo, lo que pasaba por la mente de él... la culpa, la derrota, el constante recordatorio y reproche de que él, sin pensárselo dos veces, había ayudado a enterrar a su hermano simplemente porque quería vengarse...

Irene abrazó y besó a su marido e hizo lo que debía, una vez más, por él: ser una buena esposa y apoyarlo, soportando a su familia... a su hermano y a la amante de éste.

.

Irene evitó mirar a los ojos a ésa mujer y con Raffaele apenas cruzó palabra.

Uriele parecía contento con su hermano de regreso, Ettore y Jessica parecían contentos con sus primos. En la siguiente reunión, Gabriella y sus hijos, Lorenzo y Lorena, también se unieron a ellos e Irene finalmente fue capaz de abrir la boca cuando se encontraban visitando la casa de... Raffaele y de su amante. Por fortuna, los niños buscándola, como siempre, le distraían la mente de reflexiones y le hacían más llevadero el gran tormento... de momentos.

La tercera vez que se encontraron, fue igualmente durante un fin de semana, en casa de Raffaele; estaban asando carne en el jardín y Lorena, Annie y Jessica le pidieron sándwiches de queso, por lo que Irene fue junto a ellas, a la cocina, y apenas terminó de cortar las orillas de su pan, y derretir perfectamente el queso, las niñas saliendo corriendo a continuar su juego... y entonces se le unió Hanna. fue la primera vez que se encontraron a solas, en una misma habitación, e Irene se dio prisa a cerrar el pan y, cuando estaba por guardarlo dentro de la alacena, Hanna le rozó una mano mientras intentaba alcanzar una botella de salsa que se hallaba sobre la encimera.

... El contacto, con su piel blanca... infectada, le pareció ofensivo y, sin pensar en lo que hacía, primero se limpió la mano contra la falda corta que vestía, para después, igualmente sin planearlo, levantar su otra mano y darle una bofetada de revés.

El primer instinto de Hanna fue prepararse para regresarle un buen puñetazo, pero... se detuvo. Irene, con lágrimas en los ojos, empezó a hablar:

—Tú, sucia puta —le gruñó, bajito para que pudiera escucharlo sólo ella—. ¡No te atrevas a volver a tocarme nunca más! —le ordenó.

Hanna la miró a los ojos; Irene, con los dientes apretados, temblaba.

—Estoy en esta maldita casa obligada, porque es lo que hace una mujer: seguir a su esposo, no para ser tu amiga, estúpida.

La alemana no podía decir nada. Pese a su gran belleza, pese a que el resto de personas morían por servirla, ella vivía avergonzada de sí misma, creyéndose inferior a cualquiera... en especial a mujeres como Irene; peor aún, la culpa que sentía no ayudaba, menos todavía al enterarse de que Audrey y ella habían sido grandes amigas.

—Si dependiera de mí —continuó Irene—, apartaría de tu suciedad a todos los niños, ¡a todos! Porque, aunque estés aquí, haciéndote pasar por una señora... con el marido de ella y con su única hija, siempre serás lo único que eres: una puta.

Dicho aquello, Irene dejó la cocina y se reunió con los demás, luchando por contener las lágrimas. Por su parte, a Hanna le tomó mucho más tiempo que a ella despertar, y más aún reunirse nuevamente con los demás.

Y no dijo una sola palabra. El ardor de la mejilla se había ido... pero no de sus palabras, ni la marca en su piel, y Uriele lo notó:

—¿Qué te pasó en la cara? —le preguntó.

Aunque en otro momento, la alemana hubiese preguntado «¿Dónde?» para disimular, turbada, como se hallaba, ella se tocó la mejilla derecha, ahí donde una marca rojiza le invadía la piel, y se obligó a sonreír.

—Nada —mintió.

Ante su respuesta, Uriele frunció el ceño, mientras que Raffaele miró hacia su cuñada... pero no hasta cruzar miradas con ella. Había sido un presentimiento, una rápida y obvia deducción, que le llevó a buscarla a solas, cuando su hermano gemelo ya se despedía de Gabriella, aún en la terraza, y la llamó:

—Irene —su voz era suave.

La mujer, de espaldas a él, apenas se dignó a mirarlo sobre el hombro.

—No vuelvas a golpearla —le pidió.

Irene entonces se volvió hacia él.

—¿Perdón? —lo retó—. ¿Qué dijiste?

Raffaele no lo repitió, y no porque no se atreviera, sino porque sabía que ella había oído bien, la respetaba, sin embargo: ella no sólo era la esposa de su hermano, sino que había sido la mejor amiga de su esposa y... le debía tanto: ella había cuidado a sus hijos.

—¿Me advertiste o me amenazaste? —Irene hablaba bajo, pero arqueaba sus cejas, retándolo a hablar.

El hombre se negó a responder, pues ambos sabían perfectamente que él no había hecho eso. Irene dio un paso hacia él; Raffaele no se movió, tampoco desvió su mirada de sus ojos color miel... hasta que ella lo escupió a la cara.

A Raffaele le llevó un segundo limpiarse la piel y volver a abrir sus ojos; le pareció, entonces, que ella iba a decir algo más, cuando Annie gritó, mientras corría hacia ellos:

—¡Tía Irene!

El rostro de la aludida cambió al instante: dejó de ser todo cólera y reproche, y se volvió una mujer casi tan dulce y paciente, como lo había sido la misma Audrey.

—¿Qué pasó, mi amor? —le preguntó.

—¿Jessie se puede quedar a dormir esta noche?

—¿Puedo, mami? —Jessica se unió a ellas.

Irene, sin voltear a ver de nuevo a su cuñado, se encaminó a la terraza para preguntar a su marido el qué había dicho él a la petición de su hija, pero Raffaele la llamó una vez más; la mujer se detuvo y lo miró.

—No vuelvas a golpearla —le repitió. Su tono era, esta vez, más duro.

La mujer continuó con su camino y, al llegar a la terraza, se encontró con la razón de estar ahí, sintiéndose una traidora corrompida: la bella sonrisa de su marido. Uriele, sentado a la mesa junto a Gabriella y Hanna, sonreía, mostrando los colmillos y agitando las manos mientras les contaba algo que hacía reír a las otras dos... o eso creía Irene, hasta que notó algo: a quien su esposo veía... era sólo a la alemana, a quien, un rato antes, había prestado una atención que ni siquiera Raffaele, detectándole de inmediato un golpe en la cara —se fijó también, entonces, que a ella no le notó las lágrimas que se negó a derramar... pero sí el golpe a la puta de Raff—.

.

Irene comenzó a estudiar el comportamiento de Uriele cuando estaban preparándose para visitar a su hermano —parecía de mejor humor—, y también sus expresiones cuando estaba junto a ella.

No le llevó mucho darse cuenta que, quien hacía feliz a Uriele, quien lo ponía a reír, no era precisamente el retorno de su hermano gemelo, de la muerte.

Aceptarlo, sí, eso sí le había llevado más tiempo, pero una vez que lo hizo, comenzó a notar más cosas: Uriele también prestaba mucha atención a Angelo, el que no era tan bruto como Raff, sino más tranquilo y educado... como Uriele, de quien había heredado los gestos sutiles cuando encontraba algo desagradable, o cuando estaba aburrido y le invitaban a hacer algo que lo aburriría aún más.

Partiendo de que Hanna no era más que una prostituta, y tomando en cuenta que había hecho caer a Raff, a un hombre que se mostraba tan enamorado de su mujer..., ¿qué podría esperarse de Uriele?

Una tarde en que Uriele ayudaba a Angelo con uno de sus libros, mientras que Raffaele volteaba la carne de la parrilla, Irene vio a su marido sonreír, orgulloso, mostrando sus colmillos mientras le acariciaba al niño los cabellos negrísimos, suaves y ligeramente ondulados, felicitándolo por lo que fuera que él hubiese dicho... y luego torcer una de sus suaves muecas de confusión, cuando Ettore lo llamó para que pudiera ver un juego tonto, que realizaba con Matteo.

Comenzar a preguntarse por la paternidad de Angelo, fueron las espinas de las enredaderas negras que la habían envuelto entera. Empezar a apartarse de su marido, fue la reacción al conocimiento que caía cual roca por el acantilado... un acantilado en el que tú estás abajo, atrapado, luego de que te gritan la verdad a la cara.

Irene dejó de tocarlo. Poco a poco dejó de buscarlo íntimamente; le dolió que él no lo notara de inmediato porque... él rara ocasión la buscaba a ella, y éstas contadas veces eran un modo de disculpa, cuando ella se encontraba molesta, o un mimo en sus cumpleaños, en su aniversario, un acto que, tal vez, coronaba los masajes con los que comenzaba a consentirla.

Una noche, luego de visitarla a... ella, Irene se metió directo a la ducha en su habitación, sintiéndose asqueada y humillada; salió envuelta en su bata de baño color cereza y, mientras se untaba crema en las pantorrillas esbeltas, de piel clara, pero perfectamente bronceada, observó a su marido, sin camisa, sintonizar el reporte de noticias nocturnas, en el televisor, mientras pedaleaba en la bicicleta estática que tenían cerca del balcón. No pudo evitar deslizarle la mirada por el cuerpo bien formado... y su cara bonita; apretó los labios, sintiendo sólo desprecio por él. En momentos, Irene sentía odiarlo... porque lo adoraba. A su vez, sin que ella se diera cuenta, Uriele estaba mirándole las pantorrillas a su mujer, y algo hechizado por su cuerpo femenino, dejó la bicicleta y fue donde ella, arrodillándose al llegar para poder cogerle un pie entre sus manos y besarle una rodilla. Al momento, Irene recuperó su pierna y él buscó su mirada, tomó asiento a su lado y la observó por un segundo —ella aún se negó a mirarlo—; Uriele comprendió y le besó una mejilla, respetuoso y, cuando se alejó, Irene sintió deseos de llorar porque... no podía evitar que le gustara tanto... y quererlo tanto.

Se levantó rápidamente y lo hizo volverse hacia ella mientras le atacaba los labios con los suyos. Uriele, al momento, la envolvió entre sus brazos, por la cintura, y la alzó. Y en esos momentos, ella lo tenía, él era suyo... aunque, sabía, que al primer llamado corría con ésa mujer.

Y en realidad Irene no sabía cuánto así era.

La primera vez que Hanna Weiβ llamó a Uriele y le suplicó que la buscara de inmediato, fue por un simple presentimiento que tuvo... la vida no era buena con ella, la vida no le daba cosas buenas a ella y, una vez que se encontró nuevamente en Italia, junto a sus hijos, junto a Uriele... junto a un Raffaele que ya no intentaba matarse lentamente..., él apareció. Era como si la vida intentara recordarle que ella no podría, jamás, tener nada bueno, ninguna felicidad o alegría.

Y quizá así era.

Oliver Blanc esperó a que Raffaele no estuviera en casa y entonces llamó; pareció sorprendido cuando, quien lo recibió, fue Uriele —a quien, un rato antes, Hanna le había mostrado aquella fotografía que le hizo a Audrey, cuando ella la visitó en su hogar—; y aunque el italiano de Oliver era malo, conocía lo suficiente para dejarlo claro: Audrey y él habían crecido juntos en el orfanato, siempre estuvieron enamorados..., la niña era hija suya y la quería.

Comenzaría el litigio para el reconocimiento de paternidad, llevaría como prueba la partida falsa, de nacimiento, con la que Audrey pretendía proteger de su marido a la hijita de ambos.

Uriele dijo que eso era una mentira, pero Hanna estaba en pánico... y ciertamente él también: su hermano, muerto en vida, vino a su mente y no pensó las cosas con claridad. Rápidamente, hizo lo único que podía: le ofreció al hombre el suficiente dinero para que viviera cómodamente por una década... o dos.

Y él aceptó. Oliver aceptó. Tomó el dinero y se marchó, dejando a Hanna muerta de miedo —¿y si él realmente no se iba? ¿Y si sólo utilizaba el dinero para pagarse un mejor abogado... y destrozarles la vida?—. Uriele, por su parte, una vez que el francés se marchó, tomó a Angelo y a Annie.

—¿A dónde los llevas? —le preguntó Hanna, yendo detrás de él.

—Él estaba mintiendo, Hanna —aseguró el hombre, con los dientes apretados—. Conocí a Audrey...la conocí desde que éramos unos adolescentes y sé, ¡sé perfectamente que ella se habría pegado un tiro antes de faltarle a su matrimonio!

Por un momento, al oírlo hablar de manera tan vehemente sobre los valores de aquella mujer, Hanna se detuvo y bajó la cabeza, pero se recuperó rápido cuando Uriele la llamó con fuerza, despertándola para que le entregara alguna identificación de ambos niños.

Fueron directo a un laboratorio, donde él se apuntó como el padre de ambos y solicitó una prueba de ADN.

—¿A Angelo para qué? —preguntó Hanna, aún aturdida.

Uriele puso los ojos en blanco; parecía molesto, cansado.

—Para que, cuando alguno le cuente a mi hermano que tuvieron análisis, tú le puedas decir que tuvieron cita con el pediatra y fue uno de los exámenes de rutina, de Anneliese.

Y fue así: ésa misma noche, mientras Raffaele la bañaba antes de meterla a la cama, Annie le contó que le habían extraído algo de sangre a Angelo y a ella; los había llevado su tío Uriele.

—¿Matteo no tuvo cita con el pediatra? —se interesó él.

—No —Hanna sentía que él vería a través de ella—. Irene lo llevó a él hace un par de meses.

Raffaele no preguntó más. Y Hanna deseó no pensar en ello nunca más, pero en el fondo sabía que Oliver volvería y... él lo hizo. Dos años luego, él volvió.

Para entonces, Hanna sabía la verdad...Sabía quién había engendrado a Annie y el qué quería Oliver Blanc de ellos.

—¿Se te acabó el dinero? —lo retó Uriele apenas verlo.

Había dejado, hacían menos de dos horas, a su hermano en el aeropuerto, y se encontraban en la cocina de Hanna; ella había pedido al hombre entrar, para evitar que los escasos vecinos lo miraran.

Ante su pregunta, Oliver pareció incómodo y hasta ofendido, pues dejó la silla y, sin decir una sola palabra, pegó media vuelta, dispuesto a marcharse.

—Hablaré antes con Raffaele —comentó mientras andaba—. Quizá lleguemos a un acuerdo...

Los ojos grises de Hanna, llenos de pánico y temor, buscaron los ojos de Uriele.

—¡¿Qué haces?! —le susurró, desesperada—. ¡Detenlo! —y al decirlo, lo supo... Uriele no tenía manera de hacerlo.

Ni ella.

Gimió, mirando la espalda masculina alejarse de ella, camino a desmembrarle a tirones la existencia, a volver su vida una agonía eterna y... ¿por qué? Tan sólo porque él quería, ¡sencillamente porque le pegaba la gana lo haría y...

Hanna sintió que no era ella; salió de su propio cuerpo, tal vez escapando del horror que vendría, y no fue totalmente consciente de sus actos cuando, tomando un gran cuchillo que descansaba sobre la encimera, se fue contra Oliver, poseída...

.

Uriele intentó detenerla, pero ella ya lo había apuñalado dos veces en la nuca, justo antes de que él la sujetara por detrás, por ambas muñecas.

—¡Suéltame! —le ordenó, y entre la cólera de Hanna, y un enorme cuchillo ensangrentado en su mano, Uriele no luchó más contra ella.

... Ya no había motivo: Oliver estaba muerto.

Hanna se acuclilló sobre el cuerpo del hombre, que se desangraba sobre el piso de su cocina, y siguió apuñalándolo sin darse cuenta; en su cabeza no mataba a un hombre... sino una idea, un peligro, una araña ponzoñosa, una víbora rabiosa que había llegado a su hogar con el único propósito de hacerle daño a su familia... Porque eso es lo que haría a Raffaele con sus mentiras, porque él no tenía ningún derecho sobre su niña —¡de ella, toda de ella! ¡Y ya estaba harta de que dijeran los demás lo contrario!—.

La visión de Raffaele, matándose sobre el sofá —el tormento que con ello traería, la culpa, la depresión, el caos, la enfermedad—... y la carita de su niña, confundida en un proceso legal innecesario, estaban fijas en su mente y, con cada puñalada, ésta se apagaba, se borraba, se esfumaba como humo en el viento.

Luego de un rato, Uriele finalmente la paró, poniéndole una mano sobre su hombro derecho, le quitó el cuchillo con suavidad y la ayudó a ponerse de pie.

... Entonces ella se dio cuenta de lo que hizo.

—Él iba a destrozarnos —gimió, temblorosa. Sus manos, sus brazos y su cara estaban llenas de sangre—. ¡Él iba a destrozarnos!

.

—¿Lo mataste? —apenas pudo hablar Annie.

Su madre... la misma que preparaba tragos cual bartender, sonreía y parecía una supermodelo, y su plática durante las cenas se centraba en sus compras del día... ¿ésa misma había matado a un hombre en la cocina de su casa?

—En la cocina, sí —parecía ser algo en lo que Hanna había pensado tanto..., hasta que volvió el hecho sólo una idea sin significado—. Y luego Uriele y yo lo partimos en trozos, en el sótano.

Una imagen llegó a la mente de Annie: tenía ocho años, y habían estado todos los primos al cuidado de su tía Gabriella, quien no los soportó más y se los llevó de regreso a Hanna... quien, apenas llegaron, pidió a todos los niños no bajar al sótano porque revelaba fotos..., y Jessica y ya, desobedientes y curiosas, bajaron..., pero no encontraron en sótano foto alguna, tan sólo a Uriele Petrelli usando unos guantes de látex manchados de sangre.

Se sintió mareada. Hanna se apresuró a sujetarla por un brazo y ayudarla a llegar hasta el taburete donde ella estuvo antes.

—¿Estás bien, chiquita?

—Lo mataste —repitió Annie.

La alemana se relamió los labios y, aunque Annie no esperaba más de ella, Hanna siguió hablando:

—Durante aquellos terribles años de martirio, mirando a Raffaele agonizar sin hallar paz... me dije un millón de veces que, si pudiera dar mi vida para que Audrey viviera, si pueda morir para darle a él paz, yo lo haría. Sin dudarlo, por él yo entregaría mi vida. Por Raffaele, por no verlo sufrir más, yo habría matado o muerto, siempre me lo dije... Y se llegó el momento en que tuve que matar.

»¿Lo harías tú por Angelo, chiquita? —le preguntó Hanna—. ¿Qué harías si se aparece en tu puerta una persona que sólo busca destrozarlo?

La mente de Annie trajo a ella la noche en que lo encontró totalmente drogado, en Francia... cuando lo creyó muerto, cuando a él, resultándole imposible un momento más de lucidez, mirando a su amor hecha trizas sin que él pudiera hacer nada para remediarlo, se tragó tantas píldoras para dormir, como necesitó, para permitirse descansar un momento.

... Aquella escena era algo que no quería ver nunca más.

—Le arranco la garganta con mis propias manos —se escuchó murmurar, sin siquiera pensarlo.

Ella se había obligado a asfixiar a la madre que sufría por el hijo muerto, para levantar a la mujer de Angelo... para levantar a Angelo y, si una tarde llegaba a sus vidas un monstruo que quería volver cenizas su mundo... haría lo que hiciese falta para evitarlo.

Al escucharla, Hanna sonrió con suavidad.

—Alberto me llama «loba», ¿lo sabes?

—¿Alberto?

—Sí; dice que soy más loba que cualquier Petrelli, pero... todas nos volvemos lobas cuando alguien quiere destrozar lo que más queremos en la vida.

Annie se separó ligeramente de ella y, aunque lo que quería era preguntar «¿Amas a mi padre?» —el rompecabezas que estaba armando le había llevado al descubrimiento de que su tío Uriele siempre había estado enamorado de la alemana... y ésta siempre había sentido también algo por él—, lo que salió de sus labios, fue:

—Y la prueba de ADN, ¿qué decía?

* * ** * * ** ** * *

Era una gatita negra, con ojos grises y garras chiquitas, a la que trató mal la vida.

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