Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[3.2] Capítulo 3

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By ValeriaDuval

HANNA I
(Hanna I)

.

Adelina Delbecque bajó las escaleras pensando tanto en el cajón oculto de aquel mueble, como también en que, por primera vez, cerraría la casita de Audrey dejando gente dentro.

No sabía si sentirse bien por ello hasta que recordó que, quien se quedaba, era precisamente la hija de Audrey... la muchacha que, gracias a su crianza, a sus vivencias, había encontrado cartas —en un solo momento— que, por más de veinte años, ella no.

Al llegar a la planta baja, aún en la sala de estar, se encontró Uriele e Irene; ellos no habían reparado en su presencia y pudo verlos en su total ser: a ella contemplando un retrato de su fallecida amiga, una simple foto sobre la chimenea..., y a él viéndola a ella.

Adelina había crecido enamorada de Uriele Petrelli; había sido él su motivación para aprender italiano, cuando Audrey comenzó a dar clases de lengua en el convento, pero nunca se acercó a él. De hecho, había sido Uriele la razón por la que decidió elegir el hábito: sabía que no podría encontrar, nunca, a alguien como él —ése tipo de hombres, increíblemente guapos, educados, ricos, tenían esposas trofeo... princesas igualmente adineradas (como Irene), o bellísimas (como Audrey... como Hanna)... y ella sólo era una rubia bajita, pasada de peso, sin nada qué ofrecer—; con el tiempo aprendió a amar su vida, desde luego, y hasta dejó de suspirar por él, pero nunca de admirarlo en cada oportunidad que tenía —era tan guapo—, y a su esposa también: una mujer bella, esbelta, de ojos miel... Una mujer decente, gran amiga de Audrey y buena esposa también.

... Ciertamente, le había dolido cuando supo, luego de la muerte de Audrey, que las cosas entre Uriele e Irene no estaban bien.

Irene Ahmed la había buscado algunas veces, para charlar; ambas habían perdido a una hermana, pero Irene, además, a su única amiga. Irene le había contado de su segundo embarazo, unos pocos meses luego del accidente de Audrey, y también sobre su divorcio; por ello había sido una total sorpresa que Irene corriera a apoyar a su exmarido cuando éste la llamó para pedirle ayuda con Annie ¿o... tal vez no? Luego de todo, se trataba de la hijita de Audrey. Fuera cual fuese el motivo, ella había acudido al llamado de Uriele... y Adelina pensó en que, Irene tenía por Uriele la misma debilidad que había tenido Audrey por Raffaele... y ellos dos, por Hanna.

—Irene —la voz de Uriele despertó a Adelina.

Y también a la aludida; llevó sus ojos, color miel, del retrato de su amiga a su exesposo, atenta. Uriele la contempló por un momento. Adelina lo analizó a él: Uriele Petrelli era un hombre de cuarenta y siete años, al que la vida había tratado bien: delgado, atlético, imponente con su metro noventa de estatura,

—¿Sí? —lo apremió ella.

—Gracias por venir —le dijo.

Ella se limitó a sacudir la cabeza, como si dijera «No hay nada que agradecer»; él lo entendió y asintió, despacio, aceptando su respuesta, pero volvió a llamarla:

—Irene —susurraba su nombre. Una vez más, la mujer lo miró con atención—. Lo siento —le dijo.

Relamiéndose los labios, ella pareció querer asentir, pero torció una mueca suave y, aunque intentó evitarlo, sus lágrimas le empaparon las mejillas. Uriele se apresuró a ir donde ella y la envolvió con sus brazos; Irene no rechazó su cercanía y, tras apretar contra su cuerpo al otro, él le buscó los labios a ella, con los suyos, y comenzó a llenarla de besos cortos y rápidos, como si le pagara todos esos besos que le debía durante su distancia, y ella los recibió asiéndolo por la nuca con su mano, casi agradecida.

Adelina se recargó contra el muro, sintiéndose una invasora, y también muy confundida: ella no comprendía el amor, no el de pareja. Lo más cercano que la monja había tenido, era la joven ilusión de una niña, de una adolescente, por el guapo hermano de su cuñado italiano, y realmente no lo comprendía.

No entendía cómo un hombre, que dice amar a su mujer, podía meterse a la cama con otra y luego volver a casa, como si no hubiese pasado nada.

No entendía cómo un hombre, enamorado de otra, se quedaba por años al lado de una esposa que no amaba como mujer, pero le era completamente fiel a ésta.

Aún menos entendía cómo es que dos personas, que se llaman «mi hermano» y «mi hermana», que evidenciaban amar al otro más que a nada, también se deseaban.

... Terminó creyendo que no podía entenderlo porque, para cada persona, la construcción de amor, su percepción, era diferente.

.

«Perdóname, perdóname, perdóname, mi amor» decía una de las cartas que Audrey había dedicado a su hija no nata «Tal vez pienses que te quité a tu padre, mi vida, y no espero que lo entiendas ahora, pero quizás algún día, cuando seas una mujer fuerte, tengas a tus propios hijos y des la vida por ellos... quizás entonces puedas comprender por qué lo hice, ¡viva o muerta seguiré siendo tu madre, y seguiré amándote! Y si es voluntad de Dios que yo no esté aquí para cuidarte y abrazarte cada día, ¡me corresponde entonces hacer todo lo que esté en mis manos!»

Mientras Anneliese leía cuidadosamente cada una de las letras que le había dedicado aquella mujer llena de dolor, de pena... una mujer temerosa ante la idea de morir y dejar a sus hijos solos, especialmente a una bebita, no pudo evitar llorar.

No había conocido a Audrey —no había hojeado los álbumes fotográficos que le había dado Adelina, tampoco había mirado uno sólo de sus videos—, ¡pero sus palabras llevaban tanto dolor que se habían metido en su alma, cual semillas en tierra fértil, y germinaron tan rápidamente, que lo llenaron todo!

La mujer explicaba a su hija porqué había tenido que negarle a su padre, porqué había tenido que dejarla en un convento, se disculpaba por ser débil, por juzgar a otra persona —así fuese ella una mujer corrompida y deshonesta, decía saber que a ella no le correspondía juzgar aún a la persona que estaba destrozándole el matrimonio ¡pero que no podía evitarlo!—. ¡Audrey amaba tanto a su niña y le aterraba la idea de no poder estar a su lado para guiarla y protegerla! Le suplicaba que intentara comprenderla... No la quería expuesta a infección y peste, a malos modelos.

.

Anneliese leyó las cartas cuidadosamente. Primero, ya en su recámara, recostada sobre su cama y recargada contra el cabecero, las devoró una por una, curiosa, habida; luego las releyó lento, deteniéndose en cada punto, en cada coma, analizando lo que leía, las palabras que ella había utilizado, las que repetía...

Pensó, más de una vez, en que ésa mujer dulce y bella, aquella que todos consideraban tan pura y perfecta... también era humana, que sufría de temores, que le preocupaba que su hija, en caso de que ella falleciera, creciera junto a una mujer que, a su consideración, no era buena.

Annie podría haber argumentado algo contra eso, podría haber dicho que Hanna siempre fue todo lo buena que pudo, pero pensó en que eso sería ridículo y hasta irrespetuoso, ir contra todos los ideales, contra toda la crianza de una persona, y obligarla a pensar distinto sin tener ninguna base para ello.

Le habría gustado poder decírselo, sin embargo, que supiera que Hanna siempre había sido, con ella, todo lo buena que había podido.

.

Irene Ahmed finalmente le regresó sus hijos a Raffaele.

No quería hacerlo.

Nunca quiso que la hijita de Audrey estuviera cerca de ésa mujer de alma podrida y cuerpo sucio... ¡pero tampoco ya quería soltar a Matteo y Angelo! Aunque los había rechazado al principio —ellos eran hijos de la mujer que había destrozado a su amiga, a su hermana—... les había cogido tanto cariño.

¿Cómo Matt y llevar su dislexia, si no se sentaban junto a él cada tarde y le ayudaban a realizar sus ejercicios? ¿Cómo Angelo iba a dejar de cerrarse tanto en sí mismo, si no lo forzaban a abrirse? ¡Y la hija de Audrey no podía seguir viviendo como un animal al que se le alimenta y se le hace a un lado!

... Pero la mujer había abandonado finalmente a Raff. Uriele obligó a su mujer a desprenderse de esos tres niños que ahora consideraba suyos. Ella misma los llevó a su casa y, Raff, respetuoso con ella, agradecido, observó a distancia y le dio todo el espacio que ella necesitaba para que pudiera ayudar a los niños con sus pertenencias. Le recordó luego que Annie debía tomar diariamente sus vitaminas, que Angelo necesitaba explicación de las palabras que no conocía en sus libros —le hizo notar que el niño no pedía ayuda con eso, pero él debía estar atento a las palabras que él marcaba, para que pudiese explicarle—, y que Matt debía realizar sus ejercicios.

Y la verdad es que Raffaele sí estuvo atento a los alimentos de Annie —no eran los primeros niños que criaba—¸y ayudó a Angelo con sus lecturas... pero siempre interrumpía los ejercicios de Matt, pues él cada día, siempre que se encontraban a solas, preguntaba por su mami.

El niño quería saber si, ahora que estaban de regreso en casa, también su madre volvería... y Raffaele no sabía qué decirle.

Al final ganó el amor y la pena por su niño.

Raffaele se había enterado hacía, poco tiempo, que Audrey había vivido sus últimos días sola, enferma, desesperada... y él ya no quería causar más daño. Tomó un vuelo a Alemania y encontró a Hanna en la casita que Uriele había comprado para ella, la casita donde había vivido con su padre, cuando niña.

Hanna estaba increíblemente delgada cuando la encontró... irónicamente, eso resaltaba su belleza... aunque olía a hierba.

Hanna había comenzado a fumar marihuana pocos días luego de regresar a Alemania. Se la ofreció Mika luego de encontrarla, destrozada, sentada cerca de la ventana. Mika era un sobreviviente de cáncer... para él, y para algunos de sus conocidos que había conocido durante su tratamiento —de los que, la mayoría, ya no estaba—, la marihuana no representaba una droga, sino un alivio, una bendición para el cuerpo y para el alma. Les quitaba las insoportables náuseas e interminables vómitos, les otorgaba apetito —¡y Dios sabía que algunos pasaban días enteros sin ser capaces de ingerir un solo bocado!—, les quitaba dolores causados por las agresivas intravenosas, ¡y hasta los ponía a reír! Les hacía olvidar, por un momento..., que estaban muriéndose.

Para Mika, la marihuana era un bálsamo sagrado, era el regalo que, si existía Dios, éste había otorgado a los doloridos.

... Y a su hermana le dolía el alma, así que le ofreció de su cigarrillo sin más. ¡Y vaya que fue una bendición verla sonreír de nuevo, verla comer un poco, y luego dormir en paz!

Fumar cada día, para Hanna y para Mika, se volvió rutina, por lo que olía a hierba cuando Raffaele la encontró. Él, sin embargo, no le dijo nada. Se sentó a su lado, en la cama de Hanna, y le habló sobre Matt. Mientras tanto, ella no podía dejar de mirarlo: Raffaele no sólo había recuperado el peso perdido durante aquellos años de agonía, sino que había comenzado a hacer ejercicio, hasta caer sin aliento, cada vez que nía a él la ansiedad; los músculos en su cuerpo estaban marcándose como nunca en su vida... ¡y aun así se parecía tanto a Uriele!

Hanna llevaba casi un año sin verlo; él la había buscado luego de que Annie cayera a la piscina para explicarle que ella estaba bien, que los niños estaban bien y ahora los tenían Irene y él... Hanna lo extrañaba, pero también admiraba la recuperación del mismo Raffaele.

Pero él no sabía eso. Mientras él le hablaba de Matteo, quien no paraba de preguntar por ella, quien la necesitaba, se preguntaba en momentos si ella estaba buscando a Uriele, en él... o sólo estaba notando el peso que había recuperado. Y de regreso en Italia, mientras Matt llenaba de besos a su mami, mientras le decía, entre lágrimas, cuánto la había extrañado —mientras Hanna le decía a Annie lo grande y hermosa que se había puesto—, Raffaele se miró al espejo que había en la entrada de su casa: ciertamente... era Uriele.

Al día siguiente se hizo su primer tatuaje que lo diferenciaría para siempre de él. Hanna no podría volver a encontrar a su hermano en él. Y se tatuó una «A» en el pecho, ahí donde estaba su corazón... ahí donde siempre estaría Audrey. El segundo tatuaje, una pirámide inversa, de cinco escalones —uno por cada hijo—, vino después. Tan sólo quería verse diferente a su hermano, quería que Hanna dejara de verlo en él; no pensó una sola vez en que eso no tenía sentido porque, aunque compartía cama con ella, incluso antes de que muriese Audrey, antes de que naciera el mismo Angelo, no había ya nada entre ellos..., pero entonces ocurrió.

Raffaele vivía triste.

En la depresión hay momentos de alegría, de goce... Raffaele no los tenía. Estaba pasivo todo el tiempo, intentado no hacer más daño, a nadie, tan sólo sirviendo —a sus niños—. Y una noche, una de las tantas en que no podía siquiera dormir, escuchó a Hanna llorar en sueños. Había sido un llanto quedo, apenas audible, pero claro gracias a su expresión de sufrimiento, entonces ella despertó con arcadas y corrió al cuarto de baño, donde vomitó y lloró, quedo, lavándose el cuerpo.

Las pesadillas de Hanna, ésas donde era una niña de quince, dieciséis, diecisiete, y se veía obligada a cerrar los ojos y apretar los dientes cuando la violaban a cambio del medicamento para su hermano... Ésas que habían desparecido cuando estaba entre los brazos de Raffaele, habían regresado de manera violenta desde que Audrey había muerto. En cada pesadilla ella estaba desnuda, indefensa, luchando por escapar de las garras de perversos que la torturaban, que reían mientras ella, aterrada, dolorida y asqueada, gritaba por ayuda, retorciéndose en una habitación oscura, sin puertas ni ventanas...

Raffaele la encontró echa un ovillo bajo la ducha.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Hanna lo miró de reojo, intentado controlar su llanto.

—Sí —mintió.

Y aunque Raffaele deseó creerle, permaneció ahí, parado en el marco de la puerta, estudiando, sin darse cuenta, lo que veía: a una muchacha que se negaba a salir del chorro del agua..., como si estuviera infectada.

—... ¿Sueles tener pesadillas? —no preguntó el qué soñaba ella. Si Hanna respondía afirmativamente, la interrogante sobre el contenido, estaría resuelta.

Y ella lo hizo.

—Nunca antes te vi tenerlas —habían dormido muchas veces juntos... demasiadas.

—... Cuando estaba contigo no las tenía —se obligó a decirlo.

Ambos hablaban apenas en susurros.

Y fue todo. No tocaron más el tema hasta la próxima vez que ella despertó llorando; Hanna corrió al baño, donde vomitó y se lavó por largo rato, y al volver a la cama, se encontró con Raffaele despierto, sentado contra el cabecero de la cama.

La había escuchado llorar, intentado callarse sus jadeos... y hasta sus arcadas. Para ese momento, la vida de Raffaele estaba tan llena de dolor, de tristeza, que no soportaba que los demás estuviesen mal a su alrededor. Para ese momento... aún no sentía placer al lastimar a Hanna. Eso vendría luego, con la satisfacción que le daría verla enojarse y hasta llorar al creer que él se involucraba con otras mujeres... lo cual era mentira. Raffaele jamás sería capaz, nuevamente, de sentirse atraído por persona alguna... Salvo Hanna. luego de ésa noche, encontrarla hermosa, cuando ella se arreglaba, sería inevitable.

Pero de momento, él sólo quería frenar el dolor a su alrededor... tal vez creía que así pararía el propio, y le preguntó:

—¿Por qué no las tenías cuando estabas conmigo?

Y aunque ella no quería compartirle algo tan íntimo... él apenas le hablaba. Ya no tenía a Uriele, Mika estaba enfadado porque había regresado con Raffaele y... ¡se sentía tan sola!

—Porque, cuando comenzaba a tener pensamientos feos, pensaba en tus ojos... en tu boca... En tus besos —corrigió—. Pensaba en cosas que me gustaban —evitó decir «Pensaba en ti, que me encantabas».

Pero Raffaele lo entendió.

El hombre jamás sabría si, la primera vez que la tocó nuevamente, fue porque la miró ansiosa —y a los ataques de ansiedad, que algunas veces la hacían llorar sin lágrimas, encerrada en el vestidor, apretando una prenda contra su cara, venían interminables noches de pesadillas—... o porque ella prácticamente se lo suplicó con la mirada avergonzada.

Y al tocarla, Raffaele no sintió que estuviese faltándose a Audrey —ella ya no estaba—, ni siquiera que estuviese haciendo algo malo... tan sólo no lo había disfrutado.

De hecho, por mucho tiempo, Raffaele no fue capaz de disfrutar ya de nada y, pasado el tiempo, cuando llegaba a hacerlo, decaía, y ya luego, cuando dejó simplemente de empeorar... comenzó a castigar a Hanna. lo hacía luego de ver que disfrutaba demasiado sus días, que bebía en las reuniones con Uriele... que reía, cuando Audrey nunca más podría volver a hacerlo.

Comenzó a tratarla con rudeza sin darse cuenta, y realmente no se percató siquiera porque su carácter cambió, se volvió impaciente y violento, el hombre gentil —lo cordial, en él— se fue con Audrey y quedó sólo un caparazón inflexible, rígido, estricto y hasta frío... aunque aún se volvía cálido cuando estaba con sus hijos. Entonces era una vez más ser cariñoso, atento, y hasta sonreía orgulloso... por momentos: algunas veces, Angelo le recordaba a Sylvain y entonces el Raffaele pasivo y deprimido, volvía, enloqueciendo a Hanna, haciéndola creer que esos días de pesadilla, de interminable locura —esos días borracheras suicidas, de llanto de niños, de estrés, de rabia, de tristeza—, volverían.

Hanna hacía de todo por complacerlo, lo hacía porque no quería regresar a ésa pesadilla de la que podía despertar siquiera... pero también porque sentía que se lo debía: todo el tiempo se sentía culpable de que él hubiese perdido a su familia —a su esposa, a sus niños—, y creía que, lo menos que podía hacer, era hacer su tormento más llevadero.

Lo abrazaba y besaba con frecuencia, le daba mucho afecto —Audrey había dicho que él necesitaba atención constante... y era cierto—, cerraba la boca ante sus gritos, tenía su ropa ordenada y su cena a tiempo —quería llenarle un poco el hueco que había dejado la excelente esposa que él había perdido—, le hablaba sobre los bellos hijos que él tenía... los que le sobrevivían, y a veces funcionaba, a veces lo ponía de buen humor.

Como ésa tarde, cuando Angelo ganó un concurso... «Changing the World», que tenía por objetivo promover la educación de jóvenes en países tercermundistas; aquel día, Raffaele había sonreído, pero no por orgullo ni por admiración, sino por la expresión impasible de su niño al estrechar la mano del Primer Ministro italiano; Angelo, tan bien parecido —su niño tan bonito—, tan alto, con tan buena estructura ósea, lucía casi indiferente en el escenario, mientras que los otros dos jóvenes tiritaban de nervios. Sin pensarlo, había dejado la mesa y se había acercado al escenario para admirarlo bien, y cuando se dio cuenta, su hermano gemelo estaba a su lado.

—Los niños crecieron —comentó Uriele, notando que Angelo, además de ser el más apuesto, con dieciséis años también era el más alto sobre el escenario.

Raffaele entonces perdió la sonrisa, pues el comentario de su hermano le recordó a los otros niños... a esos que nunca crecerían. Uriele, como siempre ocurría entre ellos, comprendió a su hermano y se sintió un torpe; quería disculparse, no obstante, notándolo admirar a Angelo y encontrándose un poco borracho —por primera vez, quien se había bebido un par de copas de más, había sido Uriele y no Raff—, le preguntó:

—¿Lo cambiarías?

—¿Eh? —Raffaele arqueó las cejas y lo miró de frente.

Uriele no lo veía a su hermano.

—A Angelo... ¿Lo cambiarías por Sylvain?

Pese a que la cruel pregunta era producto del alcohol, Raffaele la meditó, pero sin necesidad de pensarlo mucho, lo dijo:

—Jamás —su niño tan bonito, su lobo de ojos grises, no tenía la culpa de sus errores y, por aliviarse a sí mismo, no le torcería ni un pelo.

Y aquella fue la última vez que hablaron de Sylvain. Al menos la última que mencionaron su nombre por iniciativa de Uriele; a la mañana siguiente se repitió lo tonto que había sido, lo imprudente y desalmado que había resultado, sin pretenderlo, y los días siguientes no pudo hacer más que apretar los dientes y ver a su hermano beber y dormir. Le costaría años perdonarse tan cortas y tan estúpidas palabras; para Uriele eran importantes las letras —las creía capaces de destruir o construir—, era por eso que siempre las medías y se callaba cuanto podía... como lo que sentía por Hanna, que no menguaba nunca... y lo hundía cada vez más en la desesperanza porque, ahora que no estaba Audrey, sabría que jamás podría tenerla: ya no podía quitársela a su hermano... ahora, era ella todo lo que tenía. Se callaba y miraba a otro lado cuando Raffaele, en uno de sus días buenos, la hacía reír y abrazaba o besaba mientras charlaban todos, juntos; se callaba también cuando veía a Raffaele coquetear con mujeres frente a Hanna... y perder completamente el interés apenas la alemana se retiraba, algunas veces avergonzada, otras indignada... aunque nunca pudo callarse cuando sus maltratos pasaban de ser psicológicos a verbales, cuando él, en uno de sus días malos, le elevaba la voz, le espetaba lo primero que le pasaba por la cabeza.

... Tampoco podía quedarse callado, por más que lo deseaba, cuando Raffaele se ponía celoso por Hanna, revelándole a Uriele que los años habían convertido a la alemana no sólo en la madre de sus hijos, en la compañera de casa...de cama, impuesta por la vida... sino más. Como aquel viernes de octubre. Ellos habían estado trabajando a pesar de que era el cumpleaños número veintinueve, de Hanna; se detuvieron, entonces, para poder comprarle flores; Raffaele eligió un arreglo de rosas exóticas, color naranja con salpicaduras carmín, lo hizo porque la vendedora comentó que eran la variedad más extraña, poco lograda, y al escuchar el nombre, «Atardeceres», Uriele supo que a ella no sólo no iban a gustarle —a Hanna no le gustaba el color naranja, decía que la hacía ver más pálida—, sino a recordarle cosas tristes, feas... como ésas tardes interminables en el hospital, junto a Mika, en los que ella siempre se preguntaba si su pequeño hermano abriría los ojos al siguiente día... o ésas otras tardes, cuando caía el sol y debía comenzar a maquillarse para servir en las celebraciones privadas, donde ganaría el suficiente dinero para procurarle los medicamentos a su hermano, que le permitirían ver otro día.

—Ella prefiere las rosas blancas —se escuchó decirle, sin planearlo.

Raffaele, atento, lo miró... y algo cambió en su expresión al momento. ¿Tal vez pensó en la cantidad de rosas blancas, de tallo largo, con las que Hanna adornaba el buró junto a su cama? Sí, lo había hecho... Uriele nunca se las había obsequiado frente a Raffaele, por lo que él no sabía que su hermano gemelo le obsequiaba flores a la que se había convertido en su mujer, pero... lo supo entonces.

Uriele carraspeó, adivinando los pensamientos de su hermano y, de manera tonta, intentó remediarlo:

—Su padre se las obsequiaba —le explicó, dejándole a su consideración creer que, posiblemente, ella las compraba para sí misma.

Pero era tarde para hacerle creer nada. Raffaele había reparado en eso que siempre supo, que nunca olvidó y sólo decidió ignorar: su hermano sentía algo por Hanna... ¿peor? Lo hizo darse cuenta de algo más: no conocía mucho sobre Hanna. Se negaba a conocerle los pensamientos, los detalles que la harían pasar de ser sólo una compañera, a parte de su alma. Y, sin embargo, aunque él rechazaba la idea de poseerla entera y de someterse a ella... en ese momento —como ya había ocurrido antes—... él sintió celos, y le contestó:

—¿Y yo para qué quisiera recordarle a su padre, si lo quiero es cogérmela? —y se lo dijo con intención de herir, de recordarle que, aunque supiera cosas de Hanna, que él no... era él quien la tenía.

Y Uriele lo entendió. Recibió el golpe y entendió la razón. Tragó saliva y desvió la mirada, no iba a decir ya nada, nada en absoluto y, sin embargo, justo frente a él se encontró con un arreglo de tulipanes blancos y gardenias, y sin pensarlo, le regresó la ofensa:

—Mira —lo llamó, señalando el arreglo floral—, como el ramo que llevaba Audrey el día en que se casaron.

Una vez más, el rostro de Raffaele cambió. Lo que restó del año, lo pasó encerrado en su estudio. Uriele no pudo estar más arrepentido. Amaba a su hermano, por él habría hecho casi cualquier cosa —y Raffaele por Uriele—... pero algunas veces no lograban perdonarse, ni entre ellos ni a sí mismos.

.

Recorrer el empedrado camino inclinado que la llevaría a la casita donde había crecido con Angelo, le había traído más recuerdos de los que alguna vez esperó Anneliese.

Era medio día, y gracias a que Alberto conducía despacio, Annie pudo apreciar las grandes extensiones de bosque entre las casas, y cada banca ornamental, y casi se sintió como la adolescente que volvía a casa luego del instituto... Y aunque el lugar parecía otro, pese a ser el mismo, logró identificar la farola, fundida en aquel entonces, bajo la cual Angelo y ella, una noche, se habían detenido a besarse.

Decir que no sintió nostalgia por aquella época, habría sido una mentira.

Y cuando finalmente llegó frente a la que fuera su hogar por tantos años, sintió lástima al encontrarse con un jardín descuidado, y sus ojos en automático buscaron las cortinas rosas, ahora decoloradas por el sol, en la que fuera su recámara... en la que tantas veces había dormido con Angelo, en la que, junto, habían perdido la virginidad.

—¿Ella ya está aquí? —preguntó Alberto, pero Annie no lo sabía—. ¿Quieres que verifique?

—No —se negó de inmediato la rubia. Quería ser ella quien tocara a la puerta.

Se aclaró la garganta y dejó el auto; el cancel metálico crujió al abrirlo y, entre la hierba crecida del jardín, no logró encontrar rosal alguno vivo. Llegó hasta la puerta y, cuando se disponía a llamar, ésta se abrió.

Los cabellos negrísimos de Hanna ahora lucían un par de hilos plateados, la edad le había restado algunos kilos y, sin embargo, su belleza seguía intacta.

—Hola, chiquita —la saludó; parecía avergonzada.

Hanna había vivido avergonzada desde que tenía quince años, lo sabría luego Anneliese.

Anneliese no le respondió, miró sobre su hombro y le hizo una señal a Alberto, informándole que todo estaba bien. Hanna se apartó para dejarla entrar y, cuando la rubia puso el primer pie dentro de la casa, sin siquiera planearlo, su mente le trajo, vívida, su último día ahí: estaba gestando a Abraham y su padre se la llevaba a la fuerza, mientras Hanna intentaba luchar, de manera desesperada, pero inútil, contra él.

—La casa estaba llena de polvo y sólo pude limpiar la cocina —siguió Hanna.

Cuando Annie la llamó, la noche anterior, y le pidió encontrarse a solas, Hanna propuso un café cercano a su casa... pero Annie insistió en que fuera en su casa. A la mujer no le había dado el tiempo de limpiar nada.

—No te preocupes —le pidió la muchacha. No iba a supervisar la casa... una casa que, en realidad, nunca estuvo del todo ordenada: siempre tenía libros, películas, videojuegos, instrumentos musicales y hasta ropa sucia, tirados por doquier.

... Ciertamente, vivían bien.

—Preparé tisana de cereza —la despertó Hanna.

Anneliese asintió y anduvo hacia la cocina. Y al llegar ahí, la vista lastimosa del jardín trasero, donde tantas parrilladas habían tenido, y buenos momentos, le dolió: la hierba estaba aún más crecida que en el jardín delantero, los árboles estaban casi secos, y la piscina... parecía un agujero enterregado.

—Le hace falta tanto mantenimiento a la casa —comentó Hanna, como si adivinara sus pensamientos y quisiera restarle importancia a la tristísima visión—. ¿Le pongo miel o stevia? —terminaba de servir la tisana.

—Stevia —despertó Annie y tomó asiento a la mesita en la que habían compartido cada desayuno y cena.

Luego, cuando Hanna tomó asiento frente a ella, se quedaron sólo mirándose. Luego, aunque Annie sólo quería resolver inquietudes, la niña que reprochaba a su madre se impuso y, sin pensarlo, le preguntó:

—¿Por qué no me buscaste en el convento?

Hanna dejó escapar el aliento, no quería culpar a nadie por lo que sabía, eran sus fallos, sin embargo... no lo era ése:

—Pasé por ahí tantas veces que perdí la cuenta —confesó—. Y una tarde, sólo una, me fue imposible retirarme sabiendo que tú estabas al otro lado de esos horrendos muros y llamé.

—¿Al convento? —se confundió Annie.

—Salió una anciana —aceptó—, y... no la culpo en absoluto: me echó.

—No me lo dijeron nunca —confesó.

—Claro que no —entendió la alemana—: yo destruí a Audrey —soltó, con voz quebradiza—. ¿Por qué iban a ser buenas conmigo?

Muda, Anneliese bajó la mirada; jamás habría esperado una aceptación, cruel, directa, como aquella. Se obligó a recuperarse y abrió su bolso, del que sacó la carta que, tantos años atrás, ella había rechazado.

Hanna abrió sus ojos grises al notar que estaba abierta.

—¿La leíste? —no negó en absoluto que conociera la existencia de la carta, o que la hubiese regresado al origen.

Anneliese pensó en mentirle, en decirle que sí, pero que quería que volviera a leerla ahí, en voz alta, para ella, pero... ya se había cansado de tantas mentiras.

—No —confesó—. Me interrumpieron cuando iba a hacerlo.

Hanna asintió y no hizo el intento de quitarle el sobre amarillento.

—¿No quieres leer lo que dice dentro? —le preguntó Annie.

Con la vista clavada al líquido rojizo en su taza, la alemana esperó un poco antes de sacudir la cabeza en una negación.

—No —susurró luego.

Annie asintió y dejó el sobre sobre la mesa, por si ella cambiaba de opinión en ése momento.

—Siento mucho lo de tu bebé, Annie —murmuró Hanna.

Y, al decir verdad, la rubia no sintió ya nada de que hablasen de Abraham —no cambiaba nada si le mencionaban: no estaría más muerto de lo que estaba—, pero cuando levantó la vista y se encontró con sus ojos grises, clavados en ella, lo sintió una puñalada... aunque, ciertamente, no sabía por qué. ¿Sería porque ella, como su madre, debió protegerla más? ¿Debió tirar el convento y sacarla de esos muros?

—¿Y tú qué sabes? —le dijo, sin darse cuenta—. Tus hijos están vivos.

La mujer bajó la mirada nuevamente. Anneliese creyó que se zanjaría ahí el tema y, pero no fue así, Hanna susurró, muy bajito:

—Dos de ellos, sí.

Anneliese frunció el ceño y sacudió la cabeza, ¿de qué estaba hablando ella? Hanna la miró de nuevo.

—La primera vez que tu padre encontró en nuestro cuarto de baño una prueba de embarazo... no dijo nada, pero se moría de miedo. No dijo una sola palabra, pero lo supe: no quería más hijos con los cuales Dios pudiera castigarlo.

»Siempre estaba muriéndose de miedo por ustedes tres. Pese a su sobreprotección, sabía que no era suficiente para cuidarlos de la vida, lo sabía: ya había perdido a dos... A uno de ellos, lo encontró desmembrado sobre una camilla, así que yo no podía darle más penas.

»El primero tenía once semanas... No tuve cambios en el cuerpo, se diría que fue un simple retraso, luego un legrado y... sé que no debí pensar nuevamente en ello, pero no pude dejar de hacerlo: eran gemelos..., ¿cómo una se olvida de que eran gemelos? (¿habrían tenido ojos grises o serían dos italianos bronceados, tan guapos, como lo eran Uriele y Raffaele?). No se olvida... y, aunque tomaba todas las precauciones (¡realmente lo hacía!), algo falló...

»Esta vez tenía veinte semanas y, por más que lo pienso, sigo preguntándome ¿cómo no me di cuenta de que estaba creciéndome la panza? (¡Incluso tenía la regla!). Era junio y Raffaele estaba en Francia, llorando a su familia... querido morirse, y yo estaba aquí, sin poder hacer nada para remediar todo el daño que le había hecho, impotente, histérica, y entonces me di cuenta de que esperaba un bebé —a Hanna se le cayeron las lágrimas—. Angelo estaba en Londres, ¡le faltaba un hijo en casa! ¿cómo le caería la noticia de que tendría ya otro? Tal vez sería capaz de traer de regreso a Angelo y de encerrarlos a los tres en el sótano para que nada les pasara (la vida le había dado otro hijo y tal vez, para castigarlo, querría quitarle a otro... o dos, ¡o a los tres!). Sinceramente temí que no pudiese con tanto y se pegara un tiro (¡odiaba tanto sus malditas armas!), así que hice lo único que podía —apretó los labios y se limpió las lágrimas.

»Y me tocó una perra sin alma, ¿sabes? —se rió—. Me indujeron el parto y pusieron a mi niña en una charola junto a mí, mientras terminaban conmigo —se cubrió el rostro con las manos y se tragó un gruñido. Era la primera vez que Hanna lo hablaba... ni siquiera a Uriele, quien la había recogido después, en la clínica, se lo había dicho.

Entonces Annie recordó aquello. Efectivamente Angelo estaba en Londres y ella había temido, hasta los huesos, que Hanna tuviese una niña y ella, la adoptada, quedara desplazada a la nada.

—... ¿Sí era una niña? —preguntó Anneliese, con voz temblorosa.

Hanna no respondió, lloró por un momento más.

Annie sintió pena por ella... por la mujer que, aun queriendo a sus hijos, había tenido que interrumpir sus embarazos porque ella, sintiéndose culpable, debía cuidar del hombre roto, del niño herido, frágil, mutilado, en que se había convertido el macho alfa que ella había conocido.

—Lo siento mucho —le dijo Annie, buscándole una mano, y pensó en algo más: ésa mujer había tenido que renunciar a su niña y quedarse únicamente con la hija de la esposa muerta, de su amante... ¿acaso ella había llegado a pensarlo de esa manera?

Al momento tuvo la respuesta: Hanna le cogió la mano que ella le había ofrecido y la besó repetidas veces. No, ella nunca había experimentado sentimiento negativo alguno por ella, por la niña que había amamantado y visto crecer hasta volverse una señorita.

Eso le llegó hondo a Annie y, quizá fue la razón, el afecto que sintió por parte de ella, que la hizo decir, sin darse cuenta:

—Hay algo más que quiero preguntarte, mami.

Al escuchar el modo en que la llamó, Hanna se quedó quita, la miró a los ojos y torció un gesto de sorpresa... de amor.

—Sí, chiquita, dime —le suplicó. Su «mami» había podido con ella; en ése momento, Hanna le habría dado cualquier cosa, cualquiera que ella le pidiera.

Annie recuperó su mano y sacó la fotografía instantánea que había encontrado entre las cartas, la fotografía de Oliver Blanc y Audrey Delbecque. La dejó sobre la mesa y la empujó con su índice hasta Hanna.

Al verla, la alemana perdió la expresión. Sus lágrimas pararon.

—Sabes quién es él, ¿cierto? —le preguntó Annie.

Hanna deseó escapar; su mirada, todo el ella, lo reveló. La rubia no supo cómo suplicar que no lo hiciera.

—La primera vez que vi un arma, fue en ésta casa —se escuchó decir—... Fue luego de mirar a ése hombre. Tú me preguntaste por él, me describiste a ése hombre... y luego me pediste que, si él volvía, no se lo dijera a nadie, más que a ti.

»¿Quién es él? —la presionó.

Hanna suspiró.

—Oliver Blanc —confesó.

—Sí. Su nombre lo sé: era el amigo de mi madre —no sabía cómo referirse aún a Audrey: ella no la había conocido para poder llamarla con su nombre y, su única relación con ella, no era el de la esposa de Raffaele, sino... su madre.

Hanna no notó eso, sin embargo, tan sólo se quedó con... la hija que ella había criado, a la que consideraba sólo suyo, llamando «madre» a otra mujer. Otra, porque para ella eso era... aunque le hubiese dado la vida. Eso le ayudó a continuar:

—Acompáñame —le pidió, poniéndose de pie.

—¿A dónde? —Anneliese sacudió ligeramente la cabeza.

—A que pueda buscar algo que tuve que enseñarle al mismo Uriele para que me lo creyera —atajó.

Ninguna se dio cuenta de lo que implicaban sus palabras: "al mismo Uriele" había dicho ella, revelando, así, que sabía perfectamente que Uriele creía en ella con su vida, confiaba en ella con los ojos cerrados. No era necesario, sin embargo, que ninguna se percatara de nada, lo que Hanna estaba por contar, lo dejaría claro.

La muchacha siguió a la mujer que la había criado, y sus pensamientos se perdieron en la infinita tristeza cuando se halló frente a las escaleras que la llevarían a la planta alta y se encontró con el mármol blanco recubierto de polvo y hasta hojarasca.

Eran las escaleras que había subido la mayor parte de su existencia para esconderse en la recámara donde se sentía segura, eran las escaleras donde, siendo apenas unos adolescentes de dieciséis años, su hermano y ella se decían cuánto se querían, la manera en que se querían, y se daban besos desesperados en los labios...

Subió los peldaños sintiendo el polvo bajo sus suelas —movió un pie, para poder sentirlo bien—, y cuando llegó a la planta alta, por instinto, por costumbre, deseó girar a la izquierda, al ala de la casa donde se encontraban la terraza alta, el cuarto de baño que compartía con Angelo... y las habitaciones de ella y de su hermano. Sin embargo, su madre dobló a la derecha y ella, sintiendo que un imán la llamaba hacia el otro lado, siguió a la mujer.

Al entrar a la recámara principal —oscura, fría, tan distinta a la que, pese a los años, se había encontrado en casa de Audrey: iluminada, cálida—, pensó en que, aunque empolvado, todo seguía ahí: las sábanas sobre la cama, las lámparas sobre los muebles... Las vidas de todos, en la familia, se habían congelado y... Se dio cuenta de que, tal vez, sólo la de Angelo y ella seguían.

... Eso no la hizo sentir bien.

Fueron hasta el vestidor y, luego de mover algunos baúles —la muchacha notó la gran diferencia entre la disponibilidad de ropas entre Audrey y Hanna: la primera tenía limitados vestidos blancos y suéteres de cachemir, mientras que la otra tenía más ropa olvidada que una boutique—, de uno de ellos, repleto con abrigos, la alemana sacó una libreta de plastas color hueso, la hojeó y de ella extrajo una foto que dudó en tenderle.

—¿Qué es eso? —la apremió Annie, negándose a esperar más, a que sus pensamientos divagaran más.

Hanna le entregó la vieja foto y Annie la analizó apenas: era el jardín delantero de su casa... de ésa casa, y ahí se encontraban de espaldas una mujer rubia... Audrey, y la acompañaban Sylvain, Sebastian y... un hombre rubio.

Buscó sus ojos grises, algo impresionada —pero no por la presencia del hombre, en sí—, sino ante el descubrimiento de que Audrey, Audrey Delbecque, había estado ahí, fuera de ésa casa, con sus dos hijos. Pensaría incluso que se trataba de una edición, si no fuese una foto tan vieja y, de tecnología, Hanna tan sólo supiera usar su Smartphone.

—¿Qué es esto? —preguntó nuevamente la muchacha.

—Ella vino a verme justo luego de que me mudé acá —comenzó la alemana.

Anneliese notó la manera en que evitó mencionar su nombre.

—Sabía que él te había comprado una casa en Italia —comentó Annie, pero no a la otra, tan sólo dijo en voz alta un pensamiento, la conexión que había hecho entre las palabras de Hanna y lo que antes le habían contado sobre Audrey.

—Ella parecía saber muchísimas más cosas de las que tu padre creía.

Aquella afirmación despertó a Anneliese.

—¿El qué quería? —se centró.

—... No lo sé —confesó—. Dijo algo sobre... irse un tiempo —hizo una pausa y desvió su mirada un poco, cavilando—, me he preguntado un millón de veces si es que ella iba a dejarlo, pero ella estaba embarazada y todo lo que dijo fue que, si tu padre decidía traer a sus hijos acá, los tratara bien —pareció repasarlo de nuevo y, como si no se creyera del todo lo que acababa de decir, lo que le había dicho Audrey, decidió—: Tal vez sólo quería ver cómo eran las cosas por sí misma. No lo sé.

¿Ausentarse? Nuevamente Annie hizo otra conexión: su tratamiento. Audrey iría a recibir su tratamiento. No iba a decírselo, así como no quiso compartir con Adelina palabras que iban dirigidas a Hanna... consideró irrespetuoso contarle a la amante de tu esposo algo tan íntimo, pero lo pensó mejor, quizá, un simple detalle, la información más irrelevante, la ayudaría armar el gran rompecabezas que ya tenía:

—Estaba enferma —se oyó decirlo—. Al parecer ella... iba a seguir su embarazo hasta que el bebé —«el bebé»... evitó decir «yo»— fuera capaz de vivir por sí solo y, luego, comenzaría su tratamiento.

Hanna frunció el ceño y sacudió la cabeza, confusa.

—Parecía sana —aseguró, aunque no parecía ser el verdadero movimiento que tenía en mente.

—El problema estaba en sus pulmones... al parecer.

—Entonces... no iba a dejarlo —concluyó en voz alta; y ahí estaba: la auténtica reflexión que la envolvió.

—No lo sé —Annie intentó centrarse, reconociendo que, cualquier cosa que ellas, o que nadie más dijera, sería sólo eso: una especulación que, tal vez, sería irrespetuosa—. Y... ¿quién era él?

—No lo sé —la secundó Hanna.

Por un momento, Anneliese creyó que su madre se había enfadado y, ya que ella se negaba a hablar, pues también se negaría a hablar ella, pero no fue era así —así ocurría muchas veces, cuando ella aún era una adolescente que la enfadaba—. La voz de Hanna no era esa retadora, tajante, que no aceptaba berrinches:

—Lo único que yo vi, es que él la acompañaba. En ningún momento vi que la tocó, que se acercó a su cuerpo... Llegué a pensar en que él era un sirviente, así como el chofer que te trajo y te espera fuera.

—Pero... ¿por qué me lo dices así? —preguntó Annie cuando, lo que en realidad quería preguntar, era «¿por qué me dices eso?», precisamente eso, que no vio cercanía, toqueteo... Tuvo un mal presentimiento.

—Viste a tu padre borracho un millón de veces —respondió Hanna, a cambio—, pero nunca lo viste destruido... siento un saco de saco de tristeza y huesos.

—Sí lo vi —la interrumpió Annie. Claro que lo había visto, claro que se acordaba del hombre que, teniendo ella sólo cinco años, vivía en la sala de estar, flaco como un esqueleto... durmiendo, llorando, vomitando, bebiendo... Del hombre que se quedaba consciente lo suficiente para alimentar a sus niños y luego, volvía a dormir—. Fue por la época en que nos dejaste...

Hanna tomó asiento sobre un taburete de cuero blanco, cuarteado gracias al descuido y desuso, con la cabeza gacha y pareció derrotada al decir.

—¿Tienes idea de lo que es ver a una persona, a quien le debes tanto, tanto, suicidarse lentamente mientras que crías a tres niños?

La última parte, Anneliese no la escuchó, ¿tenía una idea? No, quien la tenía era Angelo, cuidándola por casi un año en Francia, mientras que ella sólo dormía, sufría... aunque al menos no bebía, no se hacía daño.

—No —confesó—. No me lo puedo ni imaginar.

—Pues... luego de todo el sufrimiento —Hanna hablaba sin mirarla—, luego de tanta desesperación, de tanta angustia... de haberme visto forzada a dejarlos..., luego de que él luchó en rehabilitación, se apareció este sujeto —finalmente levantó la cabeza y la miró, sonriendo de lado sutilmente, cínica.

—¿Qué quería?

—A su hija —Hanna se puso de pie y la miró de frente.

Annie frunció el ceño y estuvo por preguntar «¿Quién?», ¿a cuál hija se ref... Torció un gesto.

—¿Qué?

—Decía que eras su hija y... te quería.

La rubia no pudo decir nada y no era necesario tampoco que hablara, Hanna continuó:

—Para serte sincera, lo primero que pensé fue en Raffaele, en el golpe tan grande, en lo que esto para él sería.

»Yo estaba aterrada, llamé a tu tío Uriele y, luego de pensar mucho, y en muy poco tiempo, tu tío descubrió que ese hombre estaba en la ruina, que él había tenido unas... tierras, al norte del país, pero ya no más, así que, esperanzados en que, la idea de volver a gozar un poco de la buena vida que había tenido, le ofrecimos dinero. Por fortuna, él aceptó y se largó sin que Raffaele se enterara de nada... Pero luego volvió.

Annie estaba muda. No sabía en qué parte de aquella revelación tan fuerte, tan... impensable, centrarse.

—Volvió —susurró, sin darse cuenta, aunque en realidad pensaba en que... ¿ese hombre dijo ser su padre?... ¿Él había tomado dinero a cambio de dejarla?

—Sí, volvió —le respondió Hanna, sin embargo—. Volvió luego de tomar el dinero de Uriele, luego de tomar toda nuestra desesperación, de llevarse nuestras almas prisioneras, inciertas, ante el temor de que volviera y destrozara nuestras existencias. Él, dos años después, volvió.

Y aunque Annie, encontrándose perpleja, lo que quería era aclarar qué quería, terminó preguntando:

—¿Y dónde está? —tal vez, su pregunta desorientada se debía a que, su confundida mente, intentaba encontrar la punta de un hilo del cual tirar, y eligió la última palabra que había salido de boca de su madre «Él volvió»: «Ah, ¿sí? ¿Y dónde está?».

Perdiendo la expresión y endureciendo su voz, Hanna soltó:

—Muerto —sin más.

* * ** * * * * ** * *

Pues sí, sin más. 🥰

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