Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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[3] Capítulo 20

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By ValeriaDuval

AUDREY II
(Audrey II)

.

Tal vez Uriele no podía delatar a su hermano; había vivido cada día de su vida protegiéndolo —¿no había, acaso, soportado los castigos de su padre, en silencio, durante toda su infancia y parte de su adolescencia, por su incapacidad de delatarlo?—..., pero no iba a ayudarlo más. Ni una sola vez más mentiría por Raffaele.

—¿Perdón? —preguntó Uriele a su cuñada, esforzándose por no oírse lo enojado que se encontraba—. ¿Quiénes?

Audrey pareció confundida, pese a eso, ella intentó sonreír, amable, como siempre.

—Raff y tú —le explicó; en sus brillantes ojos azules no había ninguna emoción negativa.

Uriele contempló a la muchacha rubia por un momento —ella era una persona tan dulce— y sintió pena por ella. Palabras que no eran ciertas, para no causarle una pena que ella no merecía, estuvieron a punto de salir de su boca: «Oh, no: al final no lo acompañé; me sentía un poco mal, así que sólo lo llevé al aeropuerto»... pero recordó la manera en que su hermano, la persona en la que más había confiado siempre —en quien también confiaba la francesa—, le había mentido y engañado para seguir viéndose con Hanna, y...

—¿Raff y yo? —se escuchó preguntar.

Las cejas rubias de Audrey se fruncieron sutilmente, pero se compuso rápido.

—Creí que iban a salir juntos —confesó, pero sonrió de nuevo—. Tal vez entendí mal —sonrió más ampliamente.

Sin poder evitarlo, ante la falta de reacción de ella, el muchacho se sintió algo desilusionado... y enfadado: ¿qué diablos le pasaba a ella? Si Irene hubiese estado en su lugar, no lo habría telefoneado inmediatamente porque estaría cuestionando, incesantemente, a la persona que le hubiese dado el más leve indicio de que su marido le mentía. ¡¿Era en serio?! ¿¡«Tal vez entendí mal»?!

Uriele sonrió fingidamente y asintió, dándole la razón a ésa mujer que pecaba con su ingenuidad y confianza, sin embargo, durante el desayuno... la notó un poco retraída y, supo, que había plantado una espina.

.

Cuando Raffaele llegó finamente con Hanna, y ésta pudo contarle sobre la visita que le había hecho Uriele un rato antes —y el cómo había terminado ésta—, él no se sintió extrañado de la respuesta de su hermano.

Sabía que Uriele se sentía atraído por Hanna, pero ése no fue su primer pensamiento —en su mente, el hombre decente que era su hermano jamás le faltaría a su esposa, de hecho, no creía que lo que Uriele sintiera por la alemana fuera tan fuerte para tomarlo siquiera en cuenta—: su cerebro, partiendo de sus experiencias con su hermano, durante toda su vida, tradujo la reacción de éste a lo más lógico, a lo que habitualmente ocurría cuando él se metía en líos: Uriele se enojaba con él por las consecuencias que sus acciones tendrían, por su irresponsabilidad e imprudencia, él decía.

Tradujo la reacción de su hermano a molestia por sus grandes errores, por el cómo afectaría esto a todos en la familia..., y nada más.

Aun así, apenas Hanna terminó de hablar, Raffaele salió apresurado de su apartamento y compró el boleto de regreso a Italia vía telefónica, mientras presionaba el botón del ascensor sin parar, rogando porque se abrieran las puertas, pensando en el taxi que luego tomaría... Tal vez, una parte de él, conocía tanto a su hermano —a aquel con quien, en algún momento, había sido uno—, y aunque su cerebro le decía que Uriele lo protegería siempre con su vida, esta vez... una parte de él, una muy profunda, no se lo creía.

.

Con la boca amarga y su corazón golpeando en su pecho de manera extraña —lenta y profunda—, regresó a casa de sus padres antes del mediodía. Los preparativos para la celebración de Gabriella ya habían comenzado y se encontró con su esposa, en la terraza, mirando a los hijos de ambos jugar con los enormes perros.

Raffaele buscó a su hermano con la mirada. No lo encontró y no supo si eso debía preocuparlo más.

Al sentirlo cerca, Audrey volteó a verlo; él no supo que lucía algo descompuesto, y aunque no se debía a esto, ella tardó un momento en sonreírle.

—Hola, mi amor —lo saludó.

—Hola —él tomó asiento a su lado, en la banca, y le besó una mejilla.

Los niños estaban absortos con los perros; Sebastian se encontraba sentado bajo un árbol, acariciando la cabeza de un perro que era lo doble de grande que él, mientras que Sylvain, tirado sobre el césped, riéndose a carcajadas, era mordisqueado suavemente por otro enorme perro.

—¿Cómo te fue? —se interesó ella.

—Bien —su voz era suave; no podría haberla elevado más aún si lo hubiese querido—. E-eh —tartamudeó. Quería añadir algo, algún comentario sobre el supuesto asunto que había arreglado, pero estaba tan nervioso que no se le ocurrió nada. Suspiró entrecortadamente.

Ella volvió a sonreír.

—Terminaste pronto —se acurrucó contra él.

Automáticamente, Raffaele la envolvió con ambos brazos y le besó la cabeza.

—Sí, era algo muy rápido —evitó decir más. Evitó mencionar a su hermano... sólo por si acaso.

Más tarde, Raffaele se enteraría, por su madre, que Uriele sí había estado en casa, para el desayuno, pero luego se había retirado.

Impaciente como era, Raffaele le había dado un par de tragos al whisky que su padre guardaba en su estudio, aguantándose los deseos de telefonear a su hermano y... obtener así algo, lo que fuera.

Cuando el efecto sedante del alcohol pasó, tuvo nauseas la tarde entera.

Se duchó sin ganas —le pidió a Audrey que se bañara con él. No quería perderla de vista y no sabía siquiera por qué—, y con la misma inapetencia se vistió la ropa interior que su mujer le alcanzó.

Para empeorarlo todo, Uriele no llegó para la cena de Gabriella, y Raffaele, en el salón de eventos, se dedicó a pasear la mirada por las vigas de madera que habían conservado como decoración del que, en algún momento, había sido establo.

Se distrajo pensando en los caballos que había tenido su padre; sabía que en algún momento el establo había albergado a varios animales, pero para cuando él alcanzó la pubertad, ya sólo había una pareja de caballos; Giovanni había comentado sus planes de adquirir algunos más, pero cuando Raffaele —teniendo menos de diez años— tomó una yegua y se perdió la tarde entera, su padre no sólo no llevó más, sino que remodeló el lugar —volviéndolo una simple habitación en la planta baja, y gimnasio en la alta—, luego de que el caballo muriera y llevaran a la yegua a su hacienda, donde producían algunos de los alimentos de sus restaurantes.

Uriele e Irene llegaron cuando casi todos habían terminado la cena y ocupó el lugar apartado para él, junto a Brendan, el joven novio de Gabriella que había estado robándose las miradas la noche entera; tal vez era su apostura... o, sencillamente, a que era un chico muy joven y estaba ocupando el lugar de Sandro Fiori.

Irene abrazó a Gabriella y se disculpó por la tardanza, excusándose con que su Uriele había tenido un poco de malestar.

—¿Seguiste mal? —preguntó Audrey a su cuñado.

Raffaele entendió que ellos sí habían hablado aquel día.

—No es nada —le respondió él, amable—. De verdad.

Raffaele deseó pedirle que salieran del salón un momento, pero su hermano ni siquiera lo volteaba a ver... y Audrey se dio cuenta. Raffaele pudo notarlo en su mirada, que ella desvió tras ser descubierta contemplando a los gemelos; aquello lo detuvo para buscar a su hermano durante la noche, pues éste se había quedado en casa de sus padres, por insistencia de Irene.

Por la mañana, mientras la familia entera desayunaba, riéndole a Ettore que estaba intercambiando las guayabas picoteadas de su plato por las apetecibles fresas del plato de Sebastian, Raffaele se sintió incapaz de esperar un momento más, y le preguntó a su hermano si quería boxear con él más tarde.

Por primera vez en el día —y, tal vez, desde la noche anterior—, Uriele miró a su hermano por más de tres segundos, pero sólo para rechazar su oferta.

—Oh, vamos —pidió Giovanni, anunciando que también participaría.

Desde los tres años, el hombre había hecho que sus hijos gemelos practicaran karate como deporte, pero a los doce, ambos decidieron cambiar a artes marciales mixtas, por considerarlo más divertido —aunque Uriele lo había dejado luego de los dieciocho, cuando fue a estudiar a Alemania; Raffaele, en cambio, apenas se instaló en Francia, buscó un gimnasio donde pudiera entrenar, introduciéndose así al krav magá, y más tarde a las armas de fuego—; el cambio de disciplina resultó favorable para el hombre, pues el dio la oportunidad de practicar boxeo con sus hijos adolescentes, convirtiéndose esto en un momento de convivencia que perduraba aún luego de que ellos crecieran, se casaran y formaran a sus propias familias.

—¿Puedo ir también yo? —suplicó Sylvain, mirando a su tío frunciendo sus cejas rubias y dando saltitos en su silla.

Finalmente Uriele aceptó, primero por la presión de su padre y de su sobrino, y luego porque, la idea de golpear a su hermano... no le desagradó nada.

.

Mientras Raffaele se ponía los guantes de entrenamiento, contempló a los dos perros que habían seguido a Giovanni, al gimnasio sobre el salón, y se sintió inconforme: él quería estar a solas con su hermano, pero los había seguido no sólo su padre y Sylvain, sino hasta el perro...

Giovanni comenzó a dar un par de golpes al saco de boxeo, como calentamiento, mientras Raffaele hacía unos estiramientos de brazos, entonces Uriele se tronó el cuello, ladeando ligeramente la cabeza hacia el hombro derecho, y le hizo una señal a su hermano con ambas manos, pidiéndole que fuera hacia él.

Al momento, Raffaele obedeció; acortó la distancia entre ambos, pero antes de que terminara de tomar siquiera pose de guardia, Uriele le asestó un golpe en la cara con tanta fuerza, que trastabilló hacia atrás.

Sylvain no se dio cuenta de lo que ocurrió. Giovanni se detuvo para mirarlos; su estado no era de alerta —no era raro que, en un entrenamiento, alguno recibiera un golpe auténtico—, pero sí de sorpresa. Tal vez se intrigó porque notó la manera en que Uriele se abalanzó sobre Raffaele antes de que éste terminara siquiera de andar.

... Raffaele, por su parte, no se sentía intrigado. Lo entendía perfectamente. Por ello volvió a la carga, se puso en modo de guardia y se acercó nuevamente a su gemelo, pero no lo golpeó. Esperó a que él atacara, andando de lado lentamente a su alrededor; Uriele lo contempló con el rostro estoico y los brazos colgando a sus lados. Giovanni frunció el ceño y, al momento, vio a Uriele atacar con un rodillazo...

Cuando ellos boxeaban, hacían eso: boxeo. Se obedecían las reglas, no había golpes por debajo de la cintura, patadas o codazos...

Raffaele frenó el rodillazo de su hermano y apenas alcanzó a sacarse del golpe con la palma que, aprovechando la libertad de los guantes de entrenamiento, Uriele intentó propinarle en la mandíbula.

Giovanni comprendió que no era un entrenamiento y, mientras él daba un paso al frente, sus perros estaban ya participando en la pelea: uno se echó uno sobre Uriele, derribándolo, mientras que el otro le gruñía a Raffaele, mostrándole los dientes, como si lo retara a dar un paso.

El hombre no paró a sus perros a pesar de que, uno de ellos, tenía en el hocico el antebrazo derecho del mayor de sus hijos, cual advertencia; no dijo absolutamente nada, no sólo porque sabía que ellos jamás dañarían a su familia, sino porque quería estudiar un momento a Uriele. Él no lo permitió, sin embargo, se quitó de encima al animal, abriéndose la piel él mismo con los colmillos afilados mientras lo echaba a la fuerza.

—¡Puto perro! —gruñó con los dientes apretados, mientras se ponía de pie.

—¡Uriele! —Giovanni intentó frenarlo cuando éste dejó el gimnasio al momento, arrancándose los guantes.

El muchacho no volteó siquiera; Raffaele corrió detrás de su hermano y lo alcanzó al bajar las escaleras.

Hey! —le suplicó, deteniéndolo por un hombro.

Uriele se volvió hacia él, feroz, y lo empujó con fuerza. Raffaele esperó, atento.

—¡Nunca más, cabrón! —le ladró, señalándolo a la cara—. Nunca más.

Raffaele se dio cuenta de que tenía el pulso acelerado y la boca amarga cuando su hermano se dio media vuelta y lo dejó. ¿Nunca más... qué? ¿Nunca volvería a cubrirlo... a ayudarlo? ¿Lo había defraudado tanto?

Se llevó ambas manos a la cabeza, jadeando... porque sabía que ése sólo era el comienzo. Lo había arruinado todo y, cuando Audrey se diera cuenta...

* * *

Raffaele había negado a su padre que ocurriese algo entre Uriele y él. Cuando Giovanni habló con el mayor, éste dijo lo mismo, asegurando que simplemente se había enfurecido por el ataque del perro.

Pese a eso, cuando Rebecca organizó un paseo familiar, el primer fin de semana de octubre, al norte de Italia, donde había un desfile de máscaras, Uriele no los acompañó e Irene había tenido que enterarse, por una llamada con Audrey, de que Brendan le había pedido matrimonio a Gabriella durante el paseo.

La semana siguiente, Hanna alcanzó sus veintiún años; Uriele no la visitó, no la llamó... tampoco Raffaele.

Ninguno hablaba con ella, ni tampoco entre ellos, de hecho, Uriele se alejó de casa de sus padres durante los fines de semana, que Raffaele se encontraba ahí, y no volvieron a verse hasta noviembre, cuando Rebecca les telefoneó, temprano: Gabriella se encontraba mal. Al parecer, Brendan había viajado a Irlanda una semana atrás, para pasar las fiestas paganas con su familia y para darles la noticia de que se casaría, pero durante su estancia en la isla, había salido a pasear con sus dos hermanos menores, en bote... y no habían vuelto a su casa. Dos días más tarde, justo ése primer viernes de noviembre, el guardia en la isla había encontrado el bote, pero sin rastros de ellos.

Aquel día también pasó algo más. Uriele recibió una llamada que no esperaba más y que, por un momento, pensó en no atender..., pero su amor por ella, la manera loca en que extrañaba sus ojos de gato, su voz, lo obligaron a contestar.

Y ella se oía tímida, su era baja, casi quebradiza, y pidió visitarla.

... Naturalmente, aunque deseaba hacerlo, Uriele no pudo negarse y, por la noche, se encontraba junto a ella.

Hanna lo recibió desmaquillada, con los ojos enrojecidos e hinchados.

Luego de que Uriele y ella se miraran por última vez, luego de que él se largara sin decirle una sola palabra, Hanna había pasado de la aprensión, de la culpa, del arrepentimiento, a la depresión... Ni una sola vez se preguntó por Raffaele, del por qué él no la visitaba más —aunque Matt sí preguntaba—, si había ocurrido algo entre los gemelos... tan sólo quería saber de Uriele.

Había venido luego un periodo de paz, algunos días en lo que se había encontrado pasiva —no tranquila—¸emocionalmente entumecida y físicamente soñolienta; dormía la mayor parte del día y comía sin parar cuando estaba despierta. Luego volvió el llanto, la desesperación, y finalmente, sin poder más, lo había llamado...

—Quiero explicarte algo —le confesó, avergonzada, al borde nuevamente del llanto.

Uriele pasó a su departamento lentamente, sin saber exactamente qué hacer, qué esperar... y entonces ella comenzó a decirle la verdad: no era una mujer indecente, no debía juzgarla mal... era sólo que tenía pesadillas, que despertaba por las noches llorando, vomitado, que sentía asco por sí misma... Que nunca quiso hacer daño, que no había pensado siquiera en ello, ¡pero iba a repararlo! Raffaele le había dicho que se mudaría a Alemania y ella lo había aceptado. Quería hacer las cosas correctamente y, ¡por favor, por favor, él no debía juzgarla mal!

Para cuando ella terminó de hablar, Uriele se sentía mareado. Sus pesadillas, el asco por sí misma y... ¡¿Raffaele qué?!

—¿Él te dijo que dejaría a su esposa? —se sintió incrédulo de sólo decirlo, ¡él! ¿Realmente Raffaele había dicho que dejaría a Audrey?!

—¡No! —aclaró de inmediato Hanna, sin poder controlar el llanto—. Él... tan sólo dijo que se mudaría ¡y te juro que yo quiero hacer las cosas bien! —cuidó sus palabras: quería actuar correctamente... no a Raffaele.

—Por Dios —jadeó Uriele, sonriendo de lado, creyendo comprender la situación bien:

Raffaele no sólo estuvo engañándolo a él, sino que también se aprovechaba de ella, de una chica tan traumatizada, tan herida.

En ningún momento pensó en que Raffaele, quien había compartido tanta intimidad con ella, no supiera de sus problemas.

... Pero la realidad era que Raffaele no lo sabía. Hanna nunca habló de eso y él tampoco hacía preguntas.

Y mientras Uriele y Hanna estaban pasando un mal momento, Raffaele se encontraba preparándole té a su mujer —bañarse cada día apenas abrir los ojos, para iniciar su largo día, le había pasado factura en forma de resfriado—. Él estaba haciéndole masaje en los pies; estaba acurrucándose con ella, estaba haciéndole el amor.

* * *

La charla telefónica entre Audrey e Irene comenzó como cada día.

Irene estaba pensando en qué cocinaría para el almuerzo. Audrey salía del médico —éste le había recetado antihistamínicos, al parecer, eran simples alergias lo que tenía—... pero pronto se tornó más seria.

Las amigas ya no se veían como antes; Uriele y su esposa aún no visitaban la residencia familiar, de los Petrelli, los fines de semana... o cuando se encontraba Raffaele ahí. Tal vez fue por eso que Irene se lo dijo —presentía que, aquel cuarto viernes de noviembre, tampoco la vería—: Gabriella, quien había permanecido en Irlanda apenas mejorarse por la noticia de que su novio no aparecía, había regresado a Italia... y estaba embarazada de gemelos.

—¿En serio? —se preocupó Audrey.

Aún no había noticias de Brendan.

—Y no es todo —aseguró Irene—: parece que, la semana pasada, Sandro tuvo un hijo con... una sirvienta, o algo. No sabemos bien quién es la madre.

La francesa guardó silencio, esperando por la conexión entre el embarazo de Gabriella y el inesperado hijo de Sandro. Irene inmediatamente se lo hizo saber: Gabriella aseguraba que, la desaparición de Brendan, era acto de Sandro.

Audrey no supo qué decir al respecto. No preguntó el por qué lo creía así su cuñada, no dijo absolutamente nada. Y continuó así, en silencio, cuando llegó más tarde a casa de sus suegros y la buscó en su recámara.

Encontró a Gabriella tirada sobre su cama, cubierta con un edredón grueso, las cortinas cerradas y las luces apagadas; apenas volteó para saber quién había invadido su habitación sin avisar y, al verla, se volteó una vez más.

Recargada sobre la puerta, la francesa esperó un momento y luego fue hasta su cama, donde tomó asiento, a su lado, y posó una mano sobre las de su cuñada. Lentamente, Gabriella la sacó, pero no porque rechazara su contacto, sino porque ocupó ambas manos para asirse la almohada con fuerza y cubrirse el rostro con ella.

De manera suave, Audrey abrazó a Gabriella.

—Lo siento. Lo siento tanto.

Ella soltó un gruñido y sollozó hasta quedarse sin lágrimas; Audrey no la soltó en ningún momento, hasta que, débil, la escuchó susurrar apenas:

—No había pesado en él... Cuando desapareció Brendan, no pensé en él hasta que me contaron sobre su hijo.

»Esto es obra suya. Lo hizo él.

Audrey deseó creer que ella sólo estaba buscando a quién culpar, pero sabía que, si ella así lo creía, debía tener algún motivo. Además... creía capaz de cualquier atrocidad a Alessandro Fiori.

Quería siquiera preguntarle si podía hacer algo por ella, pero ¿qué podría hacer? Esta vez la abrazó con fuerza y le besó la cabeza de bucles color chocolate; agradecida, sintiendo su dolor por ella, Gabriella le regresó el abrazo.

Al mismo tiempo que ocurría eso, en Alemania, pasando su séptimo mes de embarazo, Hanna estaba llorando sobre su sofá. Hablar con Uriele no había arreglado su relación con él... y Matt preguntaba el día entero por su tío y su padre, volviéndola loca.

Uriele no quería acercarse más a Hanna. Dolía. Raffaele la había engañado con promesas ridículas —¿dejar a Audrey? ¿De verdad lo sugirió siquiera?—... pero lo había logrado porque ella lo había permitido. Ella había hecho su elección hacía mucho tiempo... cuando lo había conocido. ¿Por qué seguir atormentándose más? Pero... seguía pensándola cada día y también cada noche.

Raffaele tampoco se acercaba a ella. Estaba depositándole grandes cantidades de dinero de dinero a Hanna, esperando que fuese suficiente para compensar su ausencia... para él no lo era. Extrañaba la vocecita de Matteo todo el tiempo, y pensaba en cómo sería la carita del otro bebé que venía, se preguntaba si sería un niño o una niña, pues no lo sabía y... probablemente jamás lo haría. Todo el tiempo, cuando estaba a solas con Sylvain y Sebastian, sentía que le faltaba algo, que estaba incompleto, pero la sensación desapareció, casi por completo, pocas semanas luego, cuando Audrey regresó con el médico porque el medicamento había servido sólo los primeros días, entonces él había solicitado algunos estudios sanguíneos y les dio la noticia: la pareja tendría a su tercer hijo.

Al saberlo, cuando el médico les dio la noticia, esta vez Raffaele no había aguardado por la reacción de su mujer. Se sentía más aliviado, que feliz, y volteó hacia ella para besarla con intensidad, con fuerza, llenándola de piquitos que a ella la habían puesto a reír.

—¡Ya, quiero una niña, en serio! —le advirtió, deteniéndola en el primer peldaño de las escaleras en la entrada del hospital, bajando uno más él, para que le fuera más fácil abrazarla y besarla.

Al igual que había ocurrido con Sebastian, la exigencia irracional le causó gracia. A Raffaele no; no sabía lo que sería su cuarto hijo... ¿tal vez una niña? Quizá, y una parte de él, muy profunda, quería que el bebé de Audrey le llenara el espacio que ya sentía.

Días más tarde, luego de dar a su mujer sus vitaminas prenatales, se sentó detrás de ella y besó su espalda desnuda en los espacios que quedaban entre cada parche; a ella le habían realizado una prueba de alergias, cutánea, y tenía la espalda entera llena de pinchazos y... mientras la besaba, desde la nuca, masajeándole suavemente los senos con ambas manos, un recuerdo, involuntario, vino a su mente: Hanna y él, en aquella misma pose, pero arrodillados sobre la cama, haciéndolo; ella había estado sujeta a la cabecera, con ambas manos, mientras que las de él recorrían entero su impresionante cuerpo femenino, que aun sus casi cinco meses de embarazo no podía arruinar y, cuando ella había llegado al clímax, su vientre se había puesto duro. A Audrey le había pasado lo mismo en sus embarazos anteriores, cuando hacían el amor, pero el recuerdo de Hanna... justo de aquel momento, lo puso tenso. Paró y dejó la cama.

—¿Amor? —lo llamó Audrey cuando él comenzó a andar.

Raffaele se detuvo y la miró, atento.

—¿A dónde vas? —se preocupó ella.

—Al baño —mintió: iría a la cocina, pues su boca se había resecado.

—No tardes —le suplicó ella—: me estaba gustando.

El muchacho sonrió suavemente, el punto débil de su mujer era el cuello y la espalda; no la excitaban precisamente, pero eso siempre la estremecía y... al pensar en eso, en su piel dorada erizada —en los vellitos rubios, de sus brazos, todos alzados a la vista—, se calmó. Fue un bálsamo para el cuerpo y para el alma.

—Te amo —le dijo.

—Y yo a ti, mi vida —se recostó sobre la cama, bocabajo—. No tardes.

.

Las cosas comenzaron a ser difíciles para la familia Petrelli, no sólo por el distanciamiento de los gemelos, sino también por la situación de Gabriella, por eso es que Audrey no encontró extraño que su marido no la acompañara a su siguiente cita con el médico, más tarde, Raffaele le explicaría que su madre lo había llamado de nuevo: necesitaba a sus hijos en casa, Gabriella se encontraba mal. Y era verdad... Rebecca lo había telefoneado aquel mismo día: habían encontrado los restos de uno de los hermanos de Brendan Kyteler, pero ése no había sido el impedimento para que Raffaele no llegara a tiempo a su casa, sino porque había estado la mañana entera intentando comunicarse con Uriele; quería hablarle... y quería saber si seguía visitando a Hanna. quería saber cómo estaba Matt.

—Perdóname, amor —pidió Raffaele a su mujer.

Ella parecía distante, casi seria. Él intuyó que ella estaba molesta, sin embargo, con toda la bondad que ella tenía, lo disculpó:

—No te preocupes, mi amor —le dijo—, estabas ocupado.

Raffaele la abrazó con fuerza y ésa noche besó su espalda una vez más —ahí, alrededor del nuevo piquete que le habían dado para dar con sus alergias— y masajeó cada parte de su cuerpo, amándola.

.

La nochebuena de aquel año fue la última oportunidad que tuvieron de estar todos juntos..., pero ninguno lo sabía, por lo que no la aprovechó nadie.

Gabriella se encontraba nuevamente en Irlanda, esperanzada en que Brendan apareciera —Giovanni la había acompañado, negándose a dejarla sola—, y la familia de Uriele no los había visitado para la cena.

Los padres de los gemelos ya se habían casado de preguntar a los gemelos qué ocurría entre ellos —nunca antes habían peleado—, pero ambos seguían negando que algo estuviera mal. Fue por eso que, la mañana de Navidad, Rebecca finalmente lo habló con Audrey, quien preparaba el desayuno para sus hijos, en silencio.

Y ella pareció despertar con la pregunta, Raffaele pudo verla desde la terraza, donde esperó en silencio, escuchando, atento, lo que su madre y su esposa decía:

—¿Perdón? —preguntó la francesa a su suegra.

—Siempre habían estado juntos —siguió Rebecca—, pero hace meses que, cuando Uriele sabe que su hermano estará aquí, no viene y, me contó Giovanni que, la última vez que estuvieron juntos, pelearon; dice que incluso los perros se alarmaron.

»¿Sabes por qué están enojados? Irene jura que Uriele dice que todo está bien, pero ¿no lo notan?

Raffaele, atento, se acercó un poco más.

—Claro que lo noto —le dio la razón Audrey; aunque la familia de Raffaele tuviese exactamente la misma rutina de cada fin de semana, por años, la ausencia de su cuñado era indudable—. Pero tampoco Raff me ha dicho nada —no preguntó nada sobre la supuesta pelea.

—¿De verdad, Audrey? —le preguntó Rebecca—. Te lo pregunto de una madre a otra —apeló a su empatía. Parecía triste y preocupada; no era para menos: Gabriella tenía una gran pena, su marido no estaba en casa, el mayor de sus hijos había faltado y el otro guardaba silencio...

—No le miento —prometió la francesa, con sinceridad—. Si lo supiera, se lo diría.

La mujer asintió.

—¿Podrías hablar tú con él? —le suplicó—. Pregúntale... Pídele que se arregle con su hermano.

Y la francesa aceptó hacerlo, pero la realidad es que no le preguntó nada a Raffaele; él esperó el día y la noche entera, sus preguntas tan sutiles como siempre, pero ella no intervino y él se sintió agradecido. Si ella lo hubiese interrogado no habría sabido qué inventarle... y ya no quería mentirle.

Y aunque no lo hacía más, aunque no le faltaba más... seguía fallando. Tal vez no más a ella, pero sí al hijo que había dejado, y al otro que venía.

Se sentía inquieto... triste, incluso, y para Año Nuevo, el primer día de enero, le fue imposible seguir ahí, fingiendo que no pasaba nada, y muy temprano, por la mañana, salió al aeropuerto. Y cuando lo recibió Hanna, ella parecía casi indiferente, pero cuando Matt, alcanzado aquel día sus tres años, corrió hacia su padre y lo abrazó, el rostro bonito, de ella —Dios, ¡era tan bonita!—, se tornó en una indiscutible molestia.

En aquel mismo instante, sin que Raffaele lo supiera o imaginara, Uriele y su familia estaban llegando a la residencia principal.

Audrey estaba al teléfono cuando Irene la abrazó con fuerza, mostrándole, sin intención alguna, cuánto la había extrañado. Por su parte, la francesa, al ver a los ojos a su cuñado, pareció recordar lo que Rebecca le había pedido y, cuando se encontró a solas con él, le preguntó:

—¿Sabías que Raff salió?

A pesar de que ella intentaba, amable, Uriele notó cuán directa había sido ella, tan inusual en su general sutileza y paciencia. Fue eso, la entereza que ella mostró, lo que le ayudó a contestar:

—No he hablado con Raff —evitó decir hacía cuánto tiempo—. No sabía que no estaba —mentira.

Uriele sabía, con certeza, que su hermano no estaría no sólo en casa de sus padres, sino en Italia misma: aquel día, Matteo cumplía tres años y, si él había logrado contenerse de visitar a su hijo, por semanas e incluso meses, aquel día no podría soportarlo y... tal vez los gemelos se conocían demasiado, o quizá sabían cómo pensaba el otro porque, en algún momento, habían sido uno —siendo así, ¿cómo podría no conocer Raffaele lo que Uriele sentía por Hanna?—. Uriele sabía lo que Raffaele sentía, así que, con total intención, preguntó:

—¿A dónde fue? —siguió él, ¿se lo había dicho a Audrey? No, ella no hacía preguntas, ella confiaba... ella no era Irene, así que le plantó la duda.

Naturalmente, Audrey no lo supo. La rubia sacudió ligeramente la cabeza.

—¿A Alemania? —tanteó él—. Es ahí a donde te decía que iba, ¿no? —no esperó respuesta, Rebecca llegó y él se adelantó para abrazar a su madre.

Y Audrey se quedó ahí, algo aturdida, pensando en lo que su cuñado había dicho. Había algo que diferenciaba a los gemelos: Raffaele decía lo que le pasaba por la cabeza... pero Uriele elegía sus palabras.

"A donde te decía", había dicho él, lo había plantado como interrogante, como si realmente no estuviera seguro... cuando Raffaele siempre había dicho que, a Alemania, iba con Uriele.

Al mismo tiempo, ajeno, Raffaele se despedía de su hijito y Matt comenzaba a llorar para que no lo dejara, ¡lo había extrañado tanto! Hanna se sintió furiosa: ¡ella tenía que aguantar el llanto de su hijo mientras que él, sencillamente, se deslindaba! Ella lo había perdido todo: su hermano se había ido de casa... Uriele se había ido... ¡¿y él sencillamente regresaba con su esposa, como si no pasara nada?!

—¡¿Crees que puedes desaparecerte por meses y luego llegar como si nada?! —lo retó.

Raffaele guardó silencio. La furia de Hanna se transformó en cólera y, sin pensar en lo que hacía, tomó de la encima un vaso de cristal, y aprovechando que él dejaba a un Matt lloroso sobre el sofá, intentado dejarlo, y se lo lanzó apuntando a su cabeza.

Alarmado, el muchacho se alejó de su hijo rápidamente, previniendo que ella lanzara algún otro objeto y golpeara al niño. Había sido una escena perturbadora, probablemente la más violenta que había vivido el muchacho... hasta entonces: su antigua amante, embarazada, le gritaba e intentaba golpearlo mientras su hijo lloraba a gritos, en el sofá. Pero no pensó en eso en el momento, también gritó él:

—¡¿Estás loca?! ¡Le pudiste haber pegado! —mantenía los dientes apretados y señaló a su hijo ligeramente, con la mano derecha.

—¡Fuiste tú quien se metió en su vida! —ladró ella—. ¡Fuiste tú quien se empeñó en ser parte de su vida, ¿y ahora lo dejas?! ¡Yo no te busqué, él no te pedía nada! ¡Fuiste tú quien llegó y se metió a la fuerza! —gritó y le lanzó otro vaso.

Raffaele, sin saber qué más hacer para evitar que su hijo se asustara más, se apresuró a dejar el departamento y, literalmente, sintió que se le quedaba una parte del corazón cuando cerró la puerta mientras escuchaba llorar a Matt. Cuando llegó a la planta baja del edificio, Raffaele también estaba llorando y ni siquiera sabía por qué.

Cuando regresó a casa de sus padres, silencioso, débil, Uriele ya no se encontraba ahí. Claro que no: él sólo había dejado la semilla y se había alejado.

Tal vez había sido por eso que encontró silenciosa a su mujer, retraída, y él no entendió nada —no se había tardado ni siquiera seis horas fuera—, pero entonces Sylvain le contó que los había visitado su tío Uriele... y comprendió. Ésa noche, tanteando si su hermano había dicho algo, Raffaele le pidió a su mujer que usaran la bañera —eso siempre significaba acariciar completo el cuerpo del otro antes de hacer el amor y, luego, permanecer dentro del agua hasta volverse pasas, hasta tener tantas arrugas como... deseaba estar, junto a ella, cuando fueran viejos—, pero ella se negó. Dijo que se sentía cansada, pero nada más. No mencionó a Uriele ni una sola vez y tampoco hizo preguntas. Ninguno durmió mucho aquella primera noche del año y, cuando Raffaele despertó, al día siguiente, ella no estaba.

Le había dejado una nota sobre el tocador, diciéndole que quería ver a su familia, que iría al convento y volvería por la noche.

Nunca antes ella había volado sola y, el hecho de que se fuera sin avisarle siquiera, lo hizo entrar en pánico. Se vistió mientras la llamaba, una y otra vez, al teléfono móvil, pero ella no respondía; le pidió a Rebecca que cuidara de sus hijos y, cuando se cansó de telefonear a su mujer, sin obtener nada a cambio, comenzó con su hermano —no tenía duda alguna de que, la huida de Audrey, estaba relacionada con él—... pero Uriele tampoco le cogió el teléfono.

—Contesta, cabrón —le habló al buzón cuando sonó la señal—. ¿Qué mierda le dijiste a Audrey? —lo cuestionó, pero Uriele no respondió, aun así.

Harto, desesperado, enojado, llamó a su casa, sin importar lo que pudiera escuchar Irene; para su fortuna, fue el mismo Uriele quien lo atendió.

—¿Qué fue lo que le dijiste a Audrey? —le reclamó sin más—. Esta mañana desperté y se había ido. No sé dónde está —se oía tan tenso como se encontraba.

Uriele se rió, seco.

—¿Y tú crees que yo sí? —le preguntó—. ¿Crees que tengo que cuidar de tu mujer, y no tú? Es tuya, cuídala tú.

»Te dije que nunca más y... no es mi responsabilidad cuidar de tu familia —le aclaró, luego colgó.

Raffaele llegó al convento un par de horas luego, casi aterrado, sin saber qué iba a encontrarse... pero no halló a su mujer ahí. Ella no había estado en el convento en casi dos semanas, desde que ambos se marcharon a Italia.

—¿Todo está bien, Raff? —le preguntó la Madre Superiora.

Él no supo qué responder y pidió a Adelina que telefoneara a su hermana, pero tampoco le respondió a ella. Sin saber qué más hacer, fue directo a su casa, esperanzado con encontrarla ahí, pero tampoco lo estaba. Para su fortuna, no tuvo que esperar demasiado antes de verla cruzar las puertas.

Ella no pareció sorprendida de verlo; tal vez sabía que él iría corriendo, a buscarla... o quizá no le importaba que lo hubiese hecho.

—¿Por qué te fuiste así? —le reprochó él, sintiendo una mescolanza en su interior, que estaban acabando con él—, ¿dónde estabas?

Audrey permanecía pasiva, tal vez más relajada de lo que a Raffaele le hubiese gustado que actuara: si se mostraba enojada, tendría al menos una idea de lo que ocurría, pero... ella hablaba incluso bajo.

—Quería ver a mi familia.

—¡No has estado en el convento! —le habló entre dientes, más intenso de lo que quería mostrarse—. ¡Y tu familia soy yo! —le recordó una vez más... No había tenido que hacerlo desde que descubrió que ella había vendido todas sus joyas para ayudar con los gastos del orfanato, quedándose únicamente con el medallón de corazón que siempre llevaba puesto... excepto ése día, notó él.

—Por qué apenas voy para allá —aseguró ella—. Y, por favor, no me grites más.

Raffaele jadeó y se abrazó con fuerza a ella. La llevó a Italia horas más tarde; Sylvain y Sebastian los cuestionaron por su abandono rápidamente. Audrey, un poco menos cariñosa que de costumbre, con sus hijitos, les explicó que sólo había tenido ganas de ver a las monjas pero que ya estaba de regreso.

Esa tarde, Raffaele le dejó otro mensaje a su hermano, suplicándole que al menos le dijera lo que había hablado con Audrey. No obtuvo respuesta y él se quedó con un nudo en el estómago por semanas, sintiéndola distinta, aunque permitía que la besara y abrazara.

* * *

Fue el último martes del mes, por la madrugada, cuando encontraron el barco donde los tres hermanos Kyteler habían salido de su isla para no volver.

Esta vez, Gabriella no corrió a Irlanda, habían sido Giovanni y Rebecca quienes tuvieron que correr con su hija al hospital: con cinco meses de embarazo, al enterarse de las noticias, ella había sufrido de tantas náuseas, y un mareo tan intenso, que se había caído y comenzado a derramar, entre su hemorragia, líquido amniótico.

La familia de Raffaele llegó al hospital por la mañana —habían salido de Francia apenas Rebecca les había telefoneado; aquella misma mañana, Audrey había tenido su control prenatal y, por la noche, Gabriella estaba teniendo una amenaza de aborto—; Uriele e Irene también se encontraban ahí. Fue la primera vez que los gemelos se miraron, en meses. Y como una maldición indestructible, como si fuera el destino halando de las cuerdas que unían las vidas de aquellos tres, Hanna telefoneó a Raffaele.

El bebé estaba por nacer.

Raffaele no tenía muchas opciones.

... Sin excusas, sin avisos, salió directo a Alemania.

La familia no tardó en notar su ausencia.

—¿Dónde está Raff? —fue Rebecca quien, sin pensar en ello, preocupada por Gabriella, se atrevió a preguntar cuando notó que pasaba el tiempo y que el menor de sus hijos no aparecía de... del lugar al que hubiese ido, en el hospital.

En la sala de espera, Giovanni buscó con la mirada; estaban todos cansados, angustiados por la vida Gabriella —un aborto, con un embarazo tan avanzado, ponía también en riesgo a la madre—. Buscó respuesta en los ojos azules de su nuera, en la muchacha que se había vuelto parte de su familia y quería tanto como a cualquiera de sus hijos, pero ella agachó la mirada, avergonzada de no saberlo... Sin más, se dirigió a Uriele:

—¿Dónde está? —le ladró; ya tenía suficiente encima para que sus hijos siguieran con sus secretos malditos, y ahora Raffaele abandonara a la familia el hospital, cuando se le necesitaba, sin decir nada.

A nadie le sorprendió que Giovanni interrogara a Uriele. Él siempre sabía dónde estaba su hermano. Uno siempre sabía todo del otro... En cambio, el muchacho sí se mostró casi asombrado por la pregunta, incluso molesto... y se puso de pie; por primera vez, mirando a los ojos a su padre, le respondió apretando los dientes y mostrando los colmillos:

—¿Y yo qué sé? —lo retó... pero sí lo sabía; por eso estaba alterado: Mika lo había telefoneado para contarle que Hanna se había puesto en labor de parto—. ¡¿Acaso soy yo su guardián?! ¡No soy su niñera! —soltó y luego miró a los ojos Audrey, como fuese a decirle algo, pero no lo hizo; apretó los labios y se dio media vuelta para alejarse.

Fue rumbo a los jardines del hospital; se sentía colérico con Raffaele, destrozado por Hanna, angustiado por su hermana, arrepentido por lo que le había dicho a su padre, cuando escuchó el rumor de unos pasos suaves, detrás de él, siguiéndolo, Uriele jadeó y sacudió la cabeza, hecho trizas, ¡no, no estaba en condiciones de ser sermoneado por su mujer o por su madre! Se volvió rápidamente para suplicarle, a quien fuera, que lo dejaran solo un maldito minuto... pero a quien se encontró, fue a la mujer de su hermano.

Era Audrey quien lo había seguido y, con la mirada más dura que le había visto jamás, ella le preguntó, sin más:

—¿Qué es lo que ibas a decirme? —ella parecía otra persona... Su voz era firme, sus palabras directas y el gesto en su rostro anunciaba que su paciencia se había acabado.

—Nada —soltó Uriele, de prisa, y a punto estaba de pedirle espacio, cuando ella continuó.

—¿No? Llevas meses insinuante y ya estoy harta. ¿Qué es lo que ibas a decirme? —le exigió.

Y, no fue tanto por la conmoción de Uriele, sino por la firmeza de la muchacha que, tras relamerse los labios, él comenzó a hablar...

* * * * ** ** * * * *

Las cosas se dicen de frente, dice Audrey :c y parecía otra...

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