Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[3] Capítulo 11

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By ValeriaDuval

AUGURI, FRATELLO
(Felicidades, hermano)

.

Hanna Weiβ no tenía necesidad de que el ginecólogo obstetra le dijera cuántas semanas tenía de embarazo: ella sabía exactamente cuántas tenía. Era el último sábado de julio y hacían diecisiete semanas que... ella había estado con el hermano gemelo de Uriele y... ése ya no era el problema.

Se le había estado notando más panza.

Estaba creciendo rápidamente justo bajo el ombligo y, si bien, el médico le había dicho que ahora el bebé tenía el tamaño de un nabo, no tardaría —ni dos semanas— en ser más grande que una manzana y, para entonces, sería imposible ocultárselo a Mika, a quien había logrado convencer de regresar a la escuela; él estaba asistiendo —contra su voluntad— a una asociación civil encargada de regularizar y revalidar los estudios a los niños sobrevivientes del cáncer, para que pudieran continuar con sus vidas en el nivel escolar que marcaban sus edades.

Y ésas horas, por las mañanas, era el momento en que Hanna aprovechaba para sus citas con el médico y, aquella tarde, luego de recogerlo, caminó a casa lento y en silencio, junto a él, sin preguntarle, como era regular, cómo le había ido, cómo estaba sintiéndose; y al llegar, le pidió que no sacara la mesilla y la silla a la calle, anunciando, amenamente, que estaba abierto el estudio.

—Comamos primero —le pidió.

El recibidor del estudio era pequeño —ni siquiera dos metros y medio de fondo—, y antes del mostrador, a la izquierda, estaba la puerta al estudio para los clientes, al cual también podía ingresar Hanna desde otra puerta de su lado del mostrador —que siempre mantenía cerrada, por su seguridad—. Ya detrás del mostrador, había una puerta más, al oscuro cuarto donde revelaba las fotos y, justo frente a la puerta, estaban las escaleras —bajo las cuales estaba un medio baño— al segundo piso, a su apartamento. Y al subir, recargado contra el barandal de madera, había un sofá color verde oscuro, de cuadros, que los hermanos habían elegido por considerarlo horrendo, muy apropiado para un padre con malos gustos como los que había tenido Jason y, decidiendo que su casita necesitaba verse como un verdadero hogar, lo habían llevado como una broma —aunque, tal vez, lo que querían ambos, lo que extrañaban ambos, era al hombre en sí—, luego estaba un comedor diminuto pegado a la pared —frente a la pequeñísima cocina—, el cual contaba con tres sillas, pero jamás lo usaban, pues siempre comían tirados sobre su cama matrimonial, frente a la cual estaba una televisión enorme, justo al lado de la puerta para el cuarto de baño.

Pero, al llegar a casa, y por primera vez en mucho tiempo, Hanna tomó asiento sobre una de las dos sillas mientras Mika se quitaba el calzado y sacaba algunos embutidos del refrigerador —de color verde claro, de una sola puerta, estilo retro—. Y mientras Hanna pensaba en cómo decírselo, él le preguntó:

—Y... ¿ya me dices qué tienes?

De inmediato Hanna despertó, pensó en sacudir la cabeza y negar que estuviese pasando por algo, pero... tenía qué decírselo. Seguramente la reacción, si él se enteraba por sí mismo, sería peor y... El problema era precisamente cómo decírselo.

Y entonces, de repente, mientras ponía una sartén sobre la estufa viejísima y regulaba el fuego, le preguntó:

—¿Tiene que ver con tu embarazo?

Hanna no se sintió sólo sorprendida, sino impresionada. ¿Él lo sabía? No, no... lo más importante: ¿él estaba bien con eso? Hanna no se dio cuenta de que había dado un salto en su silla, de que arrugaba sus cejas fijas y mantenía su boca estaba abierta.

—¿El médico te dijo algo malo? —siguió él.

Hanna no podía hablar. Se sentía débil. Mika echó cuatro salchichas a la sartén y la miró por un segundo, luego se volvió para voltearlas con la palita.

—Encontré tu eco, del mes pasado, hace unas semanas —le explicó—. Lo dejaste en el estudio. Y vi tu cita para hoy anotada en el libro donde llevas el registro de clientes —siguió... lo que él no le dijo, fue que había visto más cosas.

Mientras ella dormía, había visto su vientre blanco, siempre planísimo, abultado bajo el ombligo —lo cual no le había confirmado nada; aunque lo sospechó, él estaba en negación (Dios, no, ella había quedado embarazada de...)—, y la había visto subirse la blusa y acariciarse ése bulto con sumo cariño, cuando se creía sola y... ahí sí que lo confirmó. Su hermana estaba embarazada y... ella no sentía rechazo, ni preocupación, ni ninguna otra emoción negativa por ése bebé. De hecho, parecía contenta. Siendo así, si ella estaba feliz por su embarazo, ¿con qué derecho él iba a rechazar, o mostrar desagrado, por algo que ponía tan feliz a la persona que él más quería, y quien había sufrido tanto por causa suya?

—Iba a-a decírtelo —tartamudeó apenas ella, bajito, incapaz físicamente de hablar más alto.

—¿Todo va bien? —continuó él, volviéndose hacia ella.

La muchacha asintió, lento, aún con los labios medio abiertos.

—T-Tuve un novio —intentó explicarlo ella.

—Está bien —él la interrumpió, alzando la voz, y se volvió de nuevo hacia la estufa, pidiéndole que no eran necesarias las explicaciones..., las mentiras—. Está bien.

Hanna sacudió la cabeza, negándose a aceptar que él creyera que su hijo era el producto de... Que lo había engendrado un...

—Era italiano —a ella le temblaba la voz.

Y fue ahí cuando Mika menos lo creyó: conocía bien la fascinación de su hermana por aquel país; tenía su librero lleno de libros en italiano y, de manera frecuente, cuando no sabía cómo se decía una frase en aquel idioma, la encontraba metida en su diccionario.

Mientras apretaba los labios, Mika también cerró su puño alrededor del mango de la sartén.

—De acuerdo —le suplicó una vez más que se callara—. Está bien.

Hanna intentó decir algo más, pero su voz temblorosa y el llanto que le siguió, no se lo permitieron. Al escuchar el sonido, el muchacho se volvió hacia ella y la encontró con las mejillas empapadas en lágrimas y, sin pensarlo, fue con rapidez donde ella, pero antes de que llegara, su hermana ya se había puesto de pie, facilitándole que la envolviera con fuerza entre sus brazos; ella era casi diez centímetros más alta que él y, contrario a lo que los demás veían —una joven bellísima, fuerte, superficial, fría—, él veía quién era realmente ella: una chica de diecisiete, rota, llena de temores y... por Dios, ¡no soportaba verla llorar! Su hermana ya había sufrido tanto, ¡no merecía llorar ni una lágrimas más!

—¿Por qué diablos lloras? —la cuestionó él, sin soltarla.

¿Por qué lloraba? Ya no lo sabía. Tenía tanto, tanto, ¡había pasado por tanto!, que ya no lo sabía. Quizá porque había esperado algo distinto... Quizá un retroceso con Mika. Él ya no se drogaba.

—¡Va a ser genial! —siguió el muchacho—. Tú, yo y, si es niño, lo llamamos como papá.

—Te amo, Mika —le dijo ella, a cambio.

Aquel mismo día, unas horas después, Uriele estaría encontrando un zapatito amarillo bajo su almohada.

.

Para el segundo lunes de octubre, habiendo visto a Hanna hacían cuatro días, saliendo de su estudio junto a su hermano..., luciendo una delatadora pancita, Uriele ya tenía una carpeta amarilla en su escritorio que contenía nuevas fotografías de la muchacha, junto a varios papeles más, entre los que estaban impresiones de los últimos ultrasonidos que le había practicado su médico, y un informe de éste, detallando que ella estaba en su semana veintiocho de embarazo.

... Veintiocho.

Había despedido al detective inútil, quien no se había acercado lo suficiente para verle la panza, según decía..., pero el nuevo investigador le había sugerido al muchacho que, quizás, él había creído que lo perdería como cliente si le revelaba un embarazo de ésa muchacha por la que suspiraba tanto.

Y eran veintiocho.

Justo las semanas que habían pasado desde la última vez que la había visto y... había tres opciones —dado que en los informes decía que, novio, no había—: o Hanna se había embarazo días antes de que se miraran por segunda vez, días luego o... justo ésa noche.

La recordó en una esquina del salón, riendo con Raffaele, ambos encantados, absortos en el otro... Y luego a su hermano gemelo huyendo al día siguiente, cual maldito criminal, para ocultarse bajo las faldas de Audrey y no volver nunca más a la escena del crimen porque, luego de eso, no había vuelto a Alemania.

Uriele estaba temblando. ¿Cuántas posibilidades existían de que...

... Las semanas coincidían.

Uriele sentía todo el cuerpo cálido y frío, a la vez.

** ** **

El segundo martes de octubre, Audrey respondió el teléfono celular de Raffaele.

—¿Audrey? —saludó Uriele a su cuñada, extrañado..., aún inseguro de lo que iba a hacer—. ¿Cómo estás?

—Excelente, gracias —respondió ella, con su voz dulce de siempre—. ¿Qué tal Irene y el bebé? —su amiga estaba en su semana diecinueve de embarazo.

—Están bien —respondió de manera automática él—. ¿Raff dejó su teléfono?

—No —aseguró ella—. Hoy no fue a la oficina. Los niños están un poco enfermos y no querían dejarlo.

—No lo sabía —siguió él—. ¿De qué se enfermaron? ¿Cómo están?

—Están bien —lo tranquilizó ella—, sólo es un resfriado. Se les subió un poco la temperatura y los metió a darse una ducha.

»¿Necesitas que le lleve el teléfono?

La imagen de su hermano, duchando a esos dos niños rubísimos —sus hijitos—, que adoraba con el alma —sus primeros, consentidos y queridísimos sobrinos—, lo hizo dudar...

—¿E-Están ahora en el baño? —se escuchó preguntar. Su voz tembló y se descubrió que también él estaba temblando.

—No, ya salió.

¿Quién es, amor? —se escuchó lejana la voz de su hermano, casi idéntica a la suya.

—Uriele —le dijo ella a su marido, y luego habló nuevamente con su cuñado—. Aquí está tu hermano, te lo paso. Saludos a Irene —le pidió.

Y cuando lo hizo, la mente de Uriele desvarió un poco, preguntándose por qué le mandaba saludos si ellas hablaban todos los días, por al menos una hora, por teléfono.

—¿Qué pasa? —saludó Raffaele a su hermano; su voz se escuchaba relajaba.

... --des, papi —la vocecita de Sebastian, cerca del teléfono, le hizo saber a Uriele que su hermano cargaba al menor de sus hijos.

El mayor de los gemelos se quedó mudo.

—¿Uriele? —probó el otro, frunciendo el ceño.

—... Hola —finalmente respondió, bajo—. ¿Tienes puesto el altavoz?

—No —le extrañó la pregunta; nunca antes se había asegurado de que tuviesen privacidad en una llamada telefónica—. ¿Todo bien? —se preocupó por su hermano; él había estado actuando raro con él las últimas semanas (de hecho, había estado siendo él quien tenía que buscarlo).

—No lo sé —se escuchó decir. Una parte de él no quería hacerlo ya, pero...

La voz de Sebastian se escuchó de nuevo. La familia de Raffaele, sus hijos... sus sobrinos... la familia. Se quedó quieto. La familia. ¿No había, acaso, una alta probabilidad de que, también el bebé en el vientre de Hanna, fuera familia?

Hasta ese momento, Uriele sólo tenía en mente darle un buen golpe a su hermano, una gran sacudida, tal vez hasta acercarse a Hanna, pero en ése momento ya no lo veía así. ¿Acaso ése bebé no sería también familia?

—¿Te pasó algo? —siguió Raffaele—. ¿Dónde estás?

»Uriele, respóndeme, por favor. ¿Estás bien, hermano?

—Yo estoy bien, Raff —la voz de Uriele cobró fuerza—. ¿Recuerdas a la mujer con la que te acostaste la última vez que viniste a Alemania? —soltó, totalmente convencido. Ya no tenía dudas y no dejó posibilidad a que su hermano negara nada.

Pero no hubo respuesta alguna —lo que era peor: eso lo confirmaba. Él se había acostado con Hanna—. Pasaron más de cinco segundos. Seis, siete...

Raffaele se aclaró la garganta de manera débil.

—Es mejor que vengas —siguió Uriele—. Estoy en Alemania.

—... ¿Por qué? —la voz de Raffaele era bajita. La voz de Sylvain, diciendo algo (tal vez a su madre), se escuchó de fondo.

—Pues porque como en dos meses, más o menos, vas a ser padre de nuevo.

»... Felicidades, hermano.

** ** **

Raffaele Petrelli había pasado por diferentes niveles de temores e incertidumbres desde... la última vez que había visitado Alemania.

Sus primeros temores, los principales y más recurrentes, habían sido Audrey, su familia, su salud, Audrey..., pero también había otros: chantaje, Audrey..., si se enteraba Audrey..., un embarazo.

En el último no quería pensar.

Se decía que una prostituta muy seguramente ese cuidaba de un embarazo no deseado —en especial una que lucía como ella—, pero también pensaba en que ésa misma prostituta no sólo le había dejado hacerlo sin condón, sino que ella misma le había pedido —de eso sí se acordaba bien... De eso y de lo mucho que había disfrutado estar con ella—.

Raffaele no tenía experiencia con prostitutas, pero estaba convencido de que no era una práctica regular o... ¿tal vez sí? No tenía experiencia alguna y, debido a ello, una noche intentó averiguarlo —había sido semanas luego de estar con ella, antes de su segunda ronda de análisis—, había alquilado un auto y había recorrido un parque feo, reconocido por llenarse de prostitutas por la noche. Y a pesar de que era noche, se había puesto lentes de sol y preguntado, a las chicas que se acercaban, costos y si estaban dispuestas a hacerlo sin preservativo, pero como referencia no le había servido, pues la mitad de ellas habían dicho que no y la otra mitad, por un costo extra, habían aceptado.

La mitad de ellas estaban dispuestas a exponer aún más sus cuerpos, por un poco más de dinero... Pero él no le había pagado nada a ésa muchacha, lo que era peor: se expuso a sí mismo —a su familia— y... ¿ella qué había ganado? Cualquiera diría que pasar un buen rato con un tipo que le gustaba, sin embargo..., también pensaba en que lo había conocido en una reunión de tipos, evidentemente, adinerados y... ¿si lo que ella pretendía era embarazarse para sacarle dinero a alguien?

Claro que tuvo el temor, pero éste fue disminuyendo con los meses y, para ése momento, siete meses más tarde, era apenas una inquietud, una espinita que le rasguñaba el alma al menos una vez al día, diciéndole que quizás ella no había puesto una demanda porque aún no nacía el hijo, pero intentaba tranquilizarse siempre. Se decía que estaba paranoico —porque se sentía culpable, porque tenía miedo— y nada más.

... Pero entonces su hermano lo llamó.

Y en un principio, sintiéndose aterrado, lo había negado —cual asesino al ser encontrado cargando el cadáver de su víctima—, le había dicho a su hermano que no sabía de qué estaba hablando y, tras obtener un momento de silencio, Uriele le dijo:

—Bien. Entonces no hay de qué preocuparse. Tal vez sólo querían dinero al traerme estas fotos.

¿Fotos? Raffaele no quiso siquiera preguntar qué clase de fotos.

¡Por Dios, sólo había sido un error! ¡Sólo había cometido un maldito error!

Aquella misma tarde Raffaele tomó un vuelo a Alemania. Le dijo a Audrey que su hermano necesitaba ayuda urgente con el contratista en la construcción del restaurante. Como siempre —y a pesar de que ella notó que él iba vestido de manera casual y no formal, como solía hacer al tratar asuntos de negocios—... ella le creyó, le pidió que se cuidara, lo besó en la boca —que él sentía amarga— y lo persignó, al igual que cada día, antes de que él saliera de casa.

Su vuelo sería nocturno y, mientras esperaba en el aeropuerto, Raffaele vomitó dos veces —¿qué clase de fotos eran? Temía que fueran sexuales— y, cuando subió finalmente al avión, tuvo el deseo de que se cayera y lo matara, pero estuvo seguro de que eso no iba a suceder: no tenía tanta suerte.

.

Contrario a su lentitud, a su desgano, mientras iba al aeropuerto, una vez que puso un pie en Alemania, estuvo ansioso por llegar al departamento de su hermano y apuró al taxista en más de una ocasión.

Y apenas entrar junto a él, le preguntó:

—¿Cuáles fotos?

Entonces Uriele se las mostró y, contrario a lo que esperaba, sólo vio a una chica —bellísima, impresionante— embarazada, fotografiada a distancia, caminando por la calle.

—¿Qué es esto? —le preguntó casi molesto, torciendo un gesto.

Uriele sacudió la cabeza. Se había lamentado luego de hablar de unas fotos, pero cuando Raffaele lo negó, sintió que la vida, cual incontenible agua, se le escapaba de entre los dedos sin que él pudiera hacer nada y... es que sabía que su hermano mentía. Lo conocía más que nadie, en el mundo, y podía leerle cada gesto, cada risa y también cada silencio. Y cuando él le preguntó si recordaba a Hanna, si él no lo hubiese hecho, si él no se la hubiese llevado a la cama, su reacción habría sido muy distinta.

Su hermano le mentía y a él no le quedó más remedio que mentirle también, después de todo, ¿no estaba ahí Raffaele? Si no existiesen posibilidades de que ese hijo fuera suyo, ¿habría acudido tan rápido y tan asustado?

—Ésta mañana —comenzó—, al salir de la oficina, me encontré con esto atorado en el parabrisas.

El gesto de Raffaele se acentuó más, no comprendía nada.

—¿Y esto qué tiene qué ver conmigo?

—No lo sé —se rió el otro, intentado mantenerse firme—. ¿No es la mujer con la que estuviste en aquella reunión? Te la cogiste y ahora quieren hacerte saber que ella está embarazada... Veintiocho semanas. No sé tú, pero a mí me parece lógica la conexión.

Sin despegar la vista de las fotos, Raffaele apretó los labios.

Uriele ya no tenía la menor duda; si en algún momento, por un breve instante, lo dudó, ésa inquietud ya no existía. Ahora sólo se sentía molesto con él.

—¿Quién las envió? —siguió Raffaele, de manera estúpida.

—¿No acabo de decirte que las encontré en el parabrisas? Supongo que me habrán confundido contigo...

—¿Y qué quiere? —Raffaele respiraba de manera pesada; no sabía cómo sentirse. Había esperado ver la prueba de su infidelidad, pero, ésas fotos...—. ¿Dinero? —tanteó, enredado. Aquellas fotos parecían habérselas tomado a la muchacha a distancia, sin que ella se hubiese percatado siquiera.

Uriele se había encargado de eso; luego de hablarle de las fotos, hizo todo lo posible para intentar no responsabilizar a Hanna por el envío de la información; había elegido fotos de ella con diferentes ropas, luciendo lo más distraída que se pudiera, y había hecho que su asistente escribiera su dirección en una hoja blanca.

—¿Ella? —preguntó Uriele—. No lo creo. Ni siquiera parece estar enterada de que tenemos esto... Tal vez la persona que envió eso, sí —añadió para no responsabilizar a Hanna, para alarmar a su hermano: merecía aquel castigo.

—¡¿Y quién diablos lo envió?! —se escuchó gritar. ¿Su proxeneta, alguna de sus compañeras... quizá la familia a quien habían comprado el terreno?

—¡¿Y yo cómo voy a saberlo?! —le respondió en el mismo tono. El hecho de estarle mintiendo a su hermano, por primera vez, no menguaba ni un poco la cólera que estaba despertándole la puñalada que él le había dado a su última esperanza.

Realmente quería creerlo, realmente quería que le dijese que no, que no había tenido nada qué ver con ella.

—¿Y ahora qué hago? —la voz le tembló a Raffaele.

¿Qué hacía? ¿Qué quería hacer él?

—... Arreglarlo —obvió.

Raffaele finalmente tomó asiento sobre el sofá, débil, como si fuera incapaz de intentar ponerle orden a todo que estaba recibiendo y mantenerse en pie, al mismo tiempo.

—¿Y cómo lo arreglo? —le preguntó, tal y como había hecho tantas veces, mientras crecían y rompía una regla o arruinaba algo, pero ésta vez no lo miraba siquiera—. ¿Qué hago? —suplicó, hablando en singular porque, sabía que, a diferencia de todos sus problemas, de todas las situaciones que su hermano le había solucionado con sólo voltear a verlo (pero no pidiéndole nada, sino porque... era lo que Uriele hacía. Uriele era quien arreglaba las cosas, quien siempre tenía la respuesta), ésta vez... el problema era todo suyo.

Por su parte, y por primera vez, Uriele no sintió pena o preocupación al ver a su hermano tan afligido —ni siquiera ante tal situación. No sintió nada de lo que sentía, regularmente, por su gemelo—. ¿Qué necesidad había tenido él de quitársela? Ni una sola... Además, había estado pensándolo: ¿realmente Raffaele no se había percatado del interés que él sentía por Hanna?

Eran gemelos monocigóticos, y aunque uno siempre había sido naturalmente más reflexivo que el otro, eran realmente idénticos —altura sin variación ni por un milímetro, estructura ósea y rasgos faciales exactos—, lo cual despertaba el interés de las personas y hasta de médicos, quienes solían hacerles siempre las mismas preguntas, entre ellas, aquello del lenguaje. La idioglosia era el lenguaje privado que desarrollaban algunos gemelos, pero ellos nunca lo habían tenido ya que nunca lo habían necesitado. Bastaba una mirada para saber lo que quería el otro. Siendo así, ¿cómo Raffaele no iba a darse cuenta de lo mucho que le interesaba Hanna a Uriele?

—No dejar pasar más tiempo —le recomendó—. Hablarle.

Raffaele sacudió la cabeza, como negándose a acercarse una vez más a ésa mujer.

—Ni siquiera sabemos si es mío —argumentó.

—Por eso vamos a averiguarlo.

—Lo más seguro es que no lo sea —siguió Raffaele. Probablemente no había escuchado a su hermano—. De hecho, ¿ella cómo lo sabría siquiera? —volvió a torcer un gesto, desesperado, y su voz recobró fuerza—, ¡es una puta! —se levantó y miró a su hermano por un segundo, reflejando todos sus miedos y rechazos, antes de caminar hacia el bar—: ¡Te aseguro que aquel mismo día, antes de mí, ya se había cogido a otros veinte!

Y, así de fácil, con aquella última frase, Uriele lo comprendió: Raffaele sí había notado su interés... pero se la había quitado porque Hanna no tenía valor alguno para él. Se la había quitado —para luego ni pensar siquiera en ello—, porque, para él, no había sido nada: ella era sólo una puta y ya..., un ser humano desechable que se usa y luego se bota.

No podía culparlo del todo. Antes de Hanna, la verdad es que él ni siquiera había pensado en la prostitución. No era algo que formara parte de su mundo, de su realidad, era algo que veía lejano, de otro mundo. En ése momento, ya no...

Y, bajito, sin pensarlo, sin quererlo, se escuchó decir:

—Ésa "puta" es una niña de diecisiete años, una huérfana de cuya pobreza y necesidad un desgraciado se aprovechó, y más tarde muchos otros, que la violaron a cambio del dinero que necesitaba para su familia.

»Ofrecerle pan a un hambriento, a cambio de sexo, no es sexo: es violación.

Y cuando terminó de decirlo, ni siquiera se dio cuenta de lo que hizo. No se dio cuenta de que le había revelado, a su hermano, información íntima que él no tendría por qué conocer. Afortunadamente para él, Raffaele estaba en alterado que no había escuchado la mayor parte de sus palabras; él se había quedado con... ¿diecisiete años?

... Menor de edad.

Miraba a su hermano, turbado, cuando logró decir, también sin darse cuenta siquiera:

—Yo no le pagué —mientras pensaba en el gran problema que quizá tenía, por haber intimado con una menor de edad, trataba de dejar en claro, de consolarse, con que él no había participado en la trata de personas.

Pero no lo logró. Para Uriele eso fue peor: ¿Raffaele no le había pagado? A Hanna él le había gustado tanto que... Comenzó a sentir dolor justo arriba de la nuca. ¿Iba a acercarle nuevamente a Hanna alguien a quien a ella le gustaba tanto?

** ** **

Alemania estaba helada ya en octubre y, aquel tercer jueves del mes, cuando los gemelos dejaron el departamento de Uriele, lo único que les diferenciaba, era la ropa; Uriele siempre había vestido de manera formal —su ropa era entallada y estaba hecha a la medida; Italia estaba llena de talentosísimos modistas—, mientras que Raffaele llevaba vaqueros desgastados, tenis tan blancos como su playera lisa, una chaqueta oscura y, aquella imagen, sería la que se quedaría por siempre con Hanna Weiβ cuando los miró a ambos —tan guapos, tan altos, tan fuertes e imponentes— cruzar la puerta de su pequeño estudio, muy temprano por la mañana, pocos minutos antes de la hora en que acompañaba a Mika hasta el instituto de enseñanza.

Había pasado los días recordándolos —¿cómo no lo haría? Cuando uno la había hecho suspirar tanto... y el otro también. Ambos de diferente manera, pero ambos la habían hecho sentir cosas que jamás imaginó siquiera posibles—, sin embargo, el encontrarse finalmente con ellos, de nuevo, no la hizo sentir más que...

Algo dentro de ella se encogió a algún punto y, en su vientre, su bebé brincó por el susto que ella sufría. ¡¿Qué estaban haciendo ellos ahí?! Ni siquiera notó las caras que ellos tenían —uno expectante y el otro... también, pero casi enojado—. No se dio cuenta de que, al ponerse de pie, casi tira la silla al otro lado del mostrador. ¿Qué estaban haciendo ellos ahí?

Raffaele la miró entera —ella lucía tan distinta a la chica —despampanante, extraordinaria—, que había conocido siete meses atrás metida en un vestido que le resaltaba cada curva; en ése momento, ella no estaba maquillada (sus ojos grises lucían más claros y ella mucho más joven) y llevaba un vestido blanco, que evidenciaba su panc...—. Dios, era cierto.

Uriele notó que ella parecía asustada y así era, Hanna miró sobre su hombro, hacia las escaleras; Mika no tardaría ya en bajar para ir a sus clases. ¡¿Qué estaban haciendo ellos ahí?! Se llevó las manos al vientre... ¿Acaso era por su bebé? ¡¿Cómo se habían enterado?!

—Hola, Erika —saludó Uriele, cuidando de no llamarla por su nombre, cuidando de no probar que él la conocía mucho más de lo que debería.

Para Hanna tuvo el efecto contrario: ¡él no debía llamarla por otro nombre! Si Mika los oía...

—Tenemos que hablar —siguió Raffaele, señalándole la panza con la mirada; le hablaba en italiano. Recordaba bien que ella hablaba su idioma.

Hanna sacudió la cabeza, alarmada, implorante.

El muchacho lo interpretó de manera negativa. ¿Ella no quería hablar? Entonces... ¿qué? ¿Prefería esperar a que su hijo naciera para demandar el reconocimiento paternidad... ¡y así provocar que Audrey se enterara?! Comenzó a alarmarse y, cuando Raffaele estaba asustado, cuando tenía miedo, sin pretenderlo, atacaba...

—Yo creo que sí —determinó, demandante, autoritario. Él no la iba a dejar llegar a su familia.

Al escucharlo hablarle de manera tan ruda, Uriele apretó los dientes.

—Raff —lo llamó, apoyando con fuerza el revés de su mano izquierda contra el pecho de su hermano, conteniéndolo.

Hanna no entendía lo que sucedía, no tenía manera de saber lo que pasaba por la mente de ninguno. Y aunque veía a dos formidables hombres, de estatura regia, observándola con atención, ella se centró únicamente en el que estaba mirándola casi con rabia... el pare de su hijo.

—Tenemos que hablar —se justificó Raffaele con su hermano, aunque seguía mirando a Hanna.

Un ruido se escuchó en la parte alta. Hanna supo que Mika venía. Si él los veía ahí, el avance de Mika, su tranquilidad...

—Está bien, está bien. —les suplicó, torciendo un gesto—. ¡Mi hermano está por bajar y no sabe nada! —sus manos temblaban—. ¡Por favor! —el primer pie de Mika asomó; mirando sobre su hombro, Hanna dejó escapar un gemidito—. ¡Por favor! —su voz temblaba; sentía que iba a llorar.

—Dime a qué hora —ordenó Raffaele. No cuándo, una hora, aquel mismo día.

—Una —imploró ella; sólo llevaría a Mika a la escuela—. ¡En una hora!

—En una hora estoy aquí —aseguró—. Ni se te ocurra no estar.

Uriele una vez más apretó los dientes. Estupendo, él iba a asustarla...

.

Mientras Hanna llevaba a su hermano a la institución, pensó en huir, en no volver a su casa, pero tenía a Mika y... ¿qué le decía? ¿Qué explicación le daba? Además, si ellos se habían enterado de su embarazo —¡¿cómo demonios lo habían hecho?!—, y la habían encontrado... era obvio que lo harían de nuevo.

Hanna sentía una especie de temor que no había experimentado antes —... y vaya que ella conocía de eso—.

Meditó la situación: aquel era un hombre muy rico que, de alguna manera, se enteró de que la prostituta con la que se acostó estaba embarazada y... ¡¿cómo se había enterado?!

Se despidió de Mika con un beso y le costó soltarlo. En ése momento él era su único apoyo —aunque no podía decirle nada—. No pensó jamás en llamar a su madre, pues era demasiado largo de explicar y, sabía, que Emma no podía solucionarle nada.

Más de una vez, mientras andaba hacia la parada del autobús, sintió que iba a desvanecerse y, ya arriba de éste, tuvo deseos de vomitar más de una vez.

Jamás se imaginó siquiera volver a encontrarse con ellos y mucho menos estar en aquella situación.

.

—Te tardaste —le reprochó Raffaele, con brusquedad, cuando ella dobló a la esquina. Estaba tan impaciente que apenas podía notar lo bella que era ella... y también eso era alarmante: aún en aquella situación, estaba admirando lo bella que era ella.

El bebé en su vientre se movió una vez más y Hanna sintió el impulso de correr en dirección contraria.

—Ahora sí. ¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó, intentado parecer lo más entera que le era posible.

Uriele la notó nerviosa. A Raffaele le pareció cínica y, con la misma delicadeza que le había estado hablando, le espetó:

—Primero, en resolverme si es mi hijo. Luego, vamos a arreglarlo.

Hanna frunció el ceño... ¿resolverle? ¿Ellos no lo sabían con certeza? Y... sin embargo, estaban ahí. ¿Quién diablos se los había dicho? Ella no tenía contacto con ninguna persona de aquel asqueroso mundo, ¿por qué lo tendría, cuando lo que quería era alejarse e intentar pretender que no había ocurrido?

—No, no lo es —se escuchó decir, rápida.

¿No lo...

Fue el turno de Raffaele de fruncir el ceño. La noche anterior había discutido con su hermano la posibilidad de que hubiese sido la misma Erika quien mandó las fotografías junto a su dirección, y aunque Uriele rechazó rotundamente la idea, Raffaele no estuvo del todo convencido hasta ésa mañana, cuando él mismo vio la cara de sorpresa y espanto que puso ella al verlos. Entonces dedujeron que Erika se lo había dicho a alguno de los que estuvieron presentes ésa noche y, ahora, ésa persona quería dinero.

—Entonces... —susurró él, relajando los hombros, modulando su tono, ansioso de creerle y de terminar con eso (si ese bebé no era su hijo, y ella no quería nada de él, cualquier persona que estuviese intentado nada, sólo iba a llevarse todos los huesos rotos cuando Raffaele lo tuviese cerca).

Uriele lo leyó y apenas pudo creerlo: él estaba aceptándolo y ya. El miedo estaba obligándolo a aceptar, sin pregunta alguna, lo que quería oír. Si realmente ése niño era suyo... él estaba dejándolo. Apenas podía contener el coraje que tenía contra su hermano y, ahora, también la gran desilusión.

Aunque trató de comprenderlo —se preguntó qué haría él estuviese casado con Hanna, si ellos tuvieran dos hijos y él hubiera embarazado a otra, pero no pudo hacerlo; no pudo porque eso no habría sucedido: si él tuviera una familia con la mujer de sus sueños (como se suponía que Audrey era la de Raffaele), nada en éste mundo habría logrado que él la engañara—.

Raffaele miró a su hermano y, al encontrarse con sus ojos, idénticos a los suyos, mirándolo con tanta incredulidad, con tanto desapruebo, tuvo que voltear a otro lado, impotente, avergonzado, molesto...

—Necesito estar seguro —se escuchó decir, luchando contra sí mismo (quería creerle, realmente quería creerle y largarse. Sin un vínculo con ésa mujer, ya lidiaría él fácilmente con el fotógrafo anónimo).

—Pues yo no —se negó ella.

Y... así, fácil, con tres palabras, apagó la esperanza de Raffaele —de no existir la posibilidad de que fuera suyo, ella habría reafirmado su negativa, pero no lo había hecho—: ella realmente no lo sabía. Se sintió desolado y, sin tener disposición alguna para vivir más tiempo con aquella incertidumbre —preguntándose si en algún momento (gracias al fotógrafo) Audrey iba a enterarse, o si Erika cambiaba de opinión y lo demandaba... y así su esposa se enteraba—, le exigió:

—Tú no vas a causarme problemas —la señaló, Hanna notó sus colmillos—: haremos las pruebas correspondientes y, si es mi hijo, me haré cargo de él pe--...

¿Hacerse cargo? Hanna entró en alarma.

—¡No voy a dártelo! —le aseguró.

Uriele se apresuró a sacudir la cabeza y mostrarle su palma derecha, pidiéndole que no se preocupara:

—No, nadie va a qui... —

—...--ro, si no es mío —siguió él, alzando la voz. No la había escuchado siquiera, ni a ella ni a su hermano—, tú y yo no nos conocemos —le advirtió—. ¿Dónde hay un laboratorio? —le preguntó a Uriele, volviéndose hacia él.

Uriele agachó la cabeza, apretando los dientes. Estupendo, como siempre, él ya se había puesto agresivo y estaba dando órdenes. Cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos grises, que tanto soñaba, observándolo..., reflejando temor.

—Estoy verdaderamente avergonzado —le dijo, en alemán, con voz suave—. Mi hermano siempre ha sido un imbécil.

A su lado, sin entender una sola palabra, Raffaele frunció el ceño.

—¿Qué es lo que quieren? —siguió ella, en el mismo idioma, sintiendo que el aire le faltaba.

—De alguna manera se enteró de que estás embarazada —le explicó.

—¡Habla en italiano! —le ladró Raffaele.

Uriele se volvió hacia él, feroz, mostrándole los colmillos.

—¡Cállate, animal! —le gritó en su idioma.

Por un momento, a Hanna le parecieron idénticos. No existía diferencia entre el hombre adorable, casi tímido y sumamente respetuoso que era Uriele, y el atrevido que la había hecho reír y luego encendido, con sólo un beso...

Y, como sucedía siempre, cuando Uriele alzaba la voz, Raffaele cerró la boca; su hermano sólo le alzaba la voz cuando estaba intentado sacarlo de un problema y él lo interrumpía.

Uriele miró una vez más a Hanna; su expresión se suavizó al momento y su voz volvió a ser dócil, cuando le dijo:

—Él cree que podría ser suyo y quiere descartarlo, nada más —le hablaba en alemán.

—No lo es —volvió a negar ella, suave, casi entre gemidos.

Raffaele guardaba silencio, dejándole a su hermano hablar.

Uriele no supo qué más decir... Ya había llegado hasta ahí y no quería dejarla nunca más.

—Él... no va a irse hasta estar seguro.

¿No iba a irse? Hanna pensó en llamar a la policía, pero... si metía a la autoridad, no sólo Mika iba a enterarse: quizás Raffaele iba a acusarla de prostitución y, si no le quitaba él a su bebé ¿lo haría el Estado? Le había pasado eso a otra chica que...

—¿Y si me niego? —probó.

«Pues va a demandar» era la respuesta lógica. Era lo que le diría a cualquier otra persona. No, de hecho, no lo diría: es lo que él aconsejaría hacer directamente, pero... no iba a amenazar a Hanna ni a aconsejar nada en su contra. Así mismo, tampoco iba a dejarla:

—Definitivamente él no va a irse.

Hanna gimió sin darse cuenta.

Hey —la llamó él, sacudiendo la cabeza—. Él no va a hacerte daño. No va a quitarte nada. Yo no voy a dejarlo —le juró.

—¿Qué quiere con mi bebé? —se escuchó preguntar.

—Si es suyo, cuidar de él.

—¿Quiere llevárselo? —siguió, temerosa, dando un paso hacia atrás sin darse cuenta. Entendía bien la situación: ella estaba en total desventaja contra alguien como él.

—¡No! —aseguró él, firme, sacudiendo la cabeza para hacer énfasis—. Él no lo hará. Yo no voy a dejarlo.

—Quiero que se vayan —le suplicó ella.

Uriele expulsó el aire por su boca, apenado.

—Eso... no se puede —se disculpó, torciendo un gesto de pena.

Y, antes de que él respondiese eso... ella ya lo había entendido.

** ** **

Faltando siete minutos para las once del día, justo luego de llevar a Mika al instituto, Hanna Wieβ cruzó las puertas del hospital donde acordaron verse el día anterior. No tenía otra opción.

Pudo haber terminado con aquello y confesar de una vez por todas que sí, que él había engendrado a su hijo, pero sospechaba que, si de una negativa Raffaele había exigido pruebas, ante una afirmación sería peor.

.

Los médicos especialistas aseguraron que, a pesar de que harían punción en su abdomen, el riesgo para el bebé era mínimo, ya que ni siquiera lo picarían a él, sino que tomarían una muestra de su líquido amniótico, el cual contenía el ADN del feto.

Luego, Hanna se quedó en observación un par de horas. Raffaele, no; él se marchó apenas le tomaron las muestras a él y se llevaron las de Hanna. Uriele se quedó; él la acompañó cada minuto, y en cada uno de ellos intentó tranquilizarla y hacerle saber que él, jamás, dejaría que alguien le hiciera daño.

Hanna no le creyó nada y, cuando él la dejó luego, cerca de la institución donde Mika ya esperaba por ella, la muchacha tuvo deseos nuevamente de tomar sus cosas y huir.

Diez días más tarde, al recoger los resultados, los tres confirmaron lo que ya sabían —lo que uno de ellos tanto temía—: el feto de siete meses, en su vientre, tenía 99.9% de compatibilidad genética con Raffaele Petrelli.

* * ** ** ** ** * *

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