Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
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[3] Capítulo 9

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By ValeriaDuval

WEIL ICH MIT DIR GESTORBEN WÄRE
(Porque me moría contigo)

.

Al despertar, ella ya no estaba.

Pensaría que había sido un sueño... si no fuera porque, el valor que le había dado el alcohol, una vez que se encontró sobrio, se volvió temor —verificó su estado, sus pertenencias y, tras vomitar en el diminuto cuarto de baño—: lo pensó. No sólo le había sido infiel a su mujer...: había tenido relaciones sexuales con una prostituta.

Había tenido sexo, sin protección, con una prostituta.

Sudando frío en la piel y caliente el interior, su estómago se revolvió y vomitó una vez más —¿había bebido tanto tequila?—. Se duchó, lavándose casi desesperado, y luego huyó al aeropuerto. Ni siquiera le llamó a su hermano. No se despidió de él. Y mientras esperaba su vuelo, sentado en una cafetería... nuevamente pensó en lo que había hecho a Audrey.

Le había fallado a Audrey.

¿Tenía que decírselo? «Claro que no», se dijo de inmediato, aterrado.

¿Contaba como infidelidad si ésta había sido con una prostituta?

«... Lo es», se respondió rápido, para su pesar.

Peor aún, ¿y si ahora estaba infectado de sida? Ésa era una enfermedad relativamente nueva, pero que había matado ya a miles de personas y... Raffaele sentía que se moría.

Durante las dos horas de vuelo, a Francia, no dejó de temblar ni pudo relajarse un solo minuto —nunca se había sentido de aquel modo. Tenía que evitar que su mujer se enterara y también tenía que hacerse exámenes sanguíneos—, pero aquella tremenda tensión no fue nada en comparación cuando abrió la puerta de su casa y Sylvain le gritó "¡Papi!", mientras Sebastian corría hacia él y Audrey, con su melena tan rubia, sus ojos tan azules y su sonrisa tan cálida, asomaba por la sala de estar, verificando si realmente era él —lo esperaba más tarde—.

—Hola, mi amor —le dijo ella.

Raffaele sintió ganas de llorar. ¿Y si ella se enteraba? ¿Y si estaba infectado?

Evitó que Sylvain y Sebastian lo besaran en los labios, como solían hacer al recibirlo...a su mujer no pudo hacerle lo mismo. El corazón le bombeaba en el pecho como un martillo que le llegaba a los oídos y retumbaba en el cráneo.

—¿Te sientes bien, cariño? —le preguntó ella, comprobando su temperatura, notando la capa de sudor que él tenía sobre la piel. Seguían parados cerca de la puerta principal.

—Sí —mintió él, pero lo reconsideró—. No sé.

—¿Comiste algo? —supuso ella.

«Sí. A una puta».

—Ve a recostarte —le pidió ella.

—No, creo que —se apartó con suavidad de ella—... ¿sabes? Iré a ver al médico. No he parado de vomitar desde la mañana.

Audrey frunciendo el ceño, preocupada, y asintió.

—Déjame cambiar a los niños.

—No: yo iré solo; no hay necesidad de meterlos al hospital —Raffaele nunca había sentido ninguna clase de emoción negativa por los hospitales..., hasta que fue padre y entonces pensó en la cantidad de enfermedades que se podían adquirir en esos lugares.

—Pero, ¿vas a conducir así? —ella fruncía el ceño—. Déjame pedirte un taxi.

Raffaele se sentía mal físicamente y ahora... Dios, ella lo quería tanto.

—Sí, un taxi estará bien —intentó tranquilizarla.

—¿Qué te pasa, papi? —le preguntó Sylvain.

—Nada. Estoy bien —mintió él—. Me hizo daño la cena de anoche.

Sylvain se rió:

—¿Cenaste mucho helado? —una tarde, él había comido tanto helado que terminó vomitando.

Raffaele intentó sonreírle a su niño, pero no pudo más. Le besó la frente a su mujer y dejó su casa.

No se sintió mejor cuando su médico le explicó que, aunque le haría los análisis correspondientes en ése momento, existía un periodo de ventana, de tres meses, en los que debería volver a practicarse los estudios, pues en ése momento difícilmente —por no decir, imposible— se detectaría algún virus transmitido en las próximas horas.

—Eso quiere decir que —comenzó él, con la boca amarga—... aunque los estudios ahora digan que no estoy enfermo de nada, ¿podría estarlo?

El hombre, sentado frente a él, asintió, dubitativo.

—Y podría contagiar a mi mujer —no había sido pregunta.

El doctor asintió de nuevo. Comenzó a sentirse molesto; era un completo imbécil. Nunca se había sentido tan estúpido en su vida.

—¿Y ahora qué?

—Esperar éste tiempo —le recomendó.

—¿Tres meses? —se rió Raffaele. Por él no había ningún problema: si era para protegerla, no la tocaría en todo el año, pero... ¿cómo le explicaba, cuando ella lo buscara, que no podía hacérselo?

—Preservativo —siguió el doctor.

Raffaele apretó los labios. Era ella quien se cuidaba, ¿qué explicación le daba para, de repente —sin haberlo hecho una sola vez, desde que se casaron—, ponerse condones?

—¿No es opción? —preguntó el médico, cómplice, comprendiéndolo: era un muchacho de veintidós años, atractivo, adinerado, ¿cuántas mujeres no lo buscarían?

El muchacho sacudió la cabeza: no, no era opción.

—Entonces... podemos inventarte una bacteria —sugirió.

Los ojos de Raffaele, color chocolate y llenos de desolación, lo miraron con atención, sin saber que aquel era el comienzo de la pérdida de todo lo que él amaba.

.

Raffaele Petrelli evitó darle demasiados detalles de su increíblemente contagiosa y agresiva bacteria que, supuestamente, invadía su estómago, pero... Audrey no era estúpida. Su cara se lo decía todo: ella le creía —ella confiaba ciegamente en el hombre con quien se había casado, quien le había jurado protegerla siempre—, sin embargo... ¿a él le habían dado los resultados del estudio que le practicaron tan rápido? ¿Cómo se llamaba la bacteria? ¿cómo debía tomarse el medicamento? ¿Por cuánto tiempo? ¿Qué cuidados deberían tener ella y los niños para evitar contagiarse? ¿Cómo se había contagiado él? Y a él —temeroso, aterrado, algo confuso de sus propias palabras— no se le ocurrió ninguna otra cosa que seguir la regla más simple y efectiva que conocía: no dar demasiadas explicaciones. Entre más hablara, más evidencias daría de que aquello era una mentira.

Y Audrey, aun frunciendo el ceño, enredada, terminó asintiendo... creyéndole porque, por más vacíos que tuviesen sus respuestas, se las decía él y ella confiaba en su marido.

Y él la adoraba a ella —y sus hijos, por Dios, ¡cuánto los quería! Sylvain lo tenía tan orgulloso, y Sebastian, con sus enormes ojos azules y su sonrisa tiernísima, era la cosa más dulce del planeta—. Raffaele sabía que, lo que le restara de vida, lo dedicaría a su familia; jamás volvería a fallarles ni ponerlos en riesgo nunca más.

Había aprendido su lección.

** ** **

Uriele lo llamó el siguiente lunes —dos días después de su reunión con los alemanes; era el último día de marzo— por la mañana; hasta entonces, Raffaele no había reparado en que se había llevado el contrato de la promesa de compraventa. Tampoco reparó en que su hermano no lo buscó el sábado, ni el domingo y, en ése momento, no le preguntaba por qué se había marchado sin despedirse. Le dijo que le mandaría los documentos por paquetería urgente.

—Está bien. Los espero —dijo él.

Y a Raffaele le dio la impresión de que su hermano gemelo iba a colgar sin decirle nada más, por lo que lo llamó antes, y aunque Uriele no cortó la llamada, tampoco respondió al instante.

—... ¿Sí? —parecía hablar entre dientes. Parecía estarse forzando a hablar.

—Tal vez deberíamos buscar a alguien más que pueda representarte, mientras que estás de viaje —se escuchó decir. No quería regresar a Alemania nunca más.

—Sí, también lo creo —aseguró Uriele y, sin más, esta vez cortó la llamada.

Raffaele no notó nada raro, seguía demasiado temeroso y de manera continua profundamente arrepentido cada vez que su atenta mujer, muy puntual, le daba sus medicamentos falsos y le servía sus platos con dietas que preparaba, de manera dedicada, cuidando de su estómago.

** ** **

El primer jueves de abril, Raffaele llegó a Italia junto a Audrey, Sylvain y Sebastian. El plan —de Sandro Fiori— era despedir la soltería de Uriele la noche siguiente —ya que no pudieron la de Raffaele, pues él se había casado apresuradamente y no le había contado a nadie más que a su gemelo—, pero él se negó siquiera a salir.

—¿Por qué despedirla? —preguntó él—. ¿Qué tanto va a cambiar mi vida? —los retó.

No sólo Raffaele se dio cuenta de que su hermano no parecía feliz, también lo hicieron Giovanni y Sandro, quien pensó en que, si no lo conociera desde la infancia, si no hubiese presenciado cómo insistió para casarse con Irene, diría que él se estaba casando obligado, pero atribuyó su estado a la visita, aquella misma mañana —justo dos días antes de su boda—, de los abogados de la familia Ahmed: de antemano se sabía que su régimen matrimonial —por requisito del padre de Irene— sería en separación absoluta de bienes, pero ellos habían acudido para entregarle un prematrimonial con cláusulas específicas donde se pactaban situaciones casi absurdas —el padre de Irene quería dejarle bien claro a Uriele que no obtendría verdaderamente ningún beneficio de los Ahmed y, también, arruinarle su día tanto como fuera posible—.

Los abogados de los Petrelli habían estudiado el contrato algunas horas —ellos estaban quejándose con sus compañeros profesionales por haber esperado menos de 48 horas antes del matrimonio para entregárselos— pero Uriele, tras leerlo él mismo y comprobar que era sólo un insulto más, accedió pero pidió que se agregara una cláusula más: en caso de divorcio, él no pagaría asignación de mantenimiento —Giovanni estuvo a punto de recordarle que, de quien él hablaba, era de su futura compañera (que el problema era con el padre de la muchacha, no con ella), pero guardó silencio cuando los abogados, sin consultar con su jefe, aceptaron (lo cual indicaba que ellos habían estudiado largamente el convenio) y agregaron rápidamente el inciso a los pactos—.

Luego Uriele se retiró a su recámara. Durante la última semana, había estado meditando largas horas, cada día, sobre el matrimonio en que estaba a punto de meterse, y había decidido que, ya que había insistido tanto, lo llevaría a cabo y, tras esperar al menos seis meses, hablaría con ella del divorcio.

** ** **

Irene Ahmed era una muchacha delgada, de piel clara color almendra, de cabellos castaños, lacios, de rostro con forma de corazón adornado con dos bellísimos ojos color miel; nadie podía negar que era una chica atractiva, sin embargo, el día de su boda, fue el centro de todas las miradas: estaban justo a mitad de la primavera y ella llevaba un vestido simple, strapless, de corte recto en el busto, el cual había complementado con las joyas familiares: un notable collar de oro, simulando un par de delicadas alas de la diosa Isis, abrazaba su cuello, mientras que en cada muñeca llevaba un brazalete ajustado, de al menos dos dedos de grosor, ornamentado con rubíes. Le habían alisado los cabellos, dejando el flequillo al frente, y la habían adornado con una finísima tiara, apenas visible, asomando al frente. Tal vez había sido intencional o no, pero todo en ella evocaba a Cleopatra, sin embargo, todo lo anterior quedaba de lado al mirarla de frente y notar sus ojos enormes, de color topacio, de largas y sumamente espesas pestañas oscuras; aquel día, sus ojos parecían oro pulido al sol, dentro de un estanque de agua clarísima: sus párpados tenían gliter dorado y un perfecto delineado negro, grueso, de gato y... en los únicos ojos que Uriele pensaba, era en los grises, de Hanna.

El muchacho había hecho que la siguieran en más de una ocasión, y siempre, luego de que le entregaban las fotos, él las contemplaba por horas, admirando su belleza y lo impresionante como ser humano, que era ella —¿cuántas mujeres se sacrificarían como ella por la oportunidad de salvar a un miembro tan querido de su familia? Estaba seguro de que Irene lo dejaría morir hasta él antes de humillarse siquiera—. La había visto tomar fotos a flores y animales, comer helado, hojeando libros de arte —a ella le gustaba admirar pinturas en óleo—, y desahogarse comprando cosas...

Pero claro que notó lo bella que Irene se había puesto aquel día, para él, y le agradeció besándole la frente. Le besó la frente porque, los labios que quería besar, eran los de Hanna..., y sintió que sería una ofensa para Irene.

Sin embargo, sintió pesar cuando firmaba su acta de matrimonio —no precisamente por él, pues iba a divorciarse pronto—, y un mentiroso cuando dijo sus votos en el sorprendente altar que les había preparado la madre de Irene —, luego también se sintió incómodo con la exuberante fiesta que ellos habían ofrecido, en los enormes jardines de su mansión; los Petrelli nunca habían sido ostentosos—... pero, lo peor vino luego de la celebración, cuando se hallaron solos en el lujoso hotel que ella reservó para su primera noche...

Le resultaba curioso que, unos meses antes, la había deseado al grado de llegar a clavarle los colmillos en los labios, al besarla, y en la piel tersa de su cuello... y, en ése momento, siendo ya su esposa, no quería tocarla. Nuevamente: no por él.

La conocía hacían ya casi diez años y sabía bien cuán importante era para ella su virginidad. Sintió que iba a tomar algo que no era suyo, que no le pertenecía. Le dijo que iría por un trago al bar y a ella le pareció una buena idea; Uriele supuso que ella necesitaba privacidad para quitarse todo lo que llevaba puesto.

Y en el bar se quedó, con el mismo esmoquin con el que se había casado —sin chaqueta, sin corbata, con los puños de la camisa remangados hasta la mitad de sus antebrazos—, hasta que su esposa le hizo una llamada para preguntarle en dónde estaba y por qué tardaba tanto. No se percató de que había pasado casi una hora.

Cuando finalmente subió a su habitación, encontró a Irene vistiendo un traslúcido camisón negro y nada más debajo —estaba lista para él y no había paso atrás— y..., cuando él sólo se preguntó por qué las mujeres compraban ésas batas para tener sexo, si a los tres segundos iban a quitárselas, descubrió que no sólo no quería tocarla por ella, sino también por él: realmente no la deseaba.

Se sintió un cabrón egoísta, se sintió... como Raffaele. Tomando lo que quería, cuando quería, haciendo lo que le pegaba la gana sin importarle los demás —¿qué necesidad había de llevarse a Hanna? Él ni siquiera podría haberse quedado con ella, pues ya tenía una familia, ¡¿qué maldita necesidad había?!—. Y eso no era él. Uriele no lastimaba personas —al menos no de manera intencional—. Se había casado porque prácticamente se lo había exigido —y porque no quería destrozarla, ni mucho menos humillarla cancelándole la boda— y su plan para divorciarse era simple: desilusionarla poco a poco, hacerle ver que, como marido, él no era lo que ella esperaba y o buscaba. Pero, lastimarla, no. Eso no.

—¿Pasa algo malo, mi amor? —le preguntó ella, posando sus manos sobre el pecho masculino.

La mandíbula del muchacho se tensó al darse cuenta de que ella parecía preocupada. Tampoco quería eso. Le acarició una mejilla con suavidad y pensó en que quería recompensarla —ella no tenía la culpa de que él se hubiese enamorado de otra— y le besó la frente.

Ella, con suavidad, se paró de puntillas y lo haló un poco por la nuca, invitándolo a buscarle los labios. Y él pensó en que, lo menos que podía hacer, era darle una bonita noche —la mejor que pudiera—..., pero la verdad es que... ni un solo momento dejó de pensar en Hanna.

.

Al día siguiente partieron a su viaje de bodas —por dos meses, ellos visitarían algunos países que ella había elegido— y, ya en el avión, Uriele se preguntó qué clase de método anticonceptivo estaría utilizando ella; la noche anterior, cuando él sugirió usar un preservativo, ella le había dicho que no se preocupara por eso.

Justo en ése momento, mientras Uriele volaba con su esposa, Hanna Weiß, dándose una ducha, se preguntaba qué haría si realmente había quedado embarazada, pero desechó la idea rápidamente, como había estado haciendo los últimos días: ¿cuándo demonios a ella le pasaban cosas buenas?

** ** **

Raffaele alcanzó sus veintitrés años un lunes, en Italia, junto a su hermano gemelo, quien recién volvía de su luna de miel. La modesta celebración —en la que el único invitado que no pertenecía a la familia, había sido Sandro Fiori—, también estaba dedicada a Audrey, quien cumplía los mismos años que ellos, pero justo un día después.

Pero no parecía del todo celebración, pues todos notaban la expresión triste que Irene intentaba ocultar con sonrisas fingidas. Realmente, ella no parecía una mujer recién casada con el hombre de sus sueños —no como había estado Audrey: riendo el día entero, en los brazos de Raffaele, llena de besos que le cosquilleaban el cuello. Pero Uriele no era Raffaele. Raffaele era pasional, expresivo y le importaba un comino lo que pudiera decir la gente; Uriele siempre había sido discreto y encontraba desagradables las muestras de afecto públicas—.

—¿Todo está bien? —le preguntó Audrey, cuando se hallaron un momento a solas, en la que fuera la habitación de Raffaele.

Y aunque al principio Irene asintió con su cabeza, negó luego:

—No lo sé —le confesó.

En esos años que llevaban de amistad, se habían vuelto realmente cercanas. Si se lo preguntaban a alguna, ambas responderían que la otra era su mejor amiga —aunque sus crianzas habían sido sumamente distintas (la una había crecido en un orfanato y la otra como la hija única de un hombre riquísimo) y tuvieran pensamientos distintos sobre algunos temas, compartían la mayoría de estos, y eran increíblemente afines— y, ahora que estaban casadas con hermanos —más aún, siendo estos gemelos—, también ellas ahora eran hermanas.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó la rubia.

E Irene, ni por un momento, pensó en ocultarle nada: el interés de Audrey, su preocupación por ella, era genuina.

—Es lo que no sé. A veces siento que fuerzo a Uriele para todo..., hasta para que me toque —confesó—. ¿Has sentido alguna vez eso con Raff?

«Jamás» pensó Audrey, pero no se lo dijo. En su lugar, intentó tranquilizarla:

—Pues, llevamos dos meses sin hacerlo —se rió.

—¿Dos meses? —se sorprendió Irene—. ¿Por qué?

—Cogió una bacteria en algún sitio y —se detuvo y asintió, abriendo sus ojos azules—. En abstinencia tres meses o me contagia —su gesto sugería que ella estaba casi sufriendo, pero en realidad no era así. A Audrey le gustaba estar con su marido (¿cómo no iba a gustarle el placer sexual y, más aún, si con quien lo hacía era un hombre tan impresionantemente atractivo como Raffaele Petrelli?), pero... ella podría pasar semanas entera (incluso meses) sin siquiera pensar en sexo.

Meditando las palabras de su amiga, Irene guardó silencio, al principio pensando en la bacteria de Raffaele —el muy irresponsable; lo había visto compartir las botellas de cerveza con los demás—, pero luego...

—Pues Uriele no está enfermo de nada —se centró.

Audrey no supo qué consejo darle: Raffaele era siempre quien la buscaba a ella.

—Habla con él —era lo único que se le ocurría que su amiga podía hacer.

Y justo en ése momento, más al norte, una mujer —apenas una adolescente, una chiquilla casi seis años menor que ellas—, tenía también sus propios problemas. Se sentía emocionada y temerosa, a la vez.

La prueba casera daba positivo.

«¿Y ahora qué? —se preguntaba—. ¿Ahora qué?»

Lo había logrado —¿cuántas posibilidades existían? Pero lo había hecho—. Iba a tener un hijo... un niño que, con suerte, iba a parecerse a Uriele «o a Raffaele», se dijo, después de todo... él era el padre.

Sacudió la cabeza, rechazando la idea. No, el padre era Uriele..., si tenía ojos castaños, serían los de Uriele.

No se dio cuenta de que le costó trabajo tragar saliva. Le pasaba a menudo cuando pensaba en Uriele, pero no se había dado cuenta aún, así como no había reparado aún en que, inmediatamente a ésa sensación de garganta cerrada... le seguía el recuerdo del maravilloso movimiento de la lengua de Raffaele, dentro de su boca.

Se tocó el vientre, temblorosa..., y se descubrió sonriendo: ¿Y ahora qué?

... «Vivir», se dijo.

Sólo vivir.

La sonrisa le duró poco, sin embargo: siendo casi las once de la noche, Emma Weiß la llamó.

—No llega Mika —le dijo.

Su hermano menor, de catorce años, había salido en la mañana, a la escuela, pero no había regresado ya. Se le olvidó su embarazo...

—¿Iba a ir a algún sitio luego?

—No. No me dijo —aseguró su madre.

—¿Ya lo buscaste con sus compañeros?

—Sí.

—¿Y? —la apremió Hanna, comenzando a angustiarse.

—Pues... que no llegó a clases.

—¿No llegó? —Hanna lo meditó un segundo—. ¿Lo estás dejando irse solo?

—No quiere que lo acompañe ya.

—Pero —Hanna sacudió la cabeza, dejando eso de lado para centrarse en lo importante—. ¿Quién te dijo que no llegó?

—Una compañera suya, pero dice que tampoco asistieron varios chicos.

Hanna intentó tranquilizarse, pensando en que probablemente se habían marchado a otro sitio todos juntos.

—¿Tú crees que ande con ellos? ¿Se junta mucho con ellos?

—¡Mucho! Casi todas las tardes salen.

—¿A dónde?

—Pues dice que a ningún lado —la voz de la mujer le temblaba—. Que a caminar.

La muchacha torció un nuevo gesto, ¿su madre dejaba a Mika andar en las calles?

** ** **

Al igual que había hecho con Raffaele, cuando Uriele regresó de su viaje de bodas, Giovanni Petrelli ya había elegido y comprado la casa donde viviría el matrimonio —aunque la donación había estado única y específicamente a nombre de Uriele, según la disposición del contrato prematrimonial solicitado por el padre de Irene—, pero ésta —a diferencia de Raffaele, radicado ya en Francia—, estaba en Italia —cerca de la casona principal—, pues Irene había dicho que ella no quería vivir en Alemania.

Para finales de junio (habitando ya la casa matrimonial, adaptándose a vivir con su mujer), compró un boleto de avión para Alemania; dijo que sólo vería cómo estaba el trabajo y regresaría el mismo día a casa.

—No es necesario que lo hagas —le dijo Rebecca.

—Yo quiero hacerlo —insistió Uriele.

Giovanni no dijo nada —al igual que cuando Raffaele le dijo que no podía ir a Alemania, a cubrir a su hermano durante su viaje, pues Audrey no estaba de acuerdo, él lo aceptó (si su mujer no estaba de acuerdo, ¿por qué iba a buscarle problemas él a su hijo? Naturalmente, Giovanni no sabía que aquello era una mentira. Audrey jamás le impediría a su marido cumplir con sus responsabilidades).

Y una vez en Alemania, apenas llegar, lo primero que hizo —pese a que se había resistido a hacerlo; realmente lo había hecho— fue buscar a la persona que solía informarle sobre Hanna, quien le contó que, en ése momento, ella se encontraba en su pueblo, visitando a su familia.

Lo que no sabía Uriele era que ella no estaba vacacionando, precisamente; una vez más, Emma había llamado a su hija: Mika no aparecía. Aunque Emma ya no creía que él estuviese perdido —ahora sabía que el adolescente simplemente no llegaba a casa porque no quería—.

Hanna había intentado hablarle, pero él no la oía, ni siquiera quería hablarle. Su médico había dicho que algunos adolescentes, tras sobrevivir a enfermedades mortales, actuaban con rebeldía y, lo mejor que se podía hacer, era demostrarles cuánto se les quería... Pero Mika no parecía querer cerca a nadie.

—¿A qué hora salió? —preguntó la muchacha a su madre. Pasaban de las seis de la tarde cuando bajó del autobús y ya estaba oscuro cuando llegó a su pueblo.

—Ya nunca regresa de la escuela —Emma tenía algunos hilos de colores adheridos a la ropa, evidenciando que llevaba las mismas ropas con las que había laborado en la maquilera, aquel día.

Pero Hanna no lo notó. Ella se centró en que... su madre seguía dejando ir solo a Mika, pero no la culpó: si Mika no se dejaba cuidar, ¿cómo Emma, una mujer tan débil y emocionalmente exhausta, lo haría?

—La última vez lo encontré en casa de uno de sus compañeros, pero ya no van allá. ¿Sabes dónde se junta con sus amigos ahora?

Emma sacudió la cabeza.

—Ya lo busqué en todas partes.

La muchacha sólo asintió, relamiéndose los labios.

—¿A dónde vas? —le preguntó Emma, cuando ella abrió la puerta de su pequeño apartamento.

—A buscarlo —obvió ella.

—Ya está oscuro —la hizo notar.

Nuevamente, Hanna miró en sus ojos eso que había visto cuando ella comenzó a... prostituirse, para pagar los tratamientos de Mika: le preocupaba..., pero quería que lo hiciera. Sin embargo, ésta vez, se ofreció a acompañarla:

—Voy contigo.

Y Hanna se descubrió sacudiendo la cabeza. No, no la quería cerca.

Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se preguntó si los adolescentes seguían reuniéndose cerca del lago. Apretó los dientes y se encaminó allá, sin pensarlo y... se dio cuenta de que ya no tenía miedo. Tiempo atrás, le habría aterrado caminar sola, de noche, rumbo al lago —los caminos no tenían luces propias, sólo las que llegaban desde las casas, pálidas— pero ahora, luego de todo lo que había pasado...

Al llegar al lago, miró una fogata grande y a algunas personas —unos de su edad, otros más grandes—, y se acercó lo suficiente para buscar a su pequeño hermano. No logró verlo y se acercó más; percibió el olor a marihuana flotando en el aire.

Hey —la saludó un muchacho, con una sonrisa cínica.

Hanna lo estudió: él parecía tener como dieciséis años, pero no lo conocía, además, aunque tenía un cigarrillo de tabaco encendido entre los dedos, parecía drogado.

—Eres la hermana de Mika, ¿no? —continuó él.

—¿Lo conoces? —se esperanzó Hanna.

Él sonrió nuevamente y... se acercó más a ella. Se acercó tanto como el piso rocoso y los relieves propios, lo permitieron. Hanna frunció el ceño y se apartó, retrocediendo dos pasos.

—Por ti —le susurró él, siguiéndola—. Todos aquí lo conocemos por ti —le hablaba mirándola a los labios.

Hanna dio un paso más atrás y chocó con otro muchacho, éste era un poco mayor que ella.

—Hola —la saludó, hablándole en el mismo tono atrevido que el otro, recorriéndola con lujuria.

Y la muchacha lo entendió. "Todos aquí lo conocemos por ti"... Entendió por qué él no quería hablarle ni oírla.

Algo aturdida —sintiéndose casi mareada—, se alejó más de ellos, escapando.

—¿Buscas a Mika? —le preguntó alguien más. Ésta vez se trataba de una chica: ella tenía piel morena y las puntas de sus cabellos estaban teñidos de violeta—. Está allá —le indicó, señalándole el puente roto cerca del lago que, en algún momento de la historia, debió tener algún fin.

Hanna asintió apenas, sin fuerzas para darle las gracias. Y conforme fue acercándose al puente... el olor a hierba se intensificó. Rogó porque ésa pequeña figura acuclillada, recargada contra una columna bajo el puente, mientras se llevaba a los labios un porro, no fuera su hermanito —gracias a la enfermedad padecida, y los tratamientos recibidos, su crecimiento se había visto afectado— pero, al bajar con dificultades el más de un metro donde se hallaba la figura, pudo ver que..., sí era.

Mika vestía pantalones de mezclilla holgados y una playera que también le iba más grande; su piel estaba recobrando color, pero las ojeras se negaban a dejarlo por completo. Y se había cortado el pelo con la máquina, pues éste crecía disparejo aún.

—¿Mika? —lo llamó ella, con incredulidad, con dolor.

Y él la miró por un segundo, luego puso una mueca de hastío.

—¿Qué estás haciendo? —apenas gimió Hanna, con un hilo de voz. Se había olvidado de los muchachos que la habían acosado un momento atrás. Aquel mismo año él ya no mostraba síntomas ni signos de la enfermedad y, ahora él...

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —la retó él, poniéndose de pie—. ¡Lárgate! —le gritó, mientras comenzaba a huir de ellas caminando por unas piedras angostas y húmeda.

Hanna intentó seguirlo, pero sus zapatos oscuros, tipo ballerinas, resbalaron y ella tuvo que asirse de la misma columna donde antes estuvo Mika, para no caer dentro del lago.

—¿Estás bien? —terció el mismo cínico que la había recibido, mientras bajaba hacia ella.

Hanna conocía bien a los de su tipo: fingían ayudar mujeres para poder manosearlas. Intentó soltarse, pero él no la dejó.

Hey! —le gritó Mika, regresándose lo más rápido que podía—. ¡Suéltala! —le ordenó, señalándolo.

El muchacho se rió.

—Y si no, ¿qué? —lo retó el otro, sonriendo socarronamente.

... Y entonces Mika sacó una navaja de resorte, del bolsillo de su pantalón, y la abrió.

—¿Quieres probar? —respondió el niño.

El otro se rió. Hanna apretó los labios y le golpeó la laringe, lo que sacó del juego al otro instantáneamente, luego fue donde su hermanito, lo sujetó por la muñeca y lo obligó a ir con ella, aunque no era necesario: Mika ya estaba yendo con ella..., para cuidarla.

—¿Qué estás haciendo aquí? —insistió él, mientras andaban apresurados.

Hanna temía que los alcanzaran.

—¡¿Tú qué hacías ahí —le respondió a cambio ella, con tono bajo, pero severo—, con esos desgraciados?!

—Lo encontraste —terció la voz de Emma.

Al escucharla, al verla, Mika frenó de golpe; al volverse hacia él, Hanna lo vio apretar los labios y, mirando a su madre con desprecio, se soltó de ella con brusquedad y echó a correr. Hanna no tuvo tiempo de hacer preguntas y corrió detrás de él, sin embargo, se dio cuenta de que él corría rumbo a su hogar y eso era bueno —tal vez él no quería ponerla más en riesgo—, Hanna estaba comenzando a cansarse y preocuparse por el bebé en su vientre...

Al llegar al departamento, Mika cerró la puerta de golpe y, cuando Hanna intentó abrir, él quiso echar el seguro, pero no pudo evitar que la muchacha entrara, pues aún si ella no fuese casi cuatro años mayor que él... Mika estaba recuperándose.

—¡¿Qué diablos te pasa?! —le gritó, confusa, desesperada.

—¡¿Qué estás haciendo aquí?! —insistió él, gritándole también—. ¿A qué viniste? ¡Ella te llama y tú vienes a solucionarle la vida!

—Vine por ti —le hizo saber ella—. No por ella, ¡por ti!

—¡NO! —gritó una vez más él, llevándose las manos a la cabeza con fuerza, con furia—. ¡No hagas nada por mí! ¡No tienes que hacer nada por mí! —le suplicó.

Y entonces Hanna notó que, sus ojos grises, enrojecidos, no eran a causa de la marihuana..., sino del llanto que anunciaba. Y lo supo.

Lo sabía.

Él lo sabía.

¿Cómo pensó que él no se enteraría? ¿No había sido acaso la razón por la que se había mudado ella a la cuidad?

Emma cruzó la puerta de su apartamento en aquel instante.

—Mika —lo llamó la mujer, al borde del llanto.

El preadolescente gruñó, lleno de furia; se le había enrojecido el rostro y las lágrimas ya le surcaban los pómulos en su rostro huesudo.

—¡No me hables! ¡TÚ NO ME HABLES! —le ordenó, a gritos.

Ninguno lo pensó, a ninguno le importó, pero todos los habitantes del edificio les oían.

—¡Yo no te he hecho nada! —insistió Emma.

—¡No! —aceptó él—. ¡Tú nunca haces nada! —la señaló—. ¡Tú debías cuidarla! —apuntó entonces a Hanna—. ¡TÚ TENÍAS QUE CUIDARLA!

Nadie preguntó de qué hablaba él. Emma no pudo defenderse de manera alguna. Mika intentó encerrarse en su recámara, pero una vez más, Hanna no lo permitió.

—¡Déjame! —le suplicó él, andando hacia atrás, llorando.

Hanna entró y cerró la puerta.

—¡NO! —gritó ella—. A donde vayas, a donde huyas ¡allá voy a seguirte! Tírate de un puente ¡y allá voy y te sigo!

El muchacho chocó contra el muro que ponía fin a su habitación y, no pudiendo alejarse más, se deslizó hasta tomar asiento en el suelo, donde ocultó el rostro detrás de sus rodillas.

—¿Por qué no me dejaste morir?—gimió él; su voz se oía amortiguada— Me odio —se golpeó un costado de la cabeza con el puño derecho.

Hanna no podía hablar en ése momento, sentía el mismo dolor en la garganta que seguro le había ocasionado al acosador un momento atrás, pero se corría a la mandíbula y le aguaba los ojos. Tampoco estaba segura de tener una respuesta apara eso y, sin embargo, sin planearlo —ella iba a negarlo todo hasta el final—, se escuchó decir:

—... Porque me moría contigo —y dos lágrimas, debido al grosor, al dolor que cargaban, se deslizaron pesadas por las mejillas hasta alcanzar su barbilla fina.

Mika gruñó al recibir aquella respuesta y tembló; aún ocultaba su cara. Hanna se acercó a él, lento, se arrodilló a su izquierda y lo abrazó con suavidad. Al principio, Mika se resistió, pero ella no lo dejó escapar.

—Te amo —susurró ella.

El muchacho sollozó.

* * ** ** ** ** * *

Sé que podría yo parecer el niño que se cae solo y luego se pone a llorar, pero sentí feíto cuando releía ahorita lo bonita que se puso Irene y luego me puse a llorar con Mika. Ay, ño :c

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