Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[3] Capítulo 6

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By ValeriaDuval

I SUOI OCCHI DI GATTO
(Sus ojos de gato)

.

Él había pagado por su inocencia y se había esforzado por obtenerla..., haciéndola temblar de dolor hasta que finalmente ella soltaba un grito que se obligaba a frenar... o eso creía él.

El dolor, para Hanna, no había sido ningún problema: ella habría accedido a que le arrancaran dedo por dedo, y luego siguieran con cada mano y pie, si eso le daba una oportunidad a Mika... Mika lo valía... y Hanna Weiβ había llorado por el horror, por el asco, por lo indefensa que se había sentido entre las garras del infrahumano que no dejaba de jadear en su oído, ni decirle palabras repugnantes en susurros, de sudarla y, ¡por Dios! Ella le había dicho que en la boca no, ¡y él seguía dejándole su saliva espesa y asquerosa en los labios!

//

Irene pidió a Sandro que se callara un momento, pues Sylvain, quien estaba aprendiendo ya las sílabas, estaba a punto de aparecer en la grabación. El año anterior, Raffaele y Audrey habían comprado su primera cámara de video, de VHS, y el orgulloso padre no había dejado de filmar a su primogénito, quien aún no alcanzaba los tres años, pero ya conectaba consonante con vocal. Raffaele o estaba enseñado.

Irene se llevó ambas manos a la boca, emocionada y enternecida, mirando en la televisión y escuchando al sobrino de su novio.

—¿Oíste, mi amor? —preguntó ella a Uriele.

—¡Lo he oído como veinte veces! —se rió él: siempre que podía, Raffaele presumía a su inteligentísimo hijo.

Él no estaba tan seguro de eso: todos los niños, a los dos años, ya leían sílabas, ¿no?... ¿No?

Era el tercer domingo de septiembre y las tres parejas se habían reunido, para la cena, en un pequeño departamento que había comprado recientemente Sandro, con vista al océano.

—Quiero que nuestros bebés sean todos iguales —siguió Irene.

Uriele, parado detrás del sofá donde se encontraba sentada su prometida, se inclinó y le besó la cabeza al tiempo que Gabriella, recargada en las puertas de cristal, en el balcón, ya algo pasada de copas —pero aun sosteniendo otra en la mano—, no pudo contener una risilla mientras daba una calada a su cigarrillo, y comentó:

—O puede que salgan al tío Marco —advirtió, dejando escapar el humo hacia un lado—. Lo de él es hereditario —arqueó sus cejas, intentado parecer seria.

Irene perdió la sonrisa. Y aunque Uriele le rió el chiste a la hermana —cuando ella estaba ebria, tenía un sentido del humor muy similar al de Raffaele—, pero debatió:

—Si a éste imbécil —señaló a su hermano gemelo con el pulgar— no le salieron le salieron medio idiotas, ¿por qué a mí sí?

—Compensación —aseguró ella.

Audrey, como siempre cuando encontraba inadecuado un tema, no participó.

—Oye —terció Sandro, frunciendo el ceño, quitándole suavemente el cigarro a su novia para darle una calada, y le dijo—: pero eso también va para nosotros, ¿no? ¿Y si nos salen locos?

A modo de respuesta, Gabriella dejó escapar el aire por su nariz en una risilla burlesca. ¿Hijos?

—Tengo hambre —mintió Audrey, cambiando de tema, ¿podían ellos ya dejar de decirle cosas tan feas a Irene?—. ¿Le sirvo más pasta a alguien?

//

Cuando la víctima de una violación dice que se siente «sucia», no habla de polvo y mucho menos de manchas espirituales. Habla de la sensación fija, permanente, del contacto de su violador. De sus manos, su lengua, su peso, sus palabras, sus jadeos, su sudor... de él, destrozando su interior. De su saliva, de sus gérmenes, de los virus contagiados que, aunque se lave, no se van... Sigue todo ahí porque sigue en su mente...

Gretchen la había llevado a su casa; ella sabía salido corriendo de ahí, tras contar el —no dinero—... la cantidad de ampolletas que podría comprar, para Mika. En el camino, había hecho que su compañera se detuviera un par de veces, ambas ocasiones para vomitar hasta no tener más en el estómago, hasta que, de sus arcadas, sólo obtenía saliva... y lágrimas.

Gretchen había dicho algo durante todo el camino, pero... Hanna no la oía.

Y al llegar a su departamento vacío —Emma seguía en el hospital, con Mika—, ella se desnudó y tiró su vestido a la basura —no quería volver a ver esa tela contaminada, podrida—, antes de meterse a la ducha, donde pasó el resto de la noche, lavándose cada parte, deseando lavarse hasta los huesos y, si pudiera más, entre cada célula...

.

La víctima de una violación puede ir al hospital, a la policía... a los brazos de su madre, pero Hanna había consentido prestar su cuerpo, era lo que ella se decía..., pero ella no entendía que había sido tan abusada como realmente se sentía. Peor aún... ella no tenía a nadie a quién contarle.

No dejó de llorar hasta el amanecer. Estaba sucia y asquerosa... sentía que habían defecado en su interior... en su alma —que la habían obligado a paladear fétida carne descompuesta, blanda, repleta de podredumbre y gusanos que aún se movían, vivos, entre sus dientes y estómago—, pero... ahora tenía dinero para el tratamiento de Mika.

.

Cuando Hanna finalmente regresó al hospital, junto a su madre y hermano, llevaba sus cabellos negrísimos mojados por la ducha —se había lavado el cuerpo entero con vinagre—.

Mika continuaba en aquel mismo estado y, a pesar de que una parte de ella no quería tocarlo —sentía que iba a infectarlo más—, moría por hacerlo y el médico de guardia no tuvo que pensarlo mucho: ella parecía tan débil, tan destrozada...

Hanna se acercó a su hermano pequeño lentamente y, con cuidado, tomó asiento a su lado, en la diminuta camilla, y aunque quería besarlo en el rostro fino, flaco, pálido, que él tenía, no se atrevió a hacerlo.

—Ya vas a estar bien —le juró, despacito—. Ya vas a tener tus medicinas.

Emma se reunió con ellos en aquel momento —Hanna no se preguntó si el médico también la había dejado pasar o ella se había colado, de contrabando—.

—¿Dónde estuviste la noche entera? —le preguntó la mujer, en un susurro.

Y Hanna quería contarle, quería decirle... quería un abrazo, pero sólo le dijo que ya tenía el dinero para que pudieran trasladar a Mika a la clínica privada, y comenzar con el tratamiento.

Al oírlo, Emma frunció ligeramente el ceño y Hanna creyó que ella iba a preguntar algo, que... que iba a poder llorar hasta cansarse, en sus brazos..., pero ella, tras pensarlo un momento, tan sólo bajó la mirada. Emma no iba a preguntar nada. No quería saberlo...

Hanna se sintió desolada. Comprendió que estaba sola.

** ** **

—¿Ya? —preguntó la estilista infantil, sorprendida de lo rápido que pasaba el tiempo: ¿en serio Raffaele ya estaba por graduarse? Cortaba el cabello de primogénito de la pareja desde hacían años, aunque en ésta ocasión Sylvain no era quien esperaba, sentado sobre la sillita con forma de auto, sino Sebastian, el bebé de poco más de un año—. Pues felicidades —dijo, mirando a Audrey, insinuando que, el logro, era verdaderamente de ella.

Raffaele se rió; algunas veces, cuando ésa mujer pasaba cerca de su casa, se encontraba con Audrey en el jardín, leyendo los libros de los cuales, su marido, tenía que entregar reportes de lecturas, mientras que éste cuidaba de los niños. También la había visto en cafés y hasta en restaurantes, ayudándolo...

—Gracias —aceptó Audrey, riéndose también.

El muchacho, con sólo veintiún años, decidió fingir que no las oía y, antes de que la mujer comenzara a humedecer los cabellos de Sebastian, él le pidió que esperara y le preguntó si tenía alguna liga que le pudiera regalar.

—Ay —se enterneció la mujer—, ¡el mechón de su primer corte! —recordó.

La ocasión pasada, con Sylvain, ninguno se había acordado de guardar un poco de sus rubísimos, suavísimos y ligeramente ondulados cabellos de bebé, pero ésta vez, con Sebastian, no iba a pasársele.

La mujer entregó una delgadísima liga de color coral y Raffaele cogió un mechón mediano que se rizó aún más al separarlo del resto; la estilista lo cortó y se lo entregó; Raffaele pensó en que tenía el lugar perfecto para guardarlo: uno de los joyeros vacíos de Audrey, uno que tenía forma de diminuto baúl.

** ** **

En la clínica privada, lograron despertar a Mika en apenas un par de días luego de trasladarlo allá —Hanna había reído y llorado, a la vez, sin contenerse, cuando miró de nuevo sus ojos grises— y, después de eso, con su nuevo tratamiento... mejoró. Él realmente mejoró. En pocos meses, el tumor de Mika no sólo dejó de crecer, ¡sino que se estaba reduciendo! Así que, cuando el dinero comenzó a acabarse... Hanna continuó haciendo lo que hacía falta para seguir pagando las medicinas de su hermano.

Y lo valía, claro que lo valía. Por Mika, Hanna habría hecho cualquier cosa..., pero no por ello se volvió más fácil... —no hubo una sola ocasión en que ella no terminase llorando mientras vomitaba en la regadera, lavándose con vinagre la intimidad—, ni menos peligroso, tampoco —ellos siempre le daban tanto miedo—... ni dejó de sentir, en cada ocasión, que valía menos.

De hecho, no creía valer ya nada en absoluto.

Tal vez por eso siempre apretaba los dientes, los labios, y cerraba con fuerza los párpados..., o tal vez simplemente para fingir que no estaba ahí. Una noche, a pesar de estar tirada en la cama, aguantándose las náuseas, intentó fingir que estaba montando a caballo, que el movimiento aislado, de su cuerpo desnudo, se debía a la yegua que su querido padre había intentado enseñarla a montar..., pero eso sólo le había costado semanas de llanto y de tanta vergüenza, que le obligó a quitar y voltear los retratos de su padre, por toda la casa.

Otra noche, luego de un... evento —sintiéndose una muñeca débil, maltrecha..., dolorida por dentro y por fuera—, Hanna pasó cerca de un puente para autos —caminaba en la madrugada lento, sola, con un vestido de fiesta oscuro, escotado, con lágrimas negras corriéndole por las mejillas y el bolso repleto de billetes. Tres meses de tratamiento, para su hermano—; andaba descalza y subió al puente y lo cruzó todo andando por la orilla, sin mirar a los autos ocasionales que pasaban por su lado...

Hanna aún no alcanzaba los diecisiete años y, las últimas semanas, había estado deseando la muerte. Unas veces de manera consciente, otras, buscándola inconscientemente, como en ése momento... Tal vez un asalto del puente y una muerte rápida, o si se atravesaba cuando viniera un auto... Cualquiera sonaba bien... hasta que de repente despertaba y recordaba que el tumor de Mika se había reducido tanto, que los médicos hablaban de cirugía, de una cura verdadera, ¡él tenía una oportunidad real! Además... si ella se suicidaba, ¿de qué iba a servir todo el sacrificio que ya había hecho por él? Lo mejor era esperar —las noticias buenas o... no tanto—. Pero la decisión tomada estaba: terminaría con su podrida e insoportable vida.

Hanna no se soportaba a sí misma. No soportaba su cuerpo descompuesto. Sentía asco de sus propios fluidos y no había día en que no se buscara en la intimidad evidencia de ronchas o signos de infección; era incapaz de besar en la boca a su hermano y... contagiarlo, era incapaz de pensar en que no estaba enferma, negra, podrida por dentro; todo el tiempo sentía odio por todo y vergüenza por sí misma, ¡con ella misma!

Algunas veces también se consolaba. Se decía que al menos no le sucedía lo mismo que ésas chicas bobas que acudían a las fiestas como invitadas... y luego las drogaban, las subían a las habitaciones donde las violaban, filmaban y terminaban en páginas pornográficas. Y muchas de ellas ni cuenta se daban nunca. Tampoco era como ésas otras, a las que su proxeneta golpeaba u obligaba a hacer cosas que ellas no querían —por ello, Hanna tomaba cuantas clases de defensa personal que podía: deseaba morir, pero no iba a hacerlo en las garras de ninguno de esos desgraciados, indefensa, humillada, llorando...—.

También se consolaba diciéndose que al menos ella elegía y ponía la suma. Se recordaba que ella no tenía un proxeneta... Y eso realmente ella lo creía... no entendía —ella, quien siempre se había destacado por su sagacidad—, que, en su depresión y desesperanza, ya no tenía la capacidad de ver lo obvio ——.

De cualquier manera, ya nada importaba... luego de la cirugía de Mika, se suicidaría.

Pero también debía dejarle dinero para sus tratamientos posteriores..., así que comenzó a arreglarse más en los eventos, buscando ser todo lo deseada posible ¡y hasta sonreía! —y nadie fingía las risas mejor que ella—.

** ** **

—¿Qué haces despierto a esta hora? —preguntó Raffaele a Sylvain, por teléfono.

Su bebé tenía ya tres años y, su hermano menor y él, se había quedado a dormir con sus abuelos para que sus padres pudieran salir con Sandro Fiori, a celebrar sus veinticinco años, pero el niño estaba haciendo una rabieta, así que Rebecca había llamado a su padre.

—Mi abuelita no me deja dormir con los perros —también se quejó Sylvain.

—No puedes dormir con los perros —suspiró el hombre, de sólo veintidós años—. No eres un perro.

—Soy un lobo —le recordó Sylvain. Su abuelo siempre se lo decía.

—Eres un zorro del desierto —lo molestó Raffaele.

Sylvain hizo un sonidito que anunciaba el llanto.

¿Qué es eso? —se escuchó la voz de Rebecca, a lo lejos.

—¡Sí! —festejó Sylvain y, luego, un golpe en el teléfono le hizo saber a Raffaele que su primogénito había dejado caer el aparato.

—Dios —nuevamente, la voz de Rebecca.

—¿Qué pasó, mamá? —se interesó Raffaele.

¿Para qué lo llamas? —era la voz de Giovanni—. Déjalos que se diviertan.

—Tu padre trajo a un perro —suspiró ella—. Giovanni, no los q-- —decía, cuando cortó la llamada.

Raffaele entendió que el problema se había solucionado. Visualizó incluso a su hijo, dormido abrazado al enorme perro, mientras su madre ponía muecas de enfado y lanzaba miradas de desaprobación a su padre. A ella nunca le había gustado que los perros durmiesen en las habitaciones.

—¿Todo bien? —preguntó Audrey, acariciándole la nuca a su marido; siempre le había gustado el cuello de Raffaele... le hacía desear besárselo.

—Sí —aceptó él.

Sandro, cantando, subió el sonido de la música; estaban ya en su casa. Habían cenado en uno de los restaurantes de los Petrelli y, luego, habían regresado para poder emborracharse. Uriele y Sandro estaban cumpliendo rápidamente con el objetivo aquella noche del dieciséis de agosto.

Al mismo tiempo, pero en Alemania, Mika continuaba en cirugía; tenía ésta programada para horas antes, pero el cirujano había tenido una emergencia, por lo que, a altas horas de la noche, aún esperaban noticias y no las tuvieron hasta el día siguiente:

Con la cirugía todo había ido bien, de momento, Mika continuaba en observación, pero, por la mañana, podrían verlo.

Pocos meses luego, Hanna se enteraría de que podría verlo cada mañana, cuando su médico anunció el final de su tratamiento: no quedaba rastro células cancerosas, en él y... ya sólo tenía que ponerse una ampolleta más, preventiva, cada seis meses hasta que, finalmente, lo dieran de alta.

Emma no lo creía. Mika, con catorce años ya, no lo creía... especialmente Hanna no lo creía. ¿Ya? ¿Eso había sido todo? No, no debía ser tan fácil porque... ¿poco más de un año? ¿Ése era el efecto de un buen medicamento —de esos que no podía pagar la gente pobre—?

Y podría ser eso, o tal vez que se administró el tratamiento en el tiempo idóneo, pero Mira ya sólo acudía por sus ampolletas preventivas cada seis meses, y cuando comenzaron a crecer sus cabellos negros, Hanna... Hanna no dejó de sentir miedo. ¿Y si él recaía? ¿Y si esas inyecciones dejaban de servir cualquier día, el cáncer volvía y esta vez necesitaba de medinas aún más caras?

Hanna quería morirse..., pero en su mente persistía la idea de que tenía que mantener vivo a Mika y, la única forma de hacerlo, era pagando sus medicamentos.

Pese a lo que decía el médico..., algo muy profundo, dentro de Hanna, no podía creerlo.

** ** **

Luego de la cena de Navidad, cuando se encontró a solas con sus hijos varones —tal vez refugiada en la confianza que le ofrecía la presencia de su marido—, Rebecca finalmente tocó el tema de las residencias, con ellos.

Tanto Uriele como Raffaele se habían graduado cuatro meses atrás, ¿qué los retenía en Alemania y Francia? Su madre los quería de regreso en casa y ellos no parecían tener intenciones de volver a Italia.

Pero ambos guardaron silencio.

Raffaele no estaba seguro de poder arrancar a Audrey del apego que tenía con esas monjas, su hermana y el orfanato, en general.

Uriele tampoco dijo nada porque él no sabía qué ocurriría con su vida: extrañaba a su familia..., pero se había acostumbrado a su vida en Alemania, además, había estado pensando en llevarse allá a Irene con el objetivo de quitársela en casa sentido al viejo egipcio que cada día odiaba más —si dependiese de él, se habría llevado lejos a Irene hacía mucho tiempo, pero ella estaba empeñada en hacer que su padre aceptara su matrimonio con él. En su interior, Uriele sabía que eso no ocurriría. Había incluso escuchado algo sobre acuerdo de separación de bienes. Maldito anciano, ¿no tenía otra manera de ofender más a su familia? Sí, era verdad: los Petrelli eran indigentes en comparación a los Ahmed, pero, ¿era necesario mostrarles tanto desprecio?—.

Aquella misma noche, instado un poco por la presión de su madre, Uriele también habló con su novia: hacía más de un año que le había pedido matrimonio y aún no estaban casados. Se lo dejó claro: se casaban en los próximos meses... o ya no.

** ** **

Sylvain ingresó a la escuela maternal el primer lunes de enero.

Poco tiempo atrás, había acompañado a su padre a su graduación y, desde entonces, no paraba de decir que también quería una toga y un birrete, por lo que ingresó a su escuela completamente emocionado.

Aquella misma mañana, mientras Sylvain Petrelli entraba al colegio de mano de su padre, Hanna Weiβ estaba recostada en la cama, junto a Mika, abrazando por la espalda a un niño que ya tenía trece años, pero parecía mucho más joven gracias a todos esos tratamientos que parecían haberle congelado el crecimiento, pero, también, decían los oncólogos, habían curado su cáncer. Ya no había síntomas ni signos de él y, por primera vez, por una vez, hallándose en paz, junto a Mika, Hanna pensó en que tal vez no tenía que morir y..., tan sólo alejarse, fingir que no había pasado nada, que había sido una pesadilla, que... ¿Acaso Mika no estaba ya mejor? Además, ella tenía un montón de dinero metido en su colchón, en las muñecas que le había obsequiado su padre y hasta en los baúles de juguetes que ella nadie tocaba.

El cáncer les había robado la niñez a ambos; de diferentes maneras, pero lo había hecho..., y también la fe en su Dios: hacían años que ninguno celebraba o guardaba fiesta judía alguna.

En el caso de Hanna, su fe había sido suplantada con temor constante y, aunque Mika comenzó a comer más y subir de peso, cuando comenzaron a dejar de ser visibles los huesos de su cuerpo, a través de su piel pálida, Hanna continuaba asistiendo a grandes fiestas cuando la llamaban porque, ¿y si su cáncer volvía? ¿Y si sólo estaba oculto, cual bestia, esperando el momento? ¿Y si ésta vez era más agresivo? Había visto cómo sucedía eso con un montón de pacientes y... ¿si ella no tenía dinero para más medicamentos?

** ** **

Irene Ahmed amaba y respetaba profundamente a su padre, pero... no había nada que ella quisiera tanto como a Uriele. Fijaron la fecha de su boda para los primeros días de abril.

** ** **

Teniendo sólo diecisiete años, Hanna se mudó sola a su primer apartamento, en la ciudad. Le había dolido con el alma dejar a su hermano..., pero las personas, en su pueblo, habían comenzado a murmurar, al verla y, la mirada avergonzada, de Emma, había sido lo que Hanna no resistió.

Las personas podían hablar... y también podían irse al demonio. A Hanna no le importaban ellos..., pero a su madre, sí.

Y la verdad es que se sintió muy bien en su espacio: era un estudio en un tercer piso, lo llenó de plantas verdes y muebles blancos —siempre le había gustado el blanco, pero en los últimos meses, estaba obsesionada con el color: se daba baños de leche, ¡bebía un montón de leche! Se vestía de nieve—. Y luego comenzó a comprar...

Cada vez que la llamaban para que asistiera en una de esas elegantes fiestas privadas, salía uno o dos días seguidos de compras, y llenaba su apartamento con ropa costosa, luego, cuando volvía, deshecha, se lavaba con vinagre y agua tibia, luego agua caliente —muy, muy cliente—, luego leche y... luego iba de compras nuevamente...

Había adquirido un método: cuanto gastaba antes, es lo que añadía a su... precio, de ése modo, no gastaba el dinero para Mika.

Hanna no sabía que sólo estaba haciéndose más tolerable la existencia —que era un mecanismo de sobrevivencia—, que había conseguido un escape. Incluso se compró una cámara. Ya no hacía fotos, pero se compró la cámara más costosa del momento y... se la cobró luego al siguiente viejo que la alquiló, como a un objeto, como a una basura.

Hanna estaba avergonzada consigo misma y vacía por dentro.

** ** **

Uriele Petrelli comenzó a trabajar el proyecto de su padre apenas iniciado el año nuevo —su hermano gemelo y él eran realmente idénticos, pero si algo les diferenciaba, era el practicismo de Uriele, su rapidez para ejecutar lo planeado..., tan distantes a los arrebatos de su hermano, a quien sólo se le ocurrían las cosas y las hacía—. Luego de todo, ¿acaso no lo habían mandado a Alemania para eso? Estudió las zonas y decidió que el mejor lugar para un restaurante italiano, era cerca de una zona céntrica, pero el lugar no tenía espacios en venta, así que hizo una oferta a una enorme tienda de antigüedades que no parecía tener actividad a pesar de su excelente ubicación.

La familia, dueña por generaciones de aquella misma tienda, no pudo ignorar oferta de Uriele Petrelli y, habiendo desacuerdos entre los hermanos —hijos de la propietaria—, decidieron invitarlo a cenar —a él y a sus asesores—, para que pudiesen hablar nuevamente de precios —otros hermanos más, querían saber qué posibilidades existían de un arrendamiento y, otro más, de una sociedad—. Y aunque a Uriele nunca le habían gustado las cenas de negocios en lugares privados —demasiado personales, para su gusto—, aceptó, pues consideraba oro puro el espacio que tenía la tienda de antigüedades.

Y una vez ahí, cuando se halló en el pent-house de aquel edificio, rodeado de una familia estúpida, pero ambiciosa, y un montón de chicas... él estuvo a punto de largarse. De hecho, se puso de pie, pensando en una excusa, pero... entonces la vio.

Ella no debía tener ni veinte años, era alta y delgada, con una elegancia que ninguna de sus compañeras poseía, y mucho menos su belleza —¡por Dios, Uriele nunca había visto a un ser humano tan hermoso como ella! ¿Realmente era humana? ¿Realmente alguien como ella existía? ¿O acaso lo habían drogado? Ella era... irreal—. Tenía una piel blanquísima, cabellos oscuros y unos enormes y preciosos ojos de gato, grises como un día nublado y brillantes como los destellos de la nieve al sol. Y cuando ella lo miró —cuando ella clavó sus ojos felinos, en los suyos, castaños y fascinados—... él se sintió desarmado.

Sus manos cayeron, débiles, a sus costados, y ni siquiera se percató de cuán inmóvil se quedó, contemplándola, pasmado, con los labios entreabiertos.

* * ** ** ** ** * *

Uriele, Uriele. ❤️
Y la Valeria las espera en sus redes.😡

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