Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
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[3] Capítulo 5

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By ValeriaDuval

IM MUND NEIN
(En la boca, no)

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Decir que, un pensamiento frecuente, en los hombres -en cualquier ser humano-, no es el sexo... es negar parte de la naturaleza misma y, antes de Audrey, la verdad es que Raffaele Petrelli era un joven bastante común: cuando conocía a una chica que le parecía atractiva, no tenía en mente conocer sus más profundos sentimientos y vivir una historia de amor que culminaría en matrimonio -para ser sinceros, formar una familia era algo que veía lejano... o ni siquiera lo veía-. Ni siquiera buscaba una relación de noviazgo en ése momento de su vida -tenía sólo dieciocho años-, por lo que salía sólo con chicas que buscaban lo mismo que él: divertirse.

Audrey Delbecque, claro, había sido la excepción de todo, para él.

No sólo fue la chica que le hizo anhelar conocerla en cada aspecto de su vida: ella lo hizo desear llevarla por las calles cogida de la mano, sentarse y charlar... u oírla, mejor dicho -todo cuanto salía de sus labios era tan interesante-. Estar a su lado le resultaba tan gratificante que, incluso, llegó a hacer a un lado la intimidad. No era que no la deseara, era que anhelaba más estar a su lado que la simple satisfacción que le daría el llevársela a la cama... Pero eso daba igual, porque, para eso, ella no habría estado lista hasta el matrimonio, y él, por su parte, tampoco habría sido incapaz de pedirle algo que la incomodara. Sin embargo, una vez que estuvieron a solas, como marido y mujer, le había costado mucho trabajo quitarle las manos de encima un solo instante.

Ella lo llenaba tanto que él, muchas veces, no percibía -dejaba de lado-sus propias necesidades -o anhelos- hasta que ella se lo daba, y entonces reconocía que sí, lo había estado deseando.

Raffaele comenzó a darse cuenta de esto -apenas una sutil percepción- en agosto de sus veintiún años.

Había sucedido durante la cena.

Estaba toda su familia sentada a la mesa cuando notó que, aunque Uriele se veía tranquilo, dedicaba una que otra mirada a Audrey, sentada justo frente a él, pero cuando ésta elevaba sus ojos azules, éste miraba a otro lado y, por su parte, la francesa, calladita, ni siquiera era capaz de mirar a su cuñado.

-¿Pasó algo entre Uriele y tú? -preguntó Raffaele a su esposa, quitándose la playera mientras ella ponía el pijama a Sylvain.

Y ella, serena, como siempre, sólo sacudió la cabeza. Esto sólo le confirmó a Raffaele que algo ocurría; frunció el ceño y, cuando estaba por soltar un «¿Segura?», ella sola comenzó a hablar:

-No es como si haya pasado algo, precisamente -aseguró.

Raffaele esperó con paciencia a que su esposa continuara, pero ella no lo hizo.

-¿Entonces? -se vio forzado a suplicar.

-Pues... Nada -siguió ella. Había terminado de poner el pijama a su primogénito y lo metía a la cama.-. Te buscaba y creí que podrías estar en la recámara de Uriele, ya que antes estabas con él.

Raffaele se sintió confundido. ¿Y? ¿Dónde estaba lo malo en haber entrado a la recámara de su hermano?

-¿Te dijo algo? -era lo único que se le ocurría, pero... Uriele no se molestaba porque entraran a su recámara sin permiso y, aunque así fuera, era demasiado educado para haberle dicho algo a la esposa de su hermano.

-No, claro que no -la francesa frunció el ceño y finalmente, mientras arropaba a Sylvain, lo miró; su marido tenía el torso bronceado, atlético y desnudo... y ella le paseó la mirada, antes de desviarla nuevamente hacia Sebastian, quien ya llevaba un rato dormido.

Gracias al nerviosismo que parecía sufrir ella, Raffaele notó que su mujer estaba ligeramente ruborizada y... se preguntó cuándo había visto a Audrey avergonzada de ésa manera, por última vez. El recuerdo le llegó vívido, inquietante: en su noche de bodas.

Ella estaba tan -adorablemente- nerviosa, que temblaba ligeramente y...

-¿Viste... algo? -tanteó, dubitativo.

Audrey dejó escapar el aire por su boca entreabierta, lentamente.

-No, como ver, no -negó-. Cerré inmediatamente.

Esta vez fue el turno de Raffaele de dejar escapar el aire de sus pulmones..., pero él se reía. ¿Eso era todo?

-¿Qué fue lo que viste? -preguntó, sonriendo, yendo hacia ella.

-No es gracioso -se quejó ella, mientras él la abrazaba por la espalda, para luego tomar asiento y hacerla sentarse sobre sus piernas.

-¿Qué fue lo que viste? -insistió él, sin dejar de sonreír. Le hacía gracia la reacción (tan encantadora) de su mujer.

Audrey sacudió la cabeza, mientras miraba hacia la alfombra, con los labios rosas ligeramente apretados.

-No sé cómo pude aguantar estar frente a él.

-Pues -se rió nuevamente él-... de hecho, no aguataste -obvió-: ni siquiera terminaste de cenar.

Audrey soltó un gruñidito de enfado e intentó dejarlo: lo último que necesitaba, era que él se mofara de su vergüenza.

-Hey... -él la obligó a quedarse en su sitio-. Fue un accidente -sacudió la cabeza, intentado hacer énfasis en que no tenía importancia-. Te aseguro que él ya se olvidó de... sea lo que sea que hayas visto.

-¡Ah! Yo creo que no -difirió ella, con tristeza-. Y luego... Irene...

Una vez más, Raffaele frunció el ceño:

-¿Él estaba con Irene? -se extrañó-. Hum... Al fin lo logró -añadió, sonriendo.

Audrey lo miró, desolada, confusa.

-Que, según él, ellos no lo habían hecho aún -le explicó.

La francesa torció un gestito de sufrimiento; genial, los había interrumpido sus primeros momentos juntos y ¡de qué manera!

-Bueno -intentó consolarse-... ellos no estaban haciéndolo, precisamente.

Raffaele se quedó mirándola.

-... Ella estaba arrodillada frente él -le explicó, tan avergonzada como lo había estado todo el tiempo.

-¿Se la estaba...

-¡Ah! -chilló Audrey, apartándose de él.

Parecía querer llorar cuando se encerró en el cuarto de baño, lo que provocó que Raffaele soltase una nueva risotada. Ella le parecía tan tierna y divertida, al mismo tiempo. Era tan... inocente. Pese a tener dos hijos, ella aún era como una jovencita virginal.

Había un motón de cosas que ella ni remotamente contemplaba y que, siendo realistas... él quería, pero jamás se las pediría. Jamás la incomodaría. Ella era su muñequita.

Al día siguiente, sin embargo, cuando estuvo frente a Irene, Raffaele no pudo evitar pensar -no había sido un pensamiento consciente, siquiera- en que, para ser tan mojigata -Audrey era religiosa, pero Irene se acercaba bastante fanatismo-, le daba cosas a su hermano que, Audrey, a él no.

** ** **

Los compañeros de Hanna, en el restaurante donde hacía doble turno entre semana y era hostess los fines, al saber de la gravedad de su hermano, hicieron un ahorro para el tratamiento de Mika, y aunque Hanna sabía que tenían las mejores intenciones..., eso no alcanzaba ni para la primera sesión.

Fue así como una de sus compañeras, una chica un tanto mayor que ella, llamada Gretchen, le contó que se obtenía una mejor paga por asistir, los fines de semana, a eventos privados de gente rica.

-Y, ¿qué se hace ahí? -preguntó ella.

Lo único que sabía hacer, hasta el momento, era servir mesas y preparar bebidas.

-Lo mismo que aquí, pero allá atiendes mucho menos gente -aseguró Gretchen-. Sales más tarde, pero te juro que la paga es muchísimo mejor. Además de que te dejan buenas propinas.

-Y, ¿cómo le hago para hacer eso?

-Yo te llevo con mi patrón -aseguró la otra muchacha-. Pero dile que ya tienes dieciocho -le recomendó.

-¡Sí! -prometió Hanna, sintiéndose tan agradecida, que la abrazó.

** ** **

Raffaele nunca pediría a Audrey nada que a ella le hiciera sentir incómoda, pero ella tampoco se lo pediría a él; hasta el momento, nunca le había dicho nada cuando, los fines de semana, caminando por algún centro comercial, él entraba a las grandes tiendas y, sin ver el precio de lo que le gustaba, lo pedía en su talla.

Tampoco había dicho nada cuando Sylvain estiraba la mano, señalando un juguete y, al momento, Raffaele y el niño entraban a la tienda y salían, muchas veces, no sólo con un juguete.

No decía nada porque lo respetaba; entendía que ésa era la vida a la que él estaba acostumbrado.

Y todo habría continuado como hasta ése momento -con respeto mutuo, guardando sus opiniones personales para sí mismos-, sino hubiese sido porque, una tarde, Audrey miró unos zapatos preciosos en el aparador de una tienda. Raffaele le preguntó si le habían gustado y ella aceptó, pues era la verdad: eran preciosos. Entró y pidió un par en su número, los probó, decidió llevarlos y... todo habría estado bien si no se hubiese acercado ella a su marido, cuando éste firmaba el voucher, y entonces vio el precio.

-Ay, Dios -sin pensar siquiera, ella posó su mano sobre el papel, impidiendo que él firmara nada.

-¿Qué pasa? -preguntó él.

-N-No los quiero ya -aseguró.

-¿Por qué? -preguntó él, bajito.

-Sólo no los quiero.

-Pero, te habían encantado.

-Sí, pero ya no.

Confundido, Raffaele frunció el ceño y firmó el voucher.

Audrey apretó los labios. Le quitó el papel y se lo entregó a la empleada, para luego pedirle:

-Cancélelos, por favor. No los voy a llevar.

La mujer, sin hacer preguntas, aceptó con un movimiento de cabeza y se dio media vuelta, llevándose el papel dentro de la carpetilla de cuero en la que se lo habían ofrecido a su marido.

-¿Me explicas qué pasa? -pidió Raffaele.

Audrey sacudió la cabeza.

-No puedo usar eso -se limitó.

-¿Por?

Ella sacudió la cabeza una vez más.

-Audrey -la llamó él.

Sebastian, en su carrito, amenazó con llorar.

-¿Sabes cuánto cuestan? -le preguntó, algo cansada, cogiendo a su hijo en brazos.

Raffaele se sintió confundido nuevamente.

-No entiendo -confesó.

La rubia lo contempló en silencio por un momento; no, claro que él no lo entendía.

-Mira, está bien si tú quieres usar cosas como ésas -comenzó la muchacha-, pero yo no lo haré.

-¿Qué tipo de cosas? -preguntó él. La empleada no volvía aún con el comprobante de cancelación.

-¡Del tipo con el que el orfanato se sostendría todo un mes! -intentó explicarle-. ¿Sabes cuántas cosas pueden comprarse con lo que cuestan esos zapatos?

El italiano sacudió la cabeza, pero no negando el saberlo, sino más confundido que antes. ¿A qué venía eso? Ella nunca antes había mostrado rechazo o reprobación por algo como... eso.

No fue capaz de decir ni una palabra.

Ésa misma noche, sin embargo, por algún motivo, sin saber exactamente por qué lo hacía -tal vez porque, con frecuencia, le obsequiaba joyas que eran mucho más costosas que unos zapatos-, abrió el alhajero de su mujer y lo encontró vacío. Ninguna de las joyas, que él -o Rebecca- le había obsequiado -con excepción de su anillo de compromiso y su argolla de matrimonio-, ella las había conservado.

-¿Lo vendiste todo? -supuso él, inseguro.

-Ni siquiera lo habías notado -logró argumentar ella.

-¿Por qué? -quiso saber él.

-¿No eran mías para hacer con ellas lo que me apeteciera?

-Audrey, no estoy enojado -le aclaró él al sentirla un poco a la defensiva-. Sólo quiero entender.

La rubia lo miró por un momento, antes de comenzar:

-El primer par de pendientes se fue cuando necesitamos cambiar la tubería.

-¿Qué tubería? -él torció un gesto. Su casa nunca había necesitado repara...-. ¿En el orfanato?

-El segundo, cuando la lluvia se filtraba por el techo.

-Ya entendí -la interrumpió él-. ¿Por qué no me lo pediste a mí? -él torció un gesto.

Sylvain entró en la recámara de sus padres, vistiendo sólo bóxers, corriendo, y saltó a la cama.

Audrey no respondió. Raffaele comprendió: no consideraba que fuera la obligación de él, pero, ¿sí la consideraba de ella? Se pasó las manos por sus cabellos color chocolate y suspiró, sin saber qué decir y, sin embargo, las palabras ya estaban saliendo de su boca:

-Me gustaría que dejaras de hablar de ellos incluyéndote -susurró apenas-. Tú ya no... Tú eres mía.

Audrey no respondió. Raffaele se sentía tenso y con las manos débiles; era su primera pelea.

Ésa misma noche, Raffaele le regaló un medallón en forma de corazón; era una pieza realmente hermosa, que llevaba, toda al frente, diminutas y perfectísimas rosas de oro blanco, rosado y amarillo.

-Lo vi y me encantó; creí que se vería precioso en tu cuello -le hizo saber. Lo había encontrado, por casualidad, en una joyería de piezas antiguas. Le aseguraron que era único, no había otra pieza igual-. Pero... puedes hacer lo que gustes con él -le ofreció. No estaba enojado, no estaba reprochándole nada, estaba haciéndole saber que no le importaba lo que había hecho y no quería que ella sintiese que estaba obligándola a ser diferente.

Audrey lo tomó, en silencio, y asintió, dándole las gracias... sintiendo que lo había decepcionado.

** ** **

Hanna comenzó a servir en eventos privados el segundo domingo de agosto; había sido en el bautismo de una familia católica que, poco a poco, comenzó a quedarse sin niños, sin mujeres y, al final, sólo se quedaron hombres bebiendo.

No había habido un solo hombre, jóvenes, mayores, que no la hubiesen recorrido entera..., y ella nunca antes se había sentido tan incómoda como lo hizo con ese vestido negro, de tirantes, de apariencia casual pero muy corto, que la habían hecho usar.

Al final, cansada, cuando dejó el salón de eventos, se dio cuenta de ya era un nuevo día..., y de que, en su calendario hebreo, era el día 15 del mes Av, lo que quería decir que se celebrara el Día del Amor. Hanna soltó un suspiro por la ironía, aquel era un día de fiesta judía en que, tradicionalmente, los muchachos cortejaban a las señoritas y..., sí, ella había sido cortejada hasta causarle nauseas.

Pero al menos había conseguido mejores propinas que en el restaurante y, pronto, su hermano podría comenzar con su tratamiento. Si le iba cada fin de semana tan bien como ésa noche, podría pagar la primera sesión en..., seis o siete semanas.

¿Podría él resistir tanto?

** ** **

Uriele siempre supo que la familia Ahmed no sentía mucho afecto por él, ni por su familia, pero... le pareció una ofensa especialmente directa cuando se enteró de que, el padre de Irene, le había conseguido un esposo en Egipto.

-Es como... si ignorara por completo mi existencia -se quejó Uriele con su hermana Gabriella; estaba de regreso en Italia, ya que sus clases habían terminado oficialmente y, en una semana más, se celebraría su graduación.

-Ah, yo creo que no -difirió por completo ella-: creo que, es precisamente porque te reconoce, que le consiguió un esposo como si estuviéramos... en la edad media.

-Tal vez no es personal -intentó decir Sandro Fiori-, después de todo, su padre es egipcio, ¿no? Creo que son sus costumbres.

-¡Cuando no hay novio! -le recordó Gabriella, aunque no estaba muy segura de cómo funcionaba eso de los matrimonios arreglados en Egipto. De hecho, no sabía ni qué religión practicaba la familia de Irene, después de todo, su familia había renunciado a una de ésas religiones raras, del medio oriente, para volverse católicos fanáticos.

-Da igual -se limitó Uriele; se sentía humillado.

Sandro lo miró en silencio, seguro de que él no dejaría pasar una ofensa como aquella.

-¿Qué harás? -le preguntó, aunque no era necesario...

//

Hanna le dejó caer la bandeja, llena de trastos, justo en la cabeza del tipo que la sujetaba fuertemente por una muñeca, impidiéndole dejar la mesa, de la cual, únicamente, ella pretendía retirar los tarros y copas vacías.

La celebración privada, que tenía lugar en el restaurante donde laboraba, pareció detenerse y, aunque algunos parecían divertidos con la reacción de la muchacha, otros parecieron confundidos, pero a Hanna no le importaba ni la una ni la otra reacción; no esperó, tampoco: cogió tarro de cerveza del hombre y se lo lanzó también a la cara, luego, se retiró con rapidez hacia los sanitarios.

Mientras huía, logró escuchar risas; tal vez algunos pensaban que todo había terminado justo ahí para la muchacha, como lo fue para el borracho agresor, pero la verdad es que el corazón de Hanna palpitaba con tanta fuerza que podía sentir el pulso incluso en la palma de las manos, se sentía débil, temblorosa... y temerosa. Sobre todo, eso. No se había defendido del acosador porque se hubiese sentido ofendida, sino, precisamente, porque intentó protegerse al sentirse acorralada, atrapada, como un pajarillo entre las garras de un gato.

-¿Hanna? -la voz de Gretchen.

-¿Sí? -respondió ella, abriendo la puerta, intentado que sus lágrimas no cayeran.

-¿Estás bien? -le preguntó, estudiando su rostro.

La chiquilla intentó sonreír.

-Me hizo enfadar -mintió. Sólo la había asustado.

-Sí -y ella pareció creérselo-. Hay veces que una quiere tirarles la charola encima, ¡pero sólo lo quieres! -se rió ella-. Así vas a quedarte sin trabajo -le advirtió.

Hanna no se atrevió a asentir esta vez, no se atrevió a pensar siquiera en ello..., pero, el no pensar en las cosas, no hace que dejen de existir y, ésa misma noche, ya de madrugada, mientras limpiaban el lugar, su jefe se acercó a ella, y le dijo:

-Yo sé que a veces estamos estresados, Hanna, pero no puedes golpear a los clientes... Piénsalo, piensa si éste trabajo es para ti -le pidió.

Y Hanna asintió, aunque no tenía pensar que pensar en nada: no, ése trabajo no era para ella, pero si no lo hacía, ¿de dónde iba a sacar más dinero para las medicinas de Mika?

Mika era en todo lo que pensaba Hanna, para ella ya no había más fotos; siempre le había gustado la fotografía, pero... -¿rollos de cámara? ¿Pagar revelaciones? ¡Oh, por Dios, tanto dinero que podría destinar a los medicamentos de Mika!-, ya no pensaba en la licenciatura de artes visuales, en Roma, con la que siempre soñó..., porque ahora sabía que sólo era eso: un sueño. ¿En serio? ¿Estudiar artes en Roma? Se sentía ridícula de haberlo pensado alguna vez, ¡cuán ingenua había sido! -Artes en roma era lo que estudiaba la gente rica..., ésa misma que podía pagar buena atención médica para sus seres amados-. Por eso es que ya no estudiaba italiano -lo había hecho por su cuenta desde los doce años y, ahora, ni tiempo ni ánimos tenía: terminaba exhausta cada día-, ¿para qué lo haría?

** ** **

Uriele Petrelli pidió matrimonio a Irene Ahmed un el último viernes de agosto. Estaban en un restaurante en Roma, junto a Raffaele, Audrey, Sandro y Gabriella. Aquel era uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad y no precisamente por su excelente comida, sino por su decoración: el salón principal estaba al aire libre, pues se trataba, en su totalidad, de un lago artificial donde un puente de madera, con ramificaciones como las de un árbol, albergaba cada brazo una mesa, lo que ofrecía, además de intimidad, una vista preciosa. Aquella noche, el diminuto lago estaba decorado con velas y faroles flotando en el agua, el lugar parecía más la escena romántica de un cuento de hadas, que simplemente un sitio bonito para cenar pasta.

Irene había viajado con ellos sin el consentimiento de su padre, quien le había prohibido continuar viendo a Uriele.

-¿Lo ves? -susurró la francesa a Irene, al oído, luego de que ella dijo , y entonces comenzaron las felicitaciones-. Al final lo que necesitaba era un poco de tiempo -la animó, haciendo referencia a todas las veces que ella se había quejado de que su novio no parecía tener intenciones de casarse.

Irene no pudo contener la sonrisa enorme, preciosa, y miró hacia el techo como si su amiga le hubiese contado el mejor chiste del mundo.

Gabriella, aún en su lugar, le dio un trago a su vino blanco, contemplándolas. Se llevaba bien con ambas, pero no sentía con ninguna ni la mitad de conexión o cariño que se tenían entre ellas. Tal vez se debía a que Audrey e Irene tenían la misma edad -y gustos y metas similares en la vida: ¿acaso no lo dejaban todo por, básicamente, el mismo idiota con cara bonita? Porque, bueno, parados uno junto al otro, ni Rebecca diferenciaba a sus propios hijos-; por su parte, Gabriella Petrelli, a opinión de muchos, era un hombre con faldas: le interesaba más su trabajo que una boda, cada mañana veía las noticias -y checaba el valor de sus acciones- mientras ya estaba en la caminadora, muy temprano.

-Tus dos hermanos menores ya están casados -susurró Sandro a Gabriella, haciendo énfasis en la edad respecto a ella.

-Quémoción -respondió ella, pegando las palabras para hacer énfasis en el sarcasmo.

Sandro le rió su amargura y sequedad. Eran dos peculiaridades que siempre le habían gustado de ella.

-Tal vez tú y yo...

Con un suspiro, Gabriella interrumpió a su novio:

-Y Uriele aún no está casado. Ya veremos si los Ahmed lo dejan.

Sandro se rió una vez más:

-¡No habrá nada en éste mundo que le impida a Uriele casarse con Irene!: su padre lo retó.

Gabriella no respondió: era cierto. Ése era Uriele. Inteligente, atento, reflexivo..., pero sumamente susceptible a las ofensas. Bueno, al menos Irene ya tenía lo que quería.

Un par de meseros acercaron más platillos y, junto a ellos, llegó una joven atractiva que llevaba otra botella de vino frío. Gabriella contempló, de reojo, cómo Sandro recorría el cuerpo esbelto de la desconocida, con disimulo. Le dio otro trago al vino y fingió no haber visto nada, aunque... eso ya comenzaba a fastidiarla. Sandro siempre había sido igual -había comenzado a salir con él porque era un chico divertido y, para ser sinceros, también era un muy buen partido: era el único heredero de una de las familias más ricas de Italia-, pero a ella nunca le había molestado porque él nunca había tocado el tema del matrimonio, sin embargo, cuando él comenzó a hacerlo... ella se preguntó si soportaría a un hombre incapaz de controlarse aun teniéndola en frente. Algunas mujeres tal vez no tomarían eso en cuenta... pero ella había crecido mirando a su padre, severo, imperturbable, volviéndose un dócil cachorro sólo con su mujer, y teniendo ojos sólo para ella y, aunque aún no lo meditaba o era consciente de sus pensamientos, Gabriella creía que, si se entregaba en matrimonio a alguien -si decidía dejar su preciada independencia-, mínimo quería que la trataran como Giovanni a Rebecca.

//

Las propinas al servir tragos, en esos elegantes eventos privados, eran mucho mejores que servir mesas -en los salones, las personas depositaban, en la enorme copa de propinas, uno o dos euros por cada trago, mientras que los comensales sólo le dejaban un porcentaje de lo consumido-.

El acoso también era menor. No era porque fuese menos -los tipos, de todas las edades, se amontonaban en la barra, admirándola, hablándole, consumiendo hasta quedar hechos unos verdaderos animales-, sino porque estaba protegida detrás de la barra.

A veces, el dueño del salón quería exhibirla y la mandaba con una charola a ofrecer bebidas; por fortuna, se le terminaban rápido, atraía a los hombres a la barra y el proceso continuaba. Su jefe le dejaba quedarse con una tercera parte de las propinas -a pesar de que éstas debían dividirse entre todos los empleados; él reconocía que éstas eran gracias a la muchachita que ni siquiera alcanzaba los dieciséis años-.

-Ya me calaron las zapatillas -comentó Gretchen a Hanna-. Y, ¿ya te fijaste la cantidad de tipos solos que hay?

La adolescente se limitó a asentir, cansada, precisamente de ésas personas solitarias... Preparó un más Martini y se lo entregó a un hombre que había estado pidiéndole tragos vírgenes hasta el momento; él le sonrió y ella le regresó la sonrisa -cuando era amable, ellos dejaban más propinas-, él le depositó dos euros en la copa, le guiñó un ojo y la dejó.

Hanna volvió a su cara de póker apenas él se dio media vuelta. Gretchen, joven y guapa -no tanto como Hanna... Nadie parecía ser tan bella como Hanna-, se acercó a ella y le tronó los dedos en la cara, como si quisiera despertarla.

-¿No sabes quién es él? -le preguntó, sonriente.

-¿Quién? -preguntó la muchacha por cortesía; le importaba un comino quién fuera, siempre y cuando dejara buenas propinas, además... trataba de no mirarlos a los ojos: algunos de ellos le parecían perros callejeros: si les dedicabas una mirada tres segundos, creían que podrían obtener algo más. Sus sonrisas carecían de personalidad.

-Es un futbolista -le dijo Gretchen, como si eso debiera representar algo para ella.

Hanna arqueó una de sus bien formadas cejas oscuras, ¿era un futbolista? ¿Entonces por qué no dejaba mejores propias? Maldito tacaño...

-Hola -saludó un tipo detrás de la barra.

Hanna se volvió, atenta, sonriente, para saber qué quería beber, rogó porque él no quisiera hablarle de su vida, interesado en que ella lo conociera...

-Hanna -interrumpió el patrón de Hanna, saliendo de la oficina detrás de la barra.

La chiquilla miró sobre su hombro y, apenas ver el teléfono en la mano del hombre, junto a ésa expresión doliente, supo que algo no andaba bien...

Mika ingresó al hospital, en estado de coma, el primer día de septiembre.

Hanna, mirándolo a través del cristal en terapia intensiva, que los separaba, se limpió una lágrima. Si su hermano moría... si él no despertaba, ella iba a quedarse sin nada.

Emma, como siempre, parecía estar en shock. Ya no lloraba.

Cuando el sol ya aclaraba el cielo, sus compañeros de trabajo comenzaron a llegar; llevaban café y muffins para la muchacha y su madre.

-¿Qué dicen los médicos? -preguntó el barman que la habían enseñado a preparar bebidas.

Hanna sacudió la cabeza. Nada. Ya no decían nada. La única esperanza que tenía Mika, era ése tratamiento que su seguro no cubría... ¡y que ella no podía pagar!

Su madre y ella habían trabajado tanto, pero no habían reunido ni la tercera parte de la primera sesión.

-Pero, ¿cuánto es? -preguntó Gretchen y...

Cuando sus compañeros escucharon la suma de cada ampolleta que necesitaba el niño, ninguno dijo nada. Era demasiado para cualquiera de ellos..., y él necesitaría al menos cuatro por mes.

Fue entonces, cuando Hanna se encerró en los sanitarios un momento, su compañera, Gretchen, con veinte años, pero de apariencia infantil, la siguió para contarle de su fuente privada de ingresos... Le dijo que era algo común. A ella la había invitado una amiga y, la mejor parte, era que el ingreso era inmediato.

-¿El qué? -preguntó Hanna, desesperada.

-No es como... -su compañera no parecía tener palabras para solo decirlo y ya-. Cuando yo lo hice, fue porque necesitaba mudarme a la ciudad. Tenía diecisiete y tenía que salirme de mi casa: tenía tres hermanos mayores que me insultaban y golpeaban todo el tiempo, y una madre a quien le importaba un carajo; entonces lo valoré: ¿me quedaba ahí aguantando maltratos... o hacía lo que hiciese falta?

»Así compré mi departamento y mi auto -añadió.

Hanna sacudió la cabeza, no entendía; había visto a algunos meseros vendiéndole droga a los clientes, en el salón de fiestas, pero Hanna nunca lo consideró una opción porque ya tenía suficientes problemas en su vida, ¿qué haría Mika si a ella la detenían? En la cárcel no podría hacer demasiado para curarlo, pero... en ése momento... Hanna habría hecho cualquier cosa: ¡su hermano se estaba muriendo!

-Dime qué -le suplicó.

-Atendiendo reuniones privadas, pequeñas -le dijo.

Hanna frunció el ceño. ¿Mesera? ¿Y eso cómo iba a darle más dinero que la barra en el salón? Su compañera pareció leer su expresión y suspiró, buscando palabras para explicarle; pero, su lugar, le preguntó:

-¿Eres virgen?

La muchacha paró de llorar. ¿Qué tenía eso qu...

... Entendió.

La otra continuó:

-No sé si no te das cuenta, o no te importa, pero... eres muy hermosa, Hanna, por eso es que todos los tipos están pegados a la barra: por ti.

»Y no te sientas mal por esto: muchas lo leemos hecho. Mi virginidad por un depa, y la segunda por el carro, no está mal, ¿eh? Además, tú eliges con quién. No es como si fuera prostitución o algo... -aseguró-. Sólo es una vez.

.

Las enfermedades no esperan a que estés listo, no esperan a que sea un momento apropiado. Tan sólo... son. Y Hanna Weiβ había trabajado tan duro, juntando todo cuanto ganaba -sin comprarse siquiera una botella de agua-, pero... las enfermedades no esperan.

... Y Mika se moría.

Hanna había visto tanta muerte en los hospitales, a tantas víctimas del cáncer no despertar luego de un coma...

.

La muchacha jamás habría pensado en que, algún día, ella podría llegar a entregarse de ésa manera... Más aún, a un desconocido. Pero su compañera se había hecho cargo de todo.

Al día siguiente asistió en una fiesta privada, donde la subasta, muy discreta, sin que siquiera ella se enterara, comenzó con el total de un mes de tratamiento para Mika -Hanna no contaba el dinero en Euros: para ella era una ampolleta, dos, un mes de tratamiento... una posibilidad de vida, para su hermano-.

Pero claro que sentía las miradas de los hombres sobre ella... cual depredadores, cuales bestias.

Claro que, en más de una ocasión, deseó huir lejos, corriendo..., pero la imagen de Mika, conectado a todas ésas máquinas, se lo impedía.

Y cada hombre, al que ofrecía una copa... se preguntaba si él ganaría y... qué cosas estaría él pensando en hacerle. ¿Iba a lamerla? ¿Iba a montarse sobre ella?... ¿Iba a dolerle?

Gretchen le había dicho que sonriera a cada uno, que les coqueteara, que les hiciera creer que ella deseaba estar con él..., le dijo que así intentarían ganarla a cualquier costo, ¡pero ella, aterrada, sentía que iba a echarse a llorar! Sentía ganas de suplicar, de... de... Sabía que cada hombre ahí, que cada uno de los presentes, podían pagar el tratamiento de su hermano con la mano en la cintura y, sin embargo, ninguno lo haría.

No sin antes... ¿quién sería el ganador? ¿El anciano de mal aliento? ¿El gordo de piel morena? ¿El cuarentón de gran barriga que no dejaba de mirarla a los ojos, con una sonrisa? Su compañera le había dicho que ella podría elegir si no le gustaba el ganador, sin embargo..., perdería la suma más alta -perdería más medicamento para Mika-.

El único consuelo que tenía, es que el... acto, se llevaría a cabo en aquel lugar, y Gretchen seguiría ahí, y las demás chicas que asistían a la reunión también, y los barman y los meseros también y..., Gretchen había dicho que estarían cuidado de ella. No era prostitución, le había dicho, le había asegurado y... Mika necesitaba el tratamiento.

Pero, ¿qué sabía ella?

Hanna sólo era una niña de quince años -una que medía más de 1.70, que tenía un rostro hermoso y un cuerpo bien formado... pero era una niña, a fin de cuentas- que desconocía los métodos de trata, que no entendía que no todos eran violentos y que, la mejor forma de volver esclava a una persona, era haciéndole creer que era libre.

Hanna era una niña con una enorme necesidad, llena de terror, realizando actos contrarios a sus valores, a creencias, e incluso a su instinto de supervivencia y, ¿qué más podía hacer? ¿Qué otra opción tenía? Un momento de apretar los dientes, se decía, valía la pena por una oportunidad para Mika...

Al final de la noche, Hanna estaba llorando en los sanitarios.

El valor de su cuerpo sumaba lo necesario para al menos seis meses del tratamiento de su pequeño hermano y... valía la pena, claro que lo valía, pero... ¿qué era lo que iban a hacerle? ¿Por qué un hombre pagaría tanto por un rato? Le castañeaban los dientes.

No había preguntado quién había sido el ganador de... ella. ¿Qué importancia tenía? Cerraría los ojos y pensaría en Mika.

Gretchen le prometió que estaría fuera de la habitación, y también dos chicos más.

Hanna no comprendió, no tenía la experiencia necesaria para entender que ya tenía proxeneta y que él estaba cuidado de su nueva... víctima. Hanna no entendía.

El tráfico de personas no siempre es violento. A veces, la víctima llega a creer que fue su deseo, su decisión...

.

El ganador había sido un hombre mayor -que ella apenas había notado durante la reunión-, y cuando estuvo a solas, con él, dentro de una habitación, él la sujetó por la barbilla y la miró a la cara, estudiando sus facciones, por tanto tiempo, que Hanna estuvo a punto de sacarse, a pesar de que sus ojos grises veían a otro lado.

-Eres muy hermosa -comentó él, al final.

Hanna no respondió.

Entonces él se inclinó y, cuando ella sintió su lengua suave y ligeramente húmeda, sobre los labios, ella los apretó para evitar que entrara saliva dentro.

-En... la boca, no -se escuchó decir, volviéndose a otro lado.

... Hanna ni siquiera había dado su primer beso.

* * ** ** ** ** * *

Si ustedes quieren, terminamos la novela en 3 tres días SI HACEN ACTO DE PRESENCIA en TikTok, Instagram y Facebook (realmente es importante lo que debo comunicar a ustedes. No sería tal mi insistencia. También llamen a PERIODISTAS, a medios no oficiales. Cuenten que los derechos de mujeres son vulnerados en MÉXICO).

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