No cruces el Bosque (I)

By BrujaNuminosa

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En un mundo alternativo dominado por el Imperio Británico, Gaspar Skov creció escuchando que nunca debía aden... More

Personajes
1- Érase una vez dos hermanos
2- Persecución nocturna
3- Un silencio que se burla de todos
4- El chico que miraba los árboles
6- Cruzando el Bosque
7- Alguien que susurra
8- Secretos inconfesables
9- El inventor y su sobrina
10- Un trato con el diablo
11- Debilidades de un hombre fuerte
12- El sauce blanco
13- El Rey Sapo
14- Lo que Bastián encontró
15- Distancias amargas
16 - Cuentos y moralejas
17- El núcleo de las historias
18- Aquello que no puedes ver
19-El duelo de Pércival y Clementina
20-La bruja musgosa
21- No es fácil ser un príncipe azul
22- Un pájaro en su jaula

5- Manifiestos de Jeremías Skov

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By BrujaNuminosa





Mientras caminaban hacia su clase de Ciencias Naturales intentando sortear a un grupo de estudiantes de secundaria atiborrados de crisoles, hornos dorados y otros materiales de alquimia, Clementina se dedicó a despotricar sobre lo odioso que era Pércival Gust.

—¿Viste cómo me miró ese lagartija? Gaspar, deja de reírte o me enojo contigo.

—No me río de ti, me da risa que lo llames lagartija.

—Se parece a una.

—Deberías escribir un diccionario de insultos, siempre se te ocurren buenos insultos.

—No cambies de tema. Tú lo viste, ¿no?... ¡Y lo que me dijo...!

Gaspar ya no quería seguir hablando de Pércival Gust. Suspiró.

—Pero tú le ibas a pegar.

—¡Se lo merece por decirme gorda! Además yo no estoy gorda, sino que tengo huesos anchos. Esa lagartija en el fondo quisiera tener mis huesos. Le ganaría en una carrera segurísimo.

—No importa —Gaspar intentó ser la voz de la razón, pero su amiga estaba fuera de sí—. Es que, Clem, tu beca...

Ella suspiró profundamente por la nariz y aminoró un poco el paso mientras se pasaba la mano por sus cortos cabellos ondulados.

—Por eso a nadie le cae bien. ¡Por eso!

Gaspar la dejó seguir ladrando sin replicar nada. Clementina era divertida y una amiga genial la mayor parte del tiempo, pero cuando se enojaba o perdía una competición de videojuegos, no había quien la aguantara.

Afortunadamente, se calmó cuando entraban a la clase y buscaban sitio en la última fila de asientos, cerca de los animales disecados expuestos tras una vitrina.

Llegaron con tiempo: solo estaban ellos y la maestra a cargo de la asignatura, Violeta Salgari, que garabateaba algo entre el caos de papeles que componía su escritorio. Llevaba el cabello corto teñido de blanco y un vestido que parecía túnica. A Gaspar a veces le hacía pensar en un hada.

Al verlos, la mujer les dedicó una sonrisa dulce. Se la devolvieron.

—¿Cómo están, niños?

—Bien, ¿y usted?

—Preparando una clase muy entretenida. A ti, especialmente, te va a encantar, Gaspar.

Por alguna razón, era la única adulta del colegio que le tenía una alta consideración y eso lo había motivado a sacar buenas notas en su materia. Que no implicara el uso de su magia también era una ayuda. Su padre solía lamentarse a menudo de que el mismo empeño que ponía allí no lo aplicara a las demás asignaturas.

—¿De qué tratará? —le preguntó Gaspar.

La mujer señaló con ojos brillantes los contenedores y óvalos de cristal donde flotaban varios cadáveres de sirenas, pincoyas y tritones en perfecta conservación. Estaban suspendidos con magia térmica contra las paredes, tal vez para evitar que alguien se los robara.

Junto con la biblioteca, aquel era el único sitio del colegio que realmente le gustaba.

Se trataba de una sala circular, con un techo de cristal por el cual trepaban plantas de diversos colores. El chico sabía que estaban modificadas genéticamente para soportar las estelas contaminantes que dejaban a su paso los dirigibles, salandrinas y demás máquinas aéreas. Pero de todos modos le parecían hermosas. 

Cuando comenzaron a entrar los demás estudiantes, sacó su libreta y su estuche. La maestra Salgari nunca lo reprendía, sobre todo desde que le mostró los bocetos de animales, criaturas marinas y ficticios bichos mágicos que hacía en ella. En una ocasión, incluso lo había animado a convertirse en un ilustrador de la vida natural.

—¿Sabías que los ilustradores de la vida marina son muy cotizados?

—¿En serio?

—Ajá, ajá. Todos los años salen expediciones submarinas para retratar a nuevas especies. Hace poco una bióloga descubrió la existencia de unas pincoyas diminutas con cuerpo de pulpo. Son luminosas y viven en los mares cálidos, cerca del trópico de Asia... —Gaspar la escuchó en silencio. A Salgari siempre se le iba la pinza cuando comenzaba a hablar de esos temas, y aunque los alumnos solían quejarse de su tendencia a desvariar, todo lo que ella decía le parecía interesante—, y un ilustrador se encargó de retratarlas para los anaqueles del Museo Oceánico. ¿No te parece divertido poder dedicarse a eso? Apuesto que te iría muy bien, si le pones empeño.

Gaspar sonrió, pero retorciéndose los dedos.

—Es que mi papá quiere que sea un ingeniero rúnico.

—Si quieres puedo hablar con él —se ofreció con una sonrisa.

Aunque había apreciado de corazón la propuesta de su maestra, el chico no quería meterse en más problemas con su padre, por lo que decidió negarse.

Mientras dibujaba un tritón de largos colmillos, escuchó cómo Salgari explicaba la relación entre las especies marinas de desarrollada inteligencia con las creencias de la religión sednita y decidió prestar más atención, cerrando su libreta.

Gaspar a menudo había pensado que la religión Sedna era mucho más interesante que la religión Áurea, y aunque la mayoría de las personas eran auricanas, la estrecha relación de amor que su abuelo y el mejor amigo de este, Elliot Dardarian, habían desarrollado hacia el océano, le permitieron sentir una mayor conexión con los sednitas.

Los veía a menudo en los puertos y los barrios de la costa, realizando rituales y ofrendas al oceáno desde barcazas voladores y buques de familias mercantes de larga tradición sedna. Eran quienes mejores relaciones tenían con los pueblos oceánicos.

Ese día, al llegar a casa temprano, y aún con las lecciones de Salgari rondando en su cabeza, decidió preguntarle a su abuelo si a la Iglesia Auricana no le molestaba que hubiera tantos sednitas.

—A nadie le conviene estropear las relaciones comerciales con los países submarinos, Gaspar. Al final, la religión también se trata de dinero y política. Que no se te olvide.

Si bien el chico pensaba que todas esas cosas eran demasiado complejas y no entendía demasiado sobre las religiones, se había convencido de que tenía mucho más sentido divinizar al mar que al Número Aúreo. Por supuesto, nunca diría eso en voz alta.

Muchos lo considerarían una terrible blasfemia.

—Cuando trabajé como grumete –añadió su abuelo-, estuve a punto de convertirme a la religión sednita. ¿Te imaginas, ah? ¿Yo, religioso?

Y soltó una carcajada estruendosa, similar a un ladrido. Gaspar entonces tuvo una ocurrencia:

—¿Hay una religión sobre árboles?

Jeremías volvió a reírse, si cabe, con más ganas que antes. Tanto, que casi tropezó con su propia pierna mecánica mientras intentaba levantarse de su sillón para ir a hacer la comida. Gaspar soltó una risita cuando lo vio trastabillar hacia la cocina y escupir un insulto hispano entre dientes.

—Estúpida pierna...

Gaspar le preguntó por su pierna mientras lo seguía y Jeremías admitió que la nueva prótesis le gustaba un poco más que la anterior.

—Al menos ya no me voy de culo cuando me tengo que agachar. Y si me hubiera comprado una de esas prótesis que funcionan con magia, tendría que haber dado los dos riñones como pago.

—¿Tan caras son?

—No solo eso, niño: todos los años hay que pagar a un mago especializado para que vuelva a reactivar la runa. Y ya sabes que esos malditos ingenieros ponen los precios por las nubes. Si no fuera por Elliot, ya podría ir arrastrándome por ahí como una babosa de tierra.

Observó la pierna metálica del hombre, fascinado ante los complejos mecanismos que la componían. Aquella maravilla tecnológica la había construido Elliot Dardarián, el tío de Clementina, el mejor amigo de su abuelo e ingeniero mecánico de extraña reputación.

Algunos opinaban que era un genio; otros, que estaba perdiendo el juicio y lo mejor era que lo contuvieran antes de que su propia mente le pasara factura. Pero Gaspar, que lo había visitado en su taller varias veces, tenía la firme convicción de que aquel hombre era un tesoro nacional.

Jeremías Skov y Elliot Dardarián se habían conocido en el campo de batalla, durante la Segunda Guerra Mundial, tras una crisis económica que estalló entre Geronia y Britania por el monopolio de la producción de éther. Desde entonces, ambos hombres componían un extraño dúo: su abuelo, alto, fornido y sarcástico; tío Elliot, desgarbado, calvo y malhumorado.

—Tío Elliot debería trabajar para los asiáticos. Seguro que se hace millonario vendiéndoles sus inventos —opinó mientras Jeremías empezaba a pelar papas.

—Mira, chiquillo, a Elliot no le interesa el dinero. Y tampoco le caen muy bien los asiáticos después de lo que pasó en esa guerra, así que ni se te ocurra mencionárselo.

—Yo sí quiero conocer Asia. ¡Debe ser increíble! O sea, ellos inventaron los videojuegos y las salandrinas y... y tienen pandas en sus conservatorios naturales. Lo sé porque la profesora Salgari me lo dijo. Me encantaría ver un panda.

—Yo también quiero ver uno —murmuró Bastián, que había despertado de su siesta y entró a la cocina con cara de malas pulgas. Siempre se ponía de mal humor cuando despertaba.

—Y Asia es una república continental completamente independiente, a diferencia de nosotros, que tenemos que lidiar con el maldito virreinato —masculló Jeremías echando las papas cortadas dentro de la olla.

Nunca le había gustado que Luke preparara las comidas, por lo que se había autoproclamado el chef de la familia. Gaspar no tenía motivos para quejarse: la comida de su abuelo era deliciosa.

Sin embargo, a veces recordaba, con nostalgia, los platillos y dulces que hacía su madre en el pasado. Pero ahora ella solía pasarse la mayor parte del tiempo en el hospital, donde trabajaba como doctora, así que ya casi nunca cocinaba para la familia.

Desde lo ocurrido con Samuel, tanto ella como su padre derramaron la vida en el trabajo y casi nunca estaban en casa. Ambos solían llegar siempre después de las ocho de la tarde. A veces incluso a las nueve. Así que el cuidado de Bastián, que aún no había empezado la primaria, solía quedar en manos de su abuelo.

Gracias a la ausencia constante de ambos, Gaspar podía pasarse tardes enteras en las casas de sus amigos a la salida al colegio, después de las una, sin tener que dar muchas explicaciones. Sentía que todos intentaban escapar del vacío, de las recriminaciones.

Escapar de la tragedia que había derrumbado los cimientos de la estabilidad familiar.

Pero a Gaspar no le gustaba decir que había sido una tragedia. Aquello sonaba a muerte y él tenía la certeza de que Samuel seguía con vida allá, al otro lado. Nada de lo que cualquier adulto le dijera lo convencería de lo contrario.

Cuando les contó lo que había ocurrido, todo fue un desastre tras otro. Nadie quiso escuchar, nadie quiso creer. La culpa se transformó en una bola que se inflaba como uno de esos erizos de mar, pasando de mano en mano, pero sin llegar a ninguna parte, hasta que ya nadie quiso lidiar con ella.

Los funcionarios de la Brigada de Incursión Forestal (BIF) lo interrogaron a fondo, pero Gaspar omitió todo lo que su hermano le había dicho esa noche. Ni siquiera se lo dijo a sus padres. Tenía la sensación de que, al hacerlo, estaría traicionando a Samuel.

—Solo me dijo que me fuera y luego entró.

—¿Y tú no intentaste impedir que lo hiciera?

El niño había temblado.

—Yo sí lo intenté, pero... pero...

Por suerte, su abuelo decidió intervenir, exclamando muy irritado que quienes eran ellos para presionar mentalmente a un niño de diez años que acababa de perder a su hermano, exigiéndoles que abandonaran su casa y gritando que le importaba un comino que lo arrestaran por ofensa a la autoridad.

Desde el incidente con Samuel, el muchacho se había vuelto aún más apegado a su abuelo. Era el único de la familia que apoyaba su sueño de convertirse en un artista.

El único que no intentaba moldearlo como si fuera una masa lista para meter dentro del horno.

—Sé lo que te dije antes, pero entonces eras un renacuajo. Creo que tienes mucho talento y prefiero que dibujes a que te conviertas en uno de esos malnacidos que creen que por saber hacer magia, tener un hueco en el mundo de la política o amasar fortuna con sus industrias pueden mirar al resto por encima del hombro —manifestó Jeremías Skov.

—¿Y los pintores no miran a nadie sobre el hombro?

Su abuelo se pasó la mano por la barba encanecida, resoplando con cierta frustración.

—Sí, muchos sí. Tantos que deberían meterlos a todos en un barril y lanzarlos al mar. Empezando por esos que se dejan crecer bigotes de gaviota.

—¿Bigote de gaviota? —Gaspar soltó una risita—. ¡Como mi profesor de Letras!

—¡Oye, oye, pero no vayas repitiendo lo que yo digo por ahí!

—¿Por qué no?

—Porque es entre tú y yo —Jeremías le guiñó un ojo—. Nunca vuelvas a decir lo que piensas a alguien que no sea de la Familia.

Después de almorzar y convencer a Bastián que se comiera todo, su abuelo le pidió que le mostrara sus últimos dibujos.

—Quiero ver qué tanto has mejorado.

El muchacho subió a buscar su libreta y se la entregó, contento de que se lo hubiera pedido. Le importaba mucho su opinión. Bastián se encaramó junto a él para mirar también, estirando el cuello sobre su hombro como un pequeño gato curioso.

El hombre contempló las ilustraciones con detenimiento, sin decir nada ni alzar nunca la cabeza. Estaba nervioso cuando Jeremías cerró finalmente la libreta y se la entregó, muy serio. Pero Bastián lo miraba impresionado.

Gaspar sonrió a su hermano, feliz de tener su admiración. Sin embargo, su abuelo seguía sin sonreír y él temió lo peor.

—¿Y... qué piensas?

Finalmente, una amplia sonrisa se dibujó tras la barba gris del hombre y Gaspar entendió que no necesitaba pronunciar nada para demostrarle que estaba orgulloso de él.

A veces en la vida, como en el arte, las palabras solo servían para emborronar lo realmente esencial.





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