Ambrosía ©

Per ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... Més

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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📌 BRUHA • store

[3] Capítulo 3

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Per ValeriaDuval

NATALE CON I TUOI, PASQUA CON CHI VUOI
(Navidad con los tuyos, Pascua con quien quieras)

.

Estaban a muy buen tiempo, había asegurado el oncólogo. El tumor maligno, de Mika, estaba aún a tiempo...

—Lo detectamos a tiempo —seguía el hombre.

Emma, entre lágrimas, no lo creía. Hanna, cogiendo a su madre por una mano, quería creerlo..., pero no podía.

Mika, con sólo ocho años, comenzó sus tratamientos aquella misma semana.

//

«Navidad con los tuyos, pascua con quien quieras» le había dicho Raffaele a su mujer, cuando ésta le pidió pasar las fiestas en Francia, en el convento. Raffaele estaba tan apegado a su familia como Audrey lo estaba a las monjas que la habían criado, y a su hermana pequeña.

¡Chist! —llamó Raffaele a Adelina fingiendo molestia.

La niña rubísima, de apenas once años, retiró rápidamente su mano de las galletas con chocolate que pretendía tomar y miró al muchacho, sorprendida, ocultando sus manos, pero al reparar en que sólo él, continuó en su labor.

—Deje —le ordenó Raffaele, bajito, en francés, entrando a la cocina donde se ocultaba la niña hacía un rato ya.

—No quiero —ella cogió cuatro galletas grandes y tomó asiento en una silla, al lado del pastel.

Echaba de menos a sus amigas, en el orfanato..., pero no la comida. En casa de los Petrelli, para la cena de Navidad, había tanta comida como en el convento.

—Te estás poniendo gorda —le hizo saber él con toda la intención de fastidiarla (al menos una vez al día, él la molestaba), tomando una galleta del mismo plato que la niña.

—Y tú cada día estás más feo —se defendió ella... aunque no lo creía ni remotamente. El esposo de su hermana no tenía un solo vello feo en todo su cuerpo..., aunque no era tan guapo como su hermano gemelo, Uriele. Extraño, siendo gemelos.

Adelina siempre se ponía nerviosa cuando veía a Uriele, pero no se hacía ilusiones, claro que no: para empezar, ni siquiera hablaban el mismo idioma, luego, ella sólo tenía once y él dieciocho y, como si fuera poco, Uriele tenía a esa novia tan guapa, de bellísimos ojos color miel, adornados con esas largas y espesas pestañas y... aunque no existiesen tantos obstáculos, Adelina no creía ser ni la mitad de guapa de lo que era su hermana mayor. Ella no tenía ninguna posibilidad de casarse con un guapísimo italiano, alto, de piel bronceada y sonrisa de ensueño.

—¡Ahí vienen los perros! —exclamó Raffaele, mirando con sus ojos muy abiertos hacia la terraza del jardín trasero—. ¡Se salieron!

La niña dejó caer las galletas y se puso de pie rápidamente, mirando hacia la terraza, atenta, aterrada. ¡¿Los qué...?! Pensó en correr, pero ¡¿a dónde?! ¡No podía verlos!

Raffaele se echó a reír. Adelina comprendió que era una broma cruel. Era la segunda vez que la niña visitaba la casa de los Petrelli y, ¡qué susto se había llevado la primera vez que vio a esas enormes bestias! Ellos eran una especie de... lobos gigantes. U osos. O una combinación de ambos. Una cosa era segura: si Satán tenía mascotas, seguro eran de esos perros.

—¡Tonto! —Adelina empujó a su cuñado.

—¡Adelina! —la llamó Audrey, reuniéndose con ellos en la cocina; a pesar de sus tres meses de embarazo, su vientre continuaba siendo plano.

—¡Él empezó! —se excusó ella.

** ** **

El gerente de la maquilera donde laboraba Emma Weiβ, permitió que Hanna acompañara a su madre a la fábrica y que tomara una máquina para que pudiera ayudarla con su trabajo, ya que a la mujer le pagaban por pieza. Lo hizo comenzando el año nuevo. Lo hizo después de ver que Mika estaba perdiendo peso... y pelo, pero a cambio estaba ganando ojeras, a pesar de las muchas horas que dormía, cada día.

** ** **

"Navidad con los tuyos, pascua con quien quieras", es lo que había dicho Raffaele cuatro meses atrás, Audrey lo recordaba bien, por lo que creyó que podría pasar Semana Santa y Pascua en el convento, pero... nuevamente, Raffaele y ella, estaban en Italia.

No era que a Audrey no le gustase visitar a la familia de su esposo, ¡para nada! Rebecca era una mujer muy amable y Giovanni sumamente atento, pero a ella, con sus siete meses de embarazo, comenzaba a pesarle más que la panza, ¡y tenía sueño el día entero! Le daba un poco de vergüenza llegar a casa de sus suegros y tirarse a dormir, pero en verdad —¡en verdad!— le costaba tanto mantener los ojos abiertos luego del vuelo.

//

El Pésaj, la Pascua Judía, aquel año había comenzado el primer miércoles de abril, y aunque en casa de Hanna no estaban celebrándolo, habían comido matzá, el pan plano sin levadura, y apio remojado en agua con sal, como dictaba la tradición... aunque, faltando a la prohibición, Mika, quien ya había alcanzado sus nueve años, sí había comido un poco de avena. Se la había dado Hanna, pues avena con manzanas era todo lo que él quería comer.

Emma se había alegrado de su apetito aquel día y, en dos días, tenían cita con el oncólogo. La bola en la nuca no había disminuido ni un poco.

** ** **

Cuando alguien menciona la palabra quimioterapia, lo primero que viene a la mente, es una persona sin cabellos; cuando se involucra en la oración a un niño, entonces a un niño calvo... Al menos eso era lo que pensaba Hanna. Jamás se imaginó, ni remotamente, todo lo que implicaba eso.

Cada veinte días, Mika pasaba tres de ellos hospitalizado, luego de recibir su tratamiento... Tres días de horror, mirando a su hermano tan débil, entre la conciencia y el sueño, que no podía mover siquiera un brazo o hablar. Era como un... Hanna había visto morir a un perro, una vez. El veterinario hizo todo lo que puedo, pero él tenía uno de esos virus que matan cachorros. Su muerte había sido lenta y, ni remotamente, fue como lo pintan en la televisión, donde cierran los ojos y ya está, sabes que se acabó. Cuando un animal muere, rara vez cierra los ojos y, en aquel hospital, acompañando a Mika, Hanna se dio cuenta de que, con un ser humano, era exactamente igual. La respiración es tan débil que el pecho no se mueve, muchas veces la persona ni siquiera parpadea y... realmente no sabes si está vivo o muerto. Y aquel era el más intenso terror de Hanna, quien vivía sin despegar sus ojos grises del monitor que marcaba los latidos del joven corazón de su hermano, preparada para correr si es que, de repente, éste sólo dejaba ver una línea recta.

Y eso estaba bien, así no veía la piel blanca de Mika llena de piquetes tras piquetes, desde los bracisto flacos hasta las manitas quebradizas, costras sobre esos piquetes, y cuando el espacio se acaba, comenzaban a picar en otros lados...

¡Y los vómitos! Los vómitos que no paran. Hanna siempre intentaba ayudarlo a incorporarse hasta que él, ese niño tan pequeño, parecía haber terminado de expulsar todo cuanto contenía su estómago... y todavía más, porque las arcadas no paraban ni entonces aún. Y ya luego, cuando parecía haber terminado, cuando se recostaba contra la cabecera de su camilla en el hospital, entonces venía más vómito de algún lugar, a veces blanco, a veces amarillo... a veces sólo espesa y burbujeante saliva.

Y el dolor. Le dolía siempre la panza, la cabeza, ¡cada músculo del cuerpo! Y cuando volvían a casa, cuando el horror pasaba, a su palidez enfermiza constante, permanente, venían dolorosas yagas en los labios, interior de la boca y la garganta, ronchas que aparecían de la nada, diarrea que no paraba...

Quedarse sin pelo era lo menos grave de todo aquello.

El cáncer, la quimioterapia, no era sólo una persona calva.

Era dolor y llanto todo el tiempo; del niño, de las personas que lo aman. La fatiga, el temor constante... la duda de si servirá lo que le hacen y... entonces te dicen que no. Que todo ese sufrimiento, que todo ese esfuerzo, no pareció hacer nada y que tu familiar, tan querido, tiene tantas posibilidades de una muerte próxima, como cuando antes de que ellos hicieran nada. La incredulidad es la primera, sacudiendo la cabeza —¡¿cómo era posible que, todo eso, no hubiese hecho nada?!—, la impotencia continuaba ante la idea, la conciencia, de que no puedes hacer absolutamente nada...

Pero así era: el medicamento no estaba funcionándole a Mika.

Había que pasar a uno más agresivo...

Y aunque ése lo cubría también su seguro, Mika necesitaría cuidados posteriores, y también en casa, que costaban mucho...

//

El primer hijo de Audrey nació un tres de junio, ya por el atardecer. Nació en el convento donde se había criado ella, a pesar de las protestas de Raffaele —quien, al decir verdad, sabía poco del tema, pero sí tenía conocimiento de que un parto debía realizarse en un hospital y no en la clínica de un convento—. Sin embargo, Audrey no creía que hubiese un mejor lugar para ella: la ayudaría el mismo médico que la había atendido durante toda su vida —no había un doctor en quien ella confiara más: las monjas eran excesivamente cuidadosas con el personal que daban acceso al convento y, más aún, si éste tendría trato con sus niños—; y la cuidaría su familia —en especial estaría ahí la madre superiora, a quien veía como a su propia madre y ésta la quería tanto como se puede querer a una hija—.

Tampoco quería enfermeras que tal vez la tratarían con rudeza: las monjas tenían preparación de enfermería. No necesitaba nada más.

Le contó que, muchas mujeres que ella conocía, habían tenido partos muy seguros ahí, incluso las chicas que, siendo niñas, habían sido adoptadas, volvían para parir: realmente ni ella, ni las niñas salidas de aquel sitio, confiaban en nadie más.

Pese a todo, Raffaele hizo acudir a un pediatra y al obstetra que estuvo cuidando del embarazo de su mujer.

Y durante todo el tiempo que tuvo las contracciones, Audrey estuvo tranquila, respirando profundamente para ayudar a su bebé y apretándose contra su marido cuando éstas se volvían especialmente intensas. Su serenidad ayudó a Raffaele, a quien le parecía eterno cada segundo —¡quería que ya llegara su madre! Rebecca sabría qué hacer y él no tenía ni idea, ¡quería a su madre!—, pero al final, cuando llegó hora de que naciera el bebé, cuando faltaban unos pocos segundos para que él tuviera su primer respiro, ella gritó de dolor y Raffaele, a su lado, abrazándola por la espalda y sujetándole una mano, también dejó escapar un grito de terror, había sido cosa de sólo un segundo, sin embargo, un pequeño momento después, Sylvain Petrelli estaba gritando junto a sus padres...

Su piel, aún húmeda, podía apreciarse rosada y, la pelusa que tenía por cabello, era tan rubia que apenas se percibía.

Y Audrey estaba sonriendo, aunque Raffaele se moría de miedo, ¡su bebé se veía tan chiquito! Lo único que él había visto nacer eran perros, lo cuales nacían con pelo y... ése bebé, tan flaquito, lampiño, lucía tan frágil. Sin darse cuenta, lo cubrió inmediatamente con sus manos, donde las de Audrey no cubrían, temeroso de que muriese de frío.

.

Cuando Giovanni, Rebecca y Gabriella llegaron al convento —apenas un rato después del nacimiento—, ya había anochecido y Audrey dormitaba con su bebé entre los brazos, mientras que Raffaele, sentado a su lado sobre una silla, no podía quitarle los ojos de encima —realmente era muy chiquito. Le costaba trabajo creer que había nacido a su tiempo y que ya podía respirar y vivir fuera del vientre su madre—. Casi todas las luces estaban apagadas y los Petrelli entraron, guiados por la hermana Berta, intentado hacer el menor ruido posible en aquella construcción antigua

Raffaele alzó la vista hacia sus padres y Rebecca se encontró con el rostro de un muchacho —un hombre muy joven—, asustado pero feliz.

—¿Cómo estás? —le preguntó ella, en apenas un susurro.

—Míralo —le respondió a cambio él—. Es muy chiquito —transmitió inmediatamente su inquietud.

—Es rubio —notó Gabriella aún en la oscuridad. Todos hablaban bajo.

Giovanni, de pie al lado de su hijo y admirando a su primer nieto —jamás creyó que sería abuelo a los cuarenta y un años—, sonrió; sus caninos limados, diminutos para un varón Petrelli, asomaron antes de acariciarle un hombro a Raffaele y decirle:

—Tenemos un lobo albino.

Y la comparación su hijo, con un cachorro, hizo que el muchacho sonriera ampliamente. Se sentía feliz a pesar de estar exhausto.

Audrey abrió sus ojos azules en aquel instante.

—Hola —la saludó Rebecca, inclinándose hacia ella.

—Hola —respondió ella, pasándose una mano por el rostro, intentado despertarse correctamente.

—¿Cómo te sientes? —siguió Gabriella.

La francesa no supo qué responder. ¿Cómo se sentía? Oh... Atinó sólo a sonreír.

** ** **

El nuevo tratamiento de Mika era tan fuerte que le fisuró las venas y no le permitió comer nada en cinco días, luego de administrarle la primera dosis.

A dos meses de iniciarlo, él era un poco más que un vegetal que parpadeaba...

Pero aquel terrible tratamiento al menos servía.

** ** **

Raffaele Petrelli había sido para Audrey... una locura.

De no haber aparecido en su vida, ella jamás habría pensado que, casarse joven, era una buena idea..., pero él la hacía, literalmente, delirar. Audrey jamás se había distinguido precisamente por ser risueña, no obstante, cuando estaba junto a él, reía hasta no poder más, sentía ganas de bailar, de brincar —¡de brincar sobre él, con los brazos abiertos, y envolverlo con cada extremidad para comérselo a besos!—. Audrey creía que la felicidad no podía provenir de otras personas —que eso dependía exclusivamente de ti mismo y estaba sólo en ti—, sin embargo... él la hacía sentirse feliz. Estar junto a él la hacía llenarse de júbilo, de alegría.

Y él no se sentía muy distinto junto a ella. Quería abrazarla el día entero y sentir su peso —tan ligero— sobre su cuerpo. Para él, no existía nada mejor que estar junto a ella, lo gozaba tanto que ni siquiera creía necesario el sexo, mas, cuando se casaron... Dios, ¡cómo le costaba salir de la cama! No podía quitarle las manos de encima el día entero y, lejos de incomodarla con ese ávido insaciable..., a ella le gustaba.

Se sentía sumamente satisfecha de saber que él gustaba tanto de ella —aunque, algunas veces, debido a los intensos besos, con los que él recorría su piel, ella se veía obligada a llevar casi todo el tiempo pañoletas y chalinas atadas al cuello—. Sin embargo, no fue sorpresa para ninguno las nuevas emociones —las nuevas satisfacciones— que encontraron al acurrucarse en la sala de la casa que les compró Giovanni, como obsequio para Sylvain; a él le gustaba envolverla entre sus brazos mientras ella amamantaba a su bebé y... el mundo a su alrededor desaparecía. Sólo estaban Audrey, él y el bebé de ambos.

Raffaele se sorprendía, en la universidad, ansioso de que las clases terminaran para volver junto a ellos, y aunque al principio Sylvain no hacía más que comer y dormir —y ensuciar pañales—, con las semanas comenzó a mover la cabeza por voluntad propia, a enfocar —con sus bonitos ojos azules— objetos y personas, ¡y luego empezó a sonreír! Comenzó a hacerlo entre su quinta y sexta semana; los millones de fotografías no se hicieron esperar.

Aquella misma semana, Sylvain visitó la casa de sus abuelos, en Italia, por primera vez, y Rebecca organizó —para disgusto de Giovanni— una celebración para presumir a su nieto, con todas sus amistades.

—Entonces, ¿dejaste la universidad? —preguntó Irene Ahmed a la rubia, cuando las amigas de Rebecca le dieron un momento de paz.

Se encontraban en la terraza, alejados de los invitados; para disgusto de Gabriela, Sandro y Uriele estaban pasados de copas.

—No —ella sacudió rápidamente la cabeza, negándolo rotundamente—: sólo es una pausa. Por un tiempo —explicó—. Cuando Sylvain crezca, volveré —aseguró.

Y Raffaele no creía que ella no tuviese la intención de hacerlo..., pero a veces lo dudaba: cuando él nació, las monjas se ofrecieron a cuidar del bebé para que ella continuase estudiando, y aunque a Audrey le pareció una buena idea, al final había rechazado la oferta; sólo a su marido le había contado el motivo: Sylvain tenía una madre y ella quería que su hijo la disfrutara. Y Raffaele lo entendió: aunque las monjas la habían criado con amor, su madre había muerto y la había dejado con sólo nueve años.

—Audrey —Marco, el niño encerrado dentro del cuerpo de un hombre de treinta y tres años, alto y fornido, llamó a la muchacha dando brinquitos en su asiento y, bajito, le preguntó—: ¿puedo abrazarlo? —desde que él había visto, por primera vez, al nieto de su hermano, no paraba de seguirlo.

—¡No! —atajó Raffaele. Ya se lo había dicho tres veces—. Y no lo toques.

Marco torció un gesto de profunda tristeza y sus ojos color chocolate fueron directo al piso de madera, en la terraza.

La muchacha sentía pena por él; sabía que la prohibición de Raffaele tenía como único objetivo la seguridad de su hijo, pero le parecía extremo que no le permitiera ni siquiera tocarlo. "Si dejas que lo toque, luego lo cargará sin permiso. Puede tirarlo", le había explicado, pero ella no lo creía así: en el orfanato, habían tenido a un niño como él, en una ocasión, y sabía que, mientras más prohibiciones tuviera, más querría hacerlo. Alargó una mano y acarició al enorme niño en una mejilla; Marco la miró con tristeza.

—Ve por tus serpientes —le pidió Audrey; ella le había obsequiado un puzzle (diseñados para niños de entre cinco y seis años), que consistía en desenredar serpientes y depositarlas en un contenedor. Marco Petrelli adoraba el juego porque le parecía sumamente divertido y además porque siempre le gana a Audrey, quien le parecía una chica sumamente bonita—. ¿No quieres jugar?

A Marco le cambió la cara inmediatamente.

—¡Sí! —aceptó, y corrió a buscar su juguete.

Para sus adentros, Sandro pensó en que Audrey era una mujer sumamente dulce, atenta y tolerante... tan distinta a Raffaele.

//

—No te quedes a solas con él —ordenó Emma a su hija, cuando salían ya de la maquilera y se dirigían a casa de la vecina que cuidaba de Mika, mientras ellas estaban fuera.

Nuevamente, la niña había ayudado a su madre con su trabajo durante toda la tarde.

—¿Con quién? —preguntó ella.

—Con jefe —le explicó la mujer—. Tampoco hables con él.

—¿Por qué? —se intrigó ella.

—Porque no me gusta cómo te ve —se limitó Emma, apretando los dientes.

Su hija estaba formándose como una señorita ya —una muy hermosa señorita—..., pero seguía siendo sólo una niña de trece años.

—¿Me oíste? —quiso confirmar Emma.

—Sí —respondió Hanna, sintiéndose pequeña e insegura.

** ** **

Con frecuencia, por las mañanas, Raffaele dejaba a Audrey en el convento antes de ir a la universidad y volvía a buscarla luego de clases. Siempre que esto ocurría, Raffaele comía en la cocina del lugar junto a su mujer, la hermanita de ésta —Adelina no había querido mudarse con ellos— y las monjas, quienes, al final del día, siempre lo ponían a trabajar; ya fuera colgar un simple cuadro o bajar —o subir— sillas del ático, pero siempre había pendientes.

—Siempre han dicho que no necesitan hombres para hacer nada, pero creo que les encantaría tener a algunos por aquí —le confesó Audrey un fin de semana, luego de que el muchacho terminara de reacomodar los muebles en una de las habitaciones de los niños, buscando hacer más espacio para literas—. A veces hacen falta reparaciones rápidas y pues no, hasta que venga personal...

Raffaele, sentado a la larga mesa de la cocina, dejó sobre su plato el trozo de carne que estaba llevándose a la boca y se rió.

—Sí, faltan reparaciones y, a algunas de ellas, también una buena cogida —jugó.

Audrey, frente a la estufa, se volvió hacia él con la boca abierta, fingiendo indignación, intentado ocultar la sonrisa.

Raffaele se puso de pie y fue a donde ella; Audrey estaba parada sobre un rectangular banquillo de madera, dispuesto ahí para ayudarla a ver el contenido de cada olla mientras cocinaba, por lo que no le fue muy difícil atraparla, rodearla por la cintura y buscarle los labios.

Ella le dio un pequeño beso y lo empujó con suavidad por los hombros —no le gustaba que la besara de ése modo en el convento, y mucho menos en la cocina de éste, donde podía entrar cualquier persona, en cualquier momento, y sorprenderlos—; Raffaele la sujetó con mayor fuerza por la espalda, con su mano izquierda, mientras que la derecha la utilizaba para asilar por los cabellos, a la altura de la nuca, y obligarla a besarlo.

Alguien sacudió una bolsa plástica cerca de ellos. Audrey bajó inmediatamente la cabeza e intentó darse media vuelta, pero Raffaele no la soltó, sólo aflojó el agarre. La hermana Berta caminó hasta el refrigerador, fingiendo no haber visto nada.

—¿Terminaste la comida, Audrey? —le preguntó, sin mirarla, buscando dentro del congelador.

Raffaele nunca se había quejado de que las monjas continuaran hablando a la muchacha —y mandando— como si ella fuese una niña que aún vivía ahí, en su orfanato: nunca le había dicho nada porque su padre igual lo mandaba a él.

Pese a que Raffaele tenía ya un hijo, él aún no entendía que, aunque pasen los años y sin importar la edad de la persona, un hijo siempre será un hijo.

—Sí —Audrey dejó el banquillo y volvió a ser casi treinta centímetros más baja que su marido.

Raffaele se inclinó y le susurró al oído:

—Ella es un claro ejemplo —siguió con el juego.

Y aunque le causó gracia, Audrey fingió no oírlo: la hermana Berta era la única que parecía ser inmune al encanto de Raffaele —al menos, parcialmente—: la gente, por lo general, caía rendida por él. Era un muchacho adorable y, aunque a veces tenía un humor algo negro, era bien intencionado. Las monjas le tenían cariño y lo recibían gustosas, riéndole siempre los chistes que les hacía, excepto Berta, quien siempre había sido más seria.

Raffaele volvió a terminar su plato —Sylvain estaba dormitando sobre la mesa, seguro en su portabebés— y esta vez fue Audrey quien se inclinó para susurrarle al oído, por la espalda:

—En quince minutos búscame en el ático.

Él guardó silencio y la miró salir de la cocina sin voltear atrás. Su pulso comenzó a acelerarse por la emoción.

.

Transcurridos los quince minutos —y sin dejar pasar ni uno más—, Raffaele Petrelli subió en búsqueda de su mujer y... se encontró con una muchacha rubia, delgada, bajita... preciosa, vestida con hábitos de monja, esperando por él en una esquina de la cama, con las piernas abiertas y acariciándose el interior de los muslos de manera suave, casi casta.

La broma de Raffaele le había puesto a Audrey una idea perversa en la mente... y quería satisfacerla.

—Tenemos que conseguirte un traje de sacerdote —aseguró ella.

//

¡Ah! —Hanna dejó caer la prenda, sobre sus piernas, cuando se pinchó el índice izquierdo con la aguja larga y delgada.

Era la séptima vez en el día que se picoteaba los dedos. No podía acostumbrarse a ésa aguja especial para aquella tela tan delicada —a la que le habían puesto un millón de delgadísimos alfileres para mantener fija y que las puntadas fueran perfectas—.

—¿Estás bien? —le preguntó el jefe de su madre.

Era un hombre joven, de no más de treinta años, alto, de cabellos castaños.

Hanna recordó que no debía hablar con él, así que sólo asintió y bajó la mirada —había nueve o diez mujeres más, en aquella sala—, dispuesta a continuar con su labor, cuando él, de repente, con suavidad, le sujetó la mano que ella había estado lastimándose durante todo el día.

—Sólo fue un piquetito —dijo el hombre, pero le presionó el dedo a la niña y, al obtener una diminuta gota de sangre, se inclinó para llevárselo a la boca.

Inmediatamente, Hanna sacó su mano y, sin darse cuenta, asqueada, aterrada, limpió su dedo de la saliva que había dejado ese hombre. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que todas las mujeres miraban lo que acababa de ocurrir y... ella, con la respiración agitada y el pulso acelerado, no supo qué hacer.

—¡Mami! —gritó Hanna; yendo hacia el área a donde habían enviado a la mujer a cocer..., lejos de la niña. Hacían muchos años que ella había dejado de llamar de aquel modo a su madre, pero, al sentirse tan pequeña y vulnerable, la palabra había salido de sus labios como una súplica.

Ese hombre no había dicho una sola palabra..., pero Hanna sabía sentido todo lo que él pensaba, cuando lamió la yema de su dedo.

Emma frunció el ceño, confundida, cuando la vio correr hacia ella..., pero al ver la angustia en sus ojos, y a su patrón siguiéndola con la mirada, lo entendió; apretó los labios y lo miró de frente.

* * ** ** ** ** * *

Y ahora me tienen triste, chicas.🥺

Continua llegint

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