Ambrosía ©

Door ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... Meer

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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[2.3] Capítulo 37

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Door ValeriaDuval

PROMESSE D'AMORE
(Promesas de amor)

.

El cuarto viernes de junio, faltando sólo un mes para terminar su cuarto semestre de Derecho, Anneliese pensó en el trabajo que le costaba permanecer sentada todas esas horas en su butaca, pues los sus pies se hinchaban tanto que, al final, cuando llegaba a casa y se quitaba el calzado, se quedaba marcada la forma del zapato en la piel.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Angelo, inclinado frente al sofá donde Annie estaba sentada, en su recámara. Le daba pequeños y placenteros apretoncitos a sus pies cansados.

«Liberada» pensó ella, moviendo los dedos de un pie.

—Bien. Pero sólo quiero ducharme y dormir —se soltó los cabellos rubios de la tenaza con que los sujetaba y se puso de pie.

—Te ayudo —él se levantó y, por la espalda, le bajó la cremallera del vestido que ella usaba.

—No, no —se negó ella, sacudiendo la cabeza—, yo sola —pensó en que, si la bañaba él, demorarían tres o cuatro veces más de lo que ella tenía planeado.

Él no insistió y ella se metió bajo la ducha templada por no más de cinco minutos —tiempo suficiente para lavarse los cabellos y el cuerpo; realmente quería dormir—, sin embargo, al cerrar el paso del agua, no le sorprendió que él fuese a buscarla, tendiendo para ella su bata de baño, blanca con orejas de conejo, que apenas alcanzaba a envolverle esa —enorme— pancita.

—Gracias —le dijo ella, con recelo, mientras él le acomodaba la bata sobre los hombros, pues no pudo dejar de notar que él se había quitado la ropa y dejado únicamente bóxers.

Al salir del cuarto de baño, se encontró con las cortinas cerradas y su cama lista, con el edredón corrido, descubriendo las sábanas de seda color hueso, esperándola. Terminó de secarse los cabellos con una toalla y pensó en tirarse en la cama con todo y bata, pero Angelo se la quitó, con suavidad, y no la dejó cubrirse con el edredón tampoco.

—Ay —se quejó ella—, quiero dormir.

—Dame sólo un momento —suplicó él, cogiendo una botellita de cristal que guardaba un líquido color ámbar.

—¿Qué es eso? —le preguntó, viéndolo derramar un poco de ese líquido sobre su mano derecha

—Aceite —se limitó él—, cierra los ojos —él tomó asiento a los pies de la muchacha mientras se frotaba el aceite entre las manos.

—¿Me puedo cubrir? —preguntó ella, al comprender sus intenciones de masajear sus pies—. Siento algo de frío.

—Sí —aceptó él, cogiendo el pie izquierdo.

Anneliese se cubrió de la cintura para arriba y cerró sus ojos, pensando en que intentaría dormirse... hasta que sintió uno de los pulgares del muchacho deslizarse con firmeza a lo largo de la planta del pie. Había sido una sensación entre placentera y cosquilleante, que le hizo saber que no podría dormirse con eso... y, cuando él llegó a la parte carnosa bajo los dedos, y a estos, con una mano, mientras que con la otra daba suaves presiones al talón, ella suspiró y pensó en que eso estaba bien, en que el sueño podía esperar un poco más.

Él se quedó en sus pies —intercalando el tiempo que sus manos estaban en cada uno, o masajeándolos a la vez— el tiempo suficiente para dejarla satisfecha, sin llegar a irritar su piel por el roce, y entonces subió a los tobillos, y de ahí a las pantorrillas, recorriéndolas con firmeza hacia arriba y con suavidad hacia abajo.

Llegó a las rodillas y a las coyunturas traseras de éstas, se detuvo para lubricar sus manos con más aceite y acomodarse, arrodillado, entre los muslos de la muchacha, los cuales comenzó a masajear por el interior y por debajo, provocando que ella abriese más piernas y se descubriera la parte superior del cuerpo; continuaba con los ojos cerrados, sintiéndolo... hasta que sus manos llegaron a una parte más íntima de ella. Abrió sus ojos azules justo a tiempo para verlo llevar sus labios al lugar que acariciaba, suavísimo, antes...

.

Y realmente la había masajeado..., pero al tiempo la recorría a besos y, cuando todo acabó, cómoda, saciada en cada sentido, entre los brazos del muchacho, Anneliese recordó el spa que había visitado con Lorena y sonrió, pensando en que ella no necesitaba ir a ningún sitio como ése, pues tenía al mejor masajista del mundo en su cama.

—Te amo —suspiró ella.

Él la cubrió con el edredón y le depositó un besito en la comisura de sus labios.

—Duerme ya —le susurró al oído.

Pero, efectivamente, Annie estaba ya quedándose dormida.

** ** **

—¿En serio? —preguntó Lorenzo—. Falta muy poco para terminar el semestre.

—Pues... —se limitó Annie, sentada frente a él en la mesa de la cocina, picoteando su desayuno.

—Buenos días —se unió a ellos Lorena, bostezando aún.

—Buen día —respondió únicamente su hermano gemelo.

Annie estaba pensando en lo inusual que era verla de pie a esa hora de la mañana; miró el reloj y notó que apenas pasaban de las seis. Angelo, Lorenzo y ella, se preparaban para ir a la universidad... o para no ir. La rubia estaba pensando en que se sentía demasiado casada ya, en la segunda clase. Un momento atrás, estaba contándole a su primo que, tal vez, ése sería su último día de clases, y que se tomaría luego un semestre para cuidar de su bebé.

—Pues... si crees que es lo mejor —siguió Lorenzo—. Pero, sacar sólo cienes (y más aún, en Derecho Penal) no es cualquier cosa —añadió.

—Ay, tengo cienes porque todo te copio —se rió Annie, modesta.

La realidad era que sí seguía copiándole sus tareas, pero el mérito de obtener notas perfectas, en sus exámenes, era sólo suyo, aunque ella no lo creyese así.

—¿De qué hablan? —se interesó Lorena, sirviéndose algo de cereal.

—Annie quiere dejar la universidad —explicó Lorenzo.

—No la voy a dejar, sólo--

—¿En serio? —se sorprendió Lorena—. ¿Todo tu esfuerzo vas a tirarlo?

—No estoy tirándolo —intentó explicarle Annie que volvería, más tarde..., tal vez.

—Y, ¿cómo le llamas tú a eso? —preguntó la pelirroja—. No deberías hacerlo —aseguró—. Es una lástima.

Por algún motivo, Anneliese se sintió molesta.

—Pues lo llamo hacer lo que me pega la gana —se escuchó decir—. Voy a la universidad si quiero y si no, no. Estoy yendo para aprender, porque quiero saber, no porque quiera un título o porque alguien haya dicho que eso es lo que se tiene que hacer con la vida, y puedo aprender desde mi casa, si así lo quiero —dijo, frunciendo el ceño, luego se puso de pie y salió de la cocina.

En la puerta, se cruzó con Angelo —él entraba y ella salía—, pero no le dijo nada.

—¿Qué fue lo que dije? —preguntó Lorena, con sus ojos verdes muy abiertos.

—Las hormonas —bromeó Lorenzo, pero luego lo pensó mejor—: O tal vez es lo que se dice a sí misma.

Angelo no estuvo de acuerdo con ninguna de las dos opciones. «Es que no le gusta que le digan qué hacer» explicó, en su mente, sin compartir su opinión, lastimoso..., recordando cuántos problemas les había ocasionado eso, años atrás, cuando aún eran un par de adolescentes con una relación demasiado seria y enormes problemas.

Sencillamente, a ella no le gustaba que la mandaran, que le dijeran el qué hacer y, amaba tanto su libertad y su derecho a decidir que, luego de todo lo que había pasado, se ponía fácilmente a la defensiva ante cualquier amenaza.

Angelo pensaba en ese momento que, si él hubiese tenido conciencia de eso, años atrás, si hubiese estado más atento a la mujer en la que Anneliese se estaba convirtiendo —y no verla siempre como a su pequeña hermanita que siempre estuvo pegada a él, dándole la razón siempre—, las cosas hubiesen resultado distintas porque, entonces, él la habría tratado y hablado con ella de diferente manera.

Un ejemplo muy claro..., era la falsa alama de embarazo que habían tenido a los dieciséis: de haber tenido un poco más de experiencia, de haber estado más atento, ¡nunca le habría dicho lo que ella tenía qué hacer! Lo habría tratado de diferente manera, pero sólo tenía dieciséis y nulo de conocimiento sobre otras cosas..., como las señales de la tocofobia que había sufrido su hermana; si tan sólo hubiesen tenido más experiencia, habría notado que, todo lo que había salido de la boca de ella, era el miedo irracional al embarazo.

Pero era un adolescente, igual que ella; ya en el hospital, había tenido oportunidad de tratar con pacientes que sufrían del mismo padecimiento... y le parecía escuchar a Annie en cada una de ellas —el miedo a los cambios en su cuerpo, ¡el miedo de que el bebé les dañara por dentro!—, haciéndolo sentir no sólo culpable, sino también enojado..., y muy triste: ella había tenido que superar el temor al embarazo sola, en un lugar que no conocía y rodeada de personas ajenas, peor aún, había parido sola... y luego su hijo había muerto entre sus brazos.

Pero lo había superado y había querido tanto a su hijo, que se había quedado ansiándolo. Y pese al temor, a las dudas..., estaban disfrutando profundamente éste embarazo.

Y, lo más importante ahí, era que no había que imponerle nada a Annie.

—Sí, deben ser las hormonas —suspiró Lorena—. Bueno. Nos vemos en la tarde —tomó una botella de agua del frigorífico.

—¿A dónde vas tan temprano? —se interesó Lorenzo.

—No sé —mintió la muchacha.

Aquella mañana, Lorena Petrelli se reuniría con sus tíos, Raffaele y Hanna, para el desayuno.

** ** **

Desde la cocina, Anneliese escuchó que Raimondo, Jessica, y Lorenzo, en la terraza, comentaban algo sobre el laboratorio en el cual Angelo Petrelli era socio con 21% de las acciones —era—, y ya que ella tenía dudas al respecto, se quedó en su lugar, sin interrumpir, aguzando el oído: al parecer, aquel último martes de junio, Angelo tenía ya el 93% de las acciones; el otro 7% eran de Raimondo.

—Pobres —se rió Jessica—. Ellos querían recuperar su compañía y Angelo se las quita.

—No se las quitó —Raimondo defendió a su amigo, aunque se reía.

—Claro que no —aseguró Lorenzo, mirando a Jessica—. ¿Qué te pasa? Él sólo hizo que dejaran de comprarles en farmacias y hospitales, por lo que se quedaron con toda la capital invertida en mercancía que pues, como decía, nadie quería comprar.

»No fue su culpa que las deudas se acumularan y tuvieran que declararse en quiebra.

Raimondo se rió de nuevo:

—Para empezar —comenzó—: todos esos clientes que tenían, los consiguieron gracias a nosotros. ¿Sabes el trabajo que me costó convencer a mi abuelo de que sus abogados y contadores cancelaran contratos con otros laboratorios, y comenzaran a usar nuestros fármacos? No es un juego.

»Además, las farmacias que comenzaron a comprar y ofrecer nuestros productos, lo hicieron únicamente por el prestigio que ganó el laboratorio al ser proveedores de hospitales reconocidos. Angelo sólo les cerró las puertas que les abrió antes, y compró con el valor aproximado que tenían cuatro años atrás.

Jessica lo meditó por un momento y torció un gesto.

—Entonces, básicamente, ¿Angelo compró una empresa en bancarrota?

—Sí. No —Raimondo torció un gesto—. Mira, al comprar el resto de acciones, va con todo lo que eso implica (cuentas activas y pasivas, etc.), pero el dinero no va al bolsillo de ningún socio, se pagan deudas y... ahora es un nuevo laboratorio. Nuevo nombre, los clientes están de regreso y el próximo mes comienza a producir.

—Ay, no entendí nada —se rió Jessica—. Pero mi papá está contento por él —le dio un pequeño codazo a Lorenzo—. ¿Sabes que antes de los restaurantes teníamos laboratorios farmacéuticos?

—Sí —se rió Lorenzo—. ¿Por qué crees que comenzamos a vender comida para vivir? Nos quedamos sin dinero. Seis generaciones atrás, nos aplicaron algo muy similar a lo que hizo Angelo a estos pobres tipos.

Anneliese se relamió los labios, incapaz de decidir en qué centrarse... ¿Angelo había hecho qué? Además, notó que, a pesar de haber transcurrido seis generaciones, continuaban hablando del tema como recién les hubiese sucedido. A ellos. Daba igual... ¿Angelo había hecho qué?

Esa misma noche, mirándolo en bóxers, arreglando el edredón para que pudieran dormir, ella no pudo más y le preguntó, mientras se acostaban:

—¿Por qué no me dijiste que estabas haciendo quebrar a una empresa?

Angelo frunció el ceño ligeramente, pero no respondió a su pregunta; en su lugar, dijo:

—No era importante.

—¿Ah, no? Pregúntaselo a quienes quitaste el laboratorio —se rió ella.

—No fue así —se rió él.

Ambos se metieron a la cama.

—¿No? —preguntó ella, con sinceridad.

—Ellos empezaron —se justificó él, acercándola a su cuerpo; Anneliese se dio media vuelta para que él pudiera abrazarla, pues su enorme vientre, que albergaba a un bebé con treinta y tres semanas de gestación, les impedía estar tan cerca como ellos querían—. Estaban tomando decisiones incorrectas con la intención de que Raimondo y yo vendiésemos nuestras acciones.

»¿Realmente estás molesta porque no te lo dije?

Ella lo meditó.

—No —confesó, finalmente. Ella tampoco le contaba cada movimiento en su fundación—. Pero si estás haciendo quebrar a una empresa, tienes que decírmelo —jugó.

—Hecho —se rió él—. La próxima vez, te lo contaré —la acercó aún más a su cuerpo y le besó la cabeza rubia, mientras le acariciaba con cuidado el vientre desnudo; ella seguía durmiendo en ropa interior.

Anneliese suspiró y posó una mano sobre la de su hermano.

—Casi no se mueve —cambió de tema, en un susurro—. Abraham se movía mucho más. Se movía el día entero.

La mano de Angelo se quedó quieta.

—No todos se mueven igual —explicó él—. Hace poco estuve presente durante la revisión de una mujer que tenía veintisiete semanas de embarazo, y no lo sabía.

—¿Veintisiete? —se sorprendió Anneliese, incorporándose y volviéndose hacia su hermano—. Como... ¿siete meses? ¡¿Cómo no lo sabía?!

—Realmente no lo sabía. Estaba ahí porque estaba preocupada por su amenorrea.

—Eso es que no menstruaba, ¿no?

—Así es.

—Y, ¿eso no le dio alguna señal? ¿No veía que estaba más gorda? —se rió Annie.

—Era una mujer corpulenta —aseguró el muchacho, apartándole del rostro los mechones rubios—; aseguraba que no había aumentado tallas. Pero, a lo que quería llegar con esto, es que ella no sintió jamás movimiento fetal.

»Algunas mujeres no sienten nada durante todo su embarazo.

Annie se recostó y se volvió una vez más y Angelo la abrazó, colocando una vez más la mano sobre el vientre; justo en ese momento, como si el bebé hubiese escuchado de lo que hablaban, rozó la mano de su padre con un movimiento lento, pero enérgico, que logró mirarse con claridad a través de la piel.

—Ahí está —sonrió Angelo—. Dice que aún no nace y ya estás quejándote de él y comparándolo con su hermano.

Annie le rió el chiste, a pesar de que sentía que el bebé estaba clavándose en una costilla.

—¿Sabes? Cuando esperaba a Abraham, cuando él no se movía, yo lo molestaba y él me respondía.

Angelo se dio cuenta de que era la primera vez que ella hablaba de su hijo con una sonrisa.

—¿Lo molestabas? ¿Cómo era eso?

—Le daba toquecitos por un costado —se rió—. Y él me respondía... Éste no lo hace, por más que lo intento —añadió, con voz más baja.

Angelo no supo qué responder a eso. Suspiró y la besó una vez más. Annie no tardó en quedarse dormida.

.

Anneliese comenzó a arreglar la valija que llevaría al hospital a pesar de que estaba segura de haberlo hecho antes. Llevaba varios cambios de ropa para su bebé, su mameluco con orejas de conejo y... ¿dónde estaba ése otro de pato? No podía encontrarlo por ningún lado. Tal vez ya lo tenía en la valija.

Sacó las cosas que ya había guardado; un cobertor, dos sabanitas grandes y cuatro pequeñas y... ¿juguetes? ¿Por qué había guardado juguetes? Cuadros de madera con letras de colores en cada cara, legos, un conejo... ¿qué pasaba con ella? ¡Un recién nacido no necesitaba eso! Suspiró y, algo frustrada por no encontrar su mameluco de pato, lanzó los juguetes al otro lado de la cama; estos cayeron cerca de la ventana y ella se volvió para buscar la ropa entre las bolsas que contenían muchas de las compras que había hecho para su bebé. Bolsas que estaba segura de que ya había tirado.

Pero no, no encontró su mameluco ahí, se dio media vuelta de nuevo, frente a su valija y... fue ahí donde lo vio. O al menos su cabeza, sobresaliendo del otro lado de la cama.

La verdad es que al principio tuvo miedo, ¿cómo no temerle a la coronita de una cabeza, de cabellos negros, que asoma repentinamente en una habitación donde sabes que estás tú sola?... pero entonces, esos suaves cabellos oscuros, ligeramente ondulados, esos cabellos tan parecidos a los de Angelo, cuando niño, la hicieron dudar...

Pudo escuchar el sonido de los cubos de madera siendo apilados, y ella dio un paso atrás.

—¿Angelo? —tanteó, comenzando a caminar lentamente, para poder rodear la cama.

La personita, al otro lado de la cama, asomó ligeramente y, aunque se ocultó de nuevo, rápido, la muchacha logró reconocer que ése no era Angelo...

El niño se reía de manera suave.

Annie llegó al otro lado de la cama y, teniéndolo ahí, frente a ella, el niño paró de reír y sonrió, poniéndose de pie...

Era un niño de aproximadamente cuatro años —a lo mucho, cinco—, tenía cabellos oscuros, piel clara y... los ojos más bonitos que Anneliese había visto: grises al centro, volviéndose azules, en astas, al final del iris.

—¿Abraham? —susurró.

Por algún motivo, no se sentía sorprendida.

El niño volvió a sonreír.

—Hola, mami —le dijo.

.

—Tranquila —susurró Angelo a su hermana, quien aún dormía; no le sorprendía que tuviese un mal sueño, con lo que le había contado justo antes de dormir—. Aquí estoy, mi amor.

En sueños, Anneliese sollozó una vez más.

—Es sólo un sueño —continuó él, intentado calmarla.

Annie inhaló aire por su boca, de manera entrecortada y... entonces Angelo se dio cuenta de que ella no sólo estaba llorando, sino que también sonreía. Estaba teniendo un sueño que la hacía llorar de felicidad.

Intentó dejarla lentamente y, justamente eso, sentir que él se separaba de ella, la despertó.

—Dios —gimió ella, abriendo sus ojos.

En la oscuridad, Angelo la vio estrujar la sábana con una mano, al tomar conciencia de que, lo que fuera que había vivido un rato atrás, sólo había sido un sueño.

—¿Estás bien? —la llamó.

Anneliese se incorporó, llorando y sonriendo, asintiendo, mirando al retrato de su hijo.

—Dame su foto —suplicó, encendido la lámpara junto a su mesilla de noche.

—Dime qué pasa —le suplicó.

Ella sacudió la cabeza suavemente, con los ojos cerrados, pero no respondiéndole, no, rechazando su anterior petición: no quería el retrato, no... quería quedarse con la imagen de su carita, de la carita más dulce que había visto en sueños, grabada en la mente.

Angelo aguardó, en silencio, con una mano sobre el hombro de la muchacha, respetando su espacio, dándole tiempo de procesar lo que fuera que ella tenía en mente, pero siempre ahí, a su lado.

—Dios mío —susurró finalmente ella, limpiándose las lágrimas de la mejilla izquierda. Miró entonces a su hermano, a los ojos grises (esos ojos tan bonitos que le había regalado a su hijo) y le sonrió—. Vas a decir que estoy loca.

—Nunca —juró él, con calma, mirándola con atención. Le limpió las lágrimas, sujetándola con ambas manos por las mejillas, como había hecho años atrás, en la cocina de la casa donde habían crecido, y la besó con cuidado—. Jamás pensaría eso.

Ella sonrió, sintiendo su amor.

—Vino a verme —le confesó; no intentaba controlar el llanto, ya no lloraba, aunque quedaran rastros—. Vino a verme —repitió, llena de felicidad. Angelo no preguntó quién—. Y me besó —se tocó la mejilla izquierda con las yemas de sus dedos.

El muchacho sonrió con suavidad, la acercó a él por la nuca y besó su frente. Ella lo alejó para poder verlo a los ojos.

—Ya sé que suena muy fantasioso, y tonto, si tú lo quieres...

—No —susurró él.

Ella no pareció escucharlo.

—... pero era él, Angelo. Te lo juro. Pude sentirlo. Era él.

Angelo asintió.

—¿Quieres contarme? —le preguntó, tomando una posición más cómoda.

—¡Sí! —asintió ella, pero no le dijo nada. En su lugar, le preguntó—: ¿Crees en la reencarnación? —y ella lo preguntó de manera retórica.

No lo preguntó sin esperar respuesta porque no la quisiera verdaderamente, sino porque él nunca, jamás, en los veintiún años que llevaban juntos, respondía a esas preguntas.

Si ella preguntaba si él creía en Dios, él respondía, luego de pensarlo un segundo: «Hm. ¿Tú qué opinas?». La escuchaba, le ponía mucha atención y, algunas veces, incluso añadía algo a las oraciones de Annie —siempre preguntándole si era lo que ella quería decir, no como opinión suya—, pero nunca compartía esa clase de pensamientos... Fue por eso que ella se impresionó tanto cuando él, luego de un momento en el que recorrió atentamente su rostro con la mirada, le dijo:

—Creo que hay más cosas de las que podemos ver, o de cuya existencia conocemos —comenzó—. No sé si existe algo como eso —confesó, sacudiendo ligeramente la cabeza—, pero, si es así, si eso ocurre, por favor, quédate siempre a mi lado —le suplicó, sintiendo, de repente, terror de que, en algún momento, de alguna forma... pudiera quedarse sin ella.

Annie sonrió y lo abrazó tan fuerte como pudo, sintiendo que el aire escapaba de sus pulmones al sonreír.

—Va a volver —le dijo, sin especificar quién—. Volverá a nosotros.

Angelo se separó de ella un poco.

—¿Es él? —le preguntó, tocando su vientre.

La muchacha no sabía si él sólo estaba siendo benevolente o incluso siguiéndole la ilusión, pero daba igual... ella sabía que era verdad.

—¡No! —aseguró, sacudiendo la cabeza, meneando sus rizos rubios, revueltos—. ¡Pero va a volver! Lo hará.

** ** **

Anneliese pidió permiso, en la universidad, la segunda semana de julio; decidió pasar en casa sus últimos días, disfrutando de ellos.

Angelo quería quedarse junto a ella, pero Annie no lo permitió —quería que aprovechara tanto como él pudiera, a su lado, pero hasta que naciera el bebé de ambos—. Se sentía algo pesada al caminar y se cansaba con facilidad —de Abraham apenas sentía malestares— aun así, dejaba lo que estuviese haciendo, una hora antes de la llegada de Angelo, y bajaba para prepararle algo que pudiera comer cuando llegara. Él le había pedido que no lo hiciera, que no se casara más, pero a ella le gustaba consentirlo tanto como él hacía con ella.

Fue así como, cruzando el recibidor, cruzando la sala principal y llegando a la sala estar, a esa sala donde solía reunirse la familia por las noches y a donde no llegaban los invitados, los encontró.

Alberto, el guardaespaldas de Giovanni, que había vuelto a su antiguo empleo un par de meses atrás, hacía compañía a Raffaele Petrelli, quien aguardaba sentado en un sofá, con la mirada baja.

Al verlo, Anneliese inhaló con fuerza, dando un paso hacia atrás, torpe por el susto, por la impresión...

Lorenzo apenas logró cogerla por detrás, impidiendo que llegara al suelo.

* * ** ** ** ** * *

Muchas gracias por la lectura, hermosas conejitas y conejitos de mi corazón. 💖

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