PUGNI DELLA TERRA
(Puños de tierra)
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Raffaele Petrelli no sabía lo que ocurría cuando lo llamaron. Matteo y él habían salido rápido del departamento, cuando llamaron del convento y, al llegar, mientras caminaban apresurados hacia la enfermería... se habían quedado quietos ambos, con sus pies clavados al suelo de mármol, mirando a la monja que les informaba del deceso.
Raffaele había mirado en dirección a la enfermería y, sin darse cuenta, con los labios ligeramente abiertos, dado un paso atrás.
—Vamos —lo apremió Matteo.
Y el hombre clavó sus ojos color chocolate en él, como si no entendiese lo que había dicho.
—Vamos —siguió el muchacho.
... y Raffaele sacudió la cabeza, sintiéndose lleno de pánico.
Matt apretó los labios y apuró el paso, sin embargo, mientras más se acercaba y escuchaba el llanto de su hermana, menos capaz se sintió de mirarla a los ojos. Ella estaba ahí porque él no la había ayudado, porque él —creyendo que eso era lo mejor para ella— había cooperado en encerrarla. Se había detenido, dejando escapar el aliento. No... no era a él a quien necesitaba (sintió que sería una burla pararse frente a ella)... Annie necesitaba a Angelo y a nadie más.
Se dio media vuelta y corrió buscando a su padre, pero él ya no estaba donde lo había dejado.
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En un acto que algunos calificarían de negligencia y crueldad, y algunos otros de piedad, habían dejado a Anneliese Petrelli, con su hijo muerto entre los brazos, durante todo un día y una noche.
En momento, Annie creía verlo arrugar los párpados, como si hubiese movimiento ocular debajo, pero sabía que era sólo su imaginación... Su fuerte deseo.
A la mañana siguiente, cuando el sol comenzaba a brillar de nuevo, la hermana Adelina la buscó, en su cama —ella tenía los párpados enrojecidos e hinchados, al igual que sus ojos... Aunque no tanto como los de Annie, que seguían húmedos en lágrimas, las cuales iban y venían de acuerdo a la ferocidad de sus pensamientos. Los pensamientos intrusivos habían vueltos, inhumanos, brutales...—.
—¡Lárgate! —le gritó Annie, con los dientes apretados.
Las culpaba. A ellas y a todos los que habían cooperado en encerrarla en ese maldito claustro..., pero especialmente a ellas, quienes le negaron ir a un hospital donde, probablemente, su bebé seguiría con vida. Quería golpearlas, una y otra vez en sus malditas caras pálidas, quería ver más sangre, pero esta vez de ellas, quería romperles la nariz, los dientes, y arrancarles las gargantas con sus propias uñas.
—¡Déjame! —gritó de nuevo, cuando la monja cometió la estupidez de tocarle un tobillo.
La hermana Adelina contuvo las lágrimas chupándose los labios.
—Es hora —le dijo.
¿Hora? ¿Hora de qué?
La monja arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza, como si no encontrara palabras para explicarlo y, cuando volvió a hablar, lo único que salió de su boca, fue:
—Van a comenzar a suceder cosas que... —se detuvo una vez más y gimió—. ¡Quédate con un recuerdo bonito de él, Annie! —le suplicó.
... y ella comprendió.
Abraham había pasado del rigor a la movilidad nuevamente y... su piel ya había cambiado de tono.
Soltó un gimoteo largo, débil, y no hizo nada más que abrazar con fuerza a su bebé y ocultar el rostro entre sus sábanas.
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A Anneliese le había tomado horas aceptarlo y más aún decidirse a hacerlo. Lo hizo cuando la hermana Berta le dijo que, de no sepultarlo ese día, el Estado tendría que llevárselo... Era mejor tenerlo en el cementerio del claustro, donde habían sólo monjas —y, lo más importante, ella podría tenerlo cerca—, a que vinieran hombres a llevárselo.
Annie se sentía irreal en cada paso, flotando; estaba descalza y su bata blanca estaba llena de sangre... Sangre de su hijo y también de ella; las lágrimas le habían lavado el rostro, pero sus bucles dorados estaban enmarañados y lucían trozos de carmín seco, que se volvía ya marrón.
Detrás de ella, como si la resguardaran, caminaban cuatro monjas y un hombre que ella jamás había visto; suponía que era el testigo del Estado, dando fe de que se dispondría del... cuerpo, como era reglamentado, pero Annie se sintió llena de pánico cuando vio la pequeña caja blanca, con el que otras monjas esperaban por ella... por Abraham, y más aún, cuando logró ver la profundidad del pozo, a los pies de un árbol.
—No —se escuchó decir, agitando la cabeza y dando un paso atrás.
No quería una caja —¡no quería sepultarlo!—, tal vez, en ella se encerrarían... los gases, y le impedirían abrirla cuando ella lo deseara.
—No, ¡sin caja! —exigió.
Las monjas miraron al hombre joven, que vestía un traje oscuro. Él asintió.
—¡Y está muy profundo! —siguió ella, aterrada—. ¡Es muy profundo! —tan lejos..., tan hondo, ella no podría alcanzarlo jamás.
—Creo que... podemos disponer de un metro más —concedió el hombre, piadoso.
Y Anneliese, saliendo del trance en el que había estado —en momentos, parecía ida—, lo sintió como un escupitajo en la cara, como una bofetada, como una violación a su cuerpo y alma...: él estaba obligándola a dejar a su hijo, a dejar su pequeño cuerpo bajo la tierra, ¿y tenía cara para opinar aún qué tan profundo debía enterrarlo?
El hombre asintió apenas, incómodo y pidiéndoles que procedieran a rellenar más el pozo.
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Cuando el sacerdote presente hizo el intento de bautizar a su hijo, Anneliese se retiró de él como si intentara robárselo. No quería bautizarlo. No quería mojar su cabeza y fingir que ahora él tenía un trato con un Dios que... no había cuidado de él, de una personita que recién llegaba a este mundo y no había dañado a nadie —en cambio, sí protegía y cuidaba de un montón de monstruos crueles y asquerosos, y los dejaba libres por la vida—, no quería hacerlo.
Caminando hacia atrás, chocó contra una monja —o tal vez ella se interpuso en su camino, creyendo que ella huiría con Abraham—, que la sujetó delicadamente por los hombros y, con voz suave, le susurró:
—Deja que lo bauticen. Por favor —y su súplica había sido tan real, tan interesada por su bebé que... Annie no lo sintió una invasivo.
Sin embargo, no fue por ella que aceptó. No fue por la súplica de la monja, ni siquiera por ella misma: lo hizo por Abraham. Sería él quien estaría bajo tierra... solito... rodeado de demonios asquerosos que estarían ansiosos de su alma pura, desprotegida.
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Annie no dejó que nadie pusiera un solo grano de tierra sobre Abraham. Lo había hecho ella sola —enloqueciendo en cada puñado, llorando, gritando en ratos, y luchando contra ella misma, ¡no quería hacerlo, por Dios, no quería, pero si no lo hacía, ellos se lo llevarían!—, lo había hecho con sus manos desnudas, comenzando por los pies.
Mientras las mujeres rezaban, ella le había cubierto la carita con su sábana, para que la tierra no entrara a su nariz..., para que la tierra no llegara a sus pulmones y lo infectara —sus defensas aún no eran fuertes—.
Una parte de ella sabía que eso no sucedería jamás porque... no había forma de que él respirara la tierra... porque ya no respiraba, porque ya jamás lo haría. Sabía que no había nada que pudiera infectarse... porque ya sólo se descompondría.
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De tanto en tanto, entre sus oraciones llorosas —hipócritas—, Anneliese las veía dejar caer pétalos de rosas blancas mientras ella rellenaba el pozo puñado a puñado..., pero, cuando éste estuvo lleno —de tierra suave: ella se había asegurado de no apretar en ningún sitio, para que el peso no rompiera los huesos de su hijo—... no pudo más. No pudo poner un último puño de tierra. No quiso concluir esa barrera infernal entre ellos. Dejó caer la tierra en otro sitio... Mientras la barrera no estuviese terminada, ella podría destruirla aún, cuando lo quisiera.
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El hombre se marchó luego de un rato —el muy desgraciado, luego de obligarla a separarse de su nene—, y algunas monjas también, pero Annie se quedó aun cuando el sol se ocultó y el viento helado anunció lluvia. Annie no lo notó; ella seguía ahí, arrodillada frente a la que sería la morada eterna de su bebé, ajena al mundo, al clima, a la vida, movimiento sus dedos heridos sobre la tierra, resistiendo los deseos inconscientes de cavar, como un animal, y recuperar a su hijo.
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La hermana Adelina no se atrevió a llamarla, pero tampoco a alejarse de ella. Se quedó ahí, parada a su lado, a unos pocos y respetuosos pasos, detrás de ella.
El resto de las monjas comenzaron a retirarse luego de terminar con sus rosarios, y Anneliese también cambió de posición; ella se hizo un ovillo contra el árbol, sin despegar sus ojos azules de la tierra oscura —se había ido nuevamente, lo sabía la monja. La mente de Annie, de nuevo, no estaba ahí—.
Las nubes grises lucían enormes y abultadas en el cielo oscuro; un rayo generó luz, pero no hubo trueno. La monja imploró que no lloviera, pues sabía que no podría arrancar a Sarah del lado de su hijo, aunque diluviara. Buscó un árbol espeso que le sirviera como refugio y se quedó ahí, en el cementerio, junto a la madre sin hijo.
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