Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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[2] Capítulo 14

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By ValeriaDuval

CAMPANE
(Campanas)

.

Annie remojó las olivas del estetoscopio en el agua del sanitario, luego las agitó ligeramente, retirando el exceso delatador del agua, antes de salir del cuarto de baño, en la enfermería, y dejarlos de manera discreta.

Nadie notó que había tomado prestada la herramienta del médico y ella salió del lugar sonriendo, sintiendo una infantil satisfacción. No sabía si el aparato se arruinaría, pero disfrutaría viéndolo meterse las olivas a las orejas la próxima vez que la visitara. Claro, si había una próxima vez porque era el segundo día que él le cancelaba. Odiaba que la dejara esperando. Algunas veces Annie creía que él llegaba tarde —o, sencillamente, no acudía a sus citas programadas— por las muchas veces que ella lo había hecho acudir los fines de semana, pero si ella creía que algo en su embarazo no iba como se suponía que debía ir, lo seguiría llamando.

... Aunque se sintiese humillada, relegada, aunque sintiese que él la trataba como si fuese una simple hipocondriaca.

A veces, con ganas de llorar, sintiéndose pequeña y frustrada, Annie pensaba en que, si Angelo estuviese con ahí, ese médico no llegaría tarde cuando ella expresara malestar, y mucho menos se atrevería a faltar. Pero Angelo no estaba ahí. Estaba sola...

—¿Estamos contentas? —le preguntó Claudy, evitando chocar contra ella al doblar en el pasillo, y golpear a su bebé, quien tenía ya dos semanas.

Annie sacudió la cabeza.

—Un poco —sonrió de nuevo—. ¿Ibas a ver a doctor? No vino. De nuevo.

—No, quería tomar el sol en aquel jardín —señaló con la barbilla hacia la enfermería, detrás de la cual estaba el jardín más bello de todo el convento—. ¿Vamos?

—Sí —aceptó ella, caminando al lado de su compañera.

—¿Ya te dijo el doctor qué será? —le preguntó Claudy, mientras tomaban asiento en la hierba, donde daban directos los rayos matutinos, del sol.

—No —se quejó Annie, llevándose una mano al vientre—. No quiere decirme qué es: se cubre con las piernitas en cada eco.

—Quiere darte una sorpresa —difirió la otra, recostando sobre una manta a su hijo.

Contemplando al bebé, Annie se presionó suavemente el vientre abultado con la yema de tres dedos; estaba por cumplir treinta y cuatro semanas y, exactamente en seis días, sería Navidad —el convento estaba repleto de brillantes decoraciones rojas, verdes, blancas y doradas, y Annie se dio cuenta de que las odiaba, lo cual era curioso porque, cada año, esperaba a que las tiendas departamentales comenzaran a exhibir adornos navideños, y aunque ella sólo compraba algún conejo con gorro de Santa Claus para acomodarlo en la sala de estar o en el comedor (su casa jamás se decoraba con motivos navideños, aunque eso no era debido a que su madre fuera judía, sino a que los demás habitantes de su hogar eran demasiado vagos para arreglar nada), le encantaba ir a casa de su tía Irene y ayudar a poner el árbol, o a la de sus abuelos, y disfrutaba del ambiente en general, pero... ahí detestaba cada colgante y cada reflejo. Sería, tal vez, porque Santa Claus no estaba por ningún lado, o la Befana, y sólo tenían, al final de cada pasillo largo y frío, a la Sagrada Familia..., o sería, quizá, porque estaba lejos de su casa, de su familia, de Angelo... y porque tenía diecisiete años, estaba embarazada, sola, incomunicada...—.

—¿Qué haces? —le preguntó la muchacha.

La rubia se sintió sorprendida; la otra la había descubierto picoteándose un costado.

—Cuando no se mueve durante un rato, lo molesto un poco y me patea —se rió.

—Oh —Claudy torció un puchero lleno de ternura—. Se comunican.

Annie se quedó mirándola. Hasta ese momento, no había pensado en ello; no le había puesto nombre: para ella, era una simple medida de seguridad. Era un «Hey! ¿Estás bien?», no lo había visto realmente como un llamado y una respuesta. Sonrió.

Se pasó una mano por toda su pancita redonda, de manera suave, cariñosa... En realidad, hacían pocas semanas que Annie sentía verdadero amor por ese niño. Desde que supo de su embarazo, había estado pasando por varias etapas. Lo primero, había sido ser completamente consciente de que estaba embarazada —había llegado a dudarlo los primeros días—, luego reparar en que era un bebé... y, en ese momento, ya no era sólo un bebé... era un niño. Su niño. Uno que haría soniditos, como el de Claudy, y se chuparía las manos cuando tuviese hambre.

—¿Tu novio tiene los ojos verdes? —preguntó Annie, mirando al bebé entrecerrar los suyos.

—Fulano —la corrigió Claudy—. El Fulano.

—El Fulano —se rió Annie.

—No —la muchacha frunció el ceño—. Los tiene marrones. Y aunque creo que aún le va a cambiar el color de los ojos a mi bebé, me parece que no sacó nada de él —se rió.

Annie torció un gesto.

—¿Qué? —le preguntó Claudy.

—Yo sí quiero que se parezca a su papá —se escuchó confesar.

—Uy —Claudy cobijó a su bebé mientras sonreía—. Entonces, ¿hablamos de alguien guapo?

La rubia se limitó a sonreír; le gustaba un poco estar con ella: la actitud relajada de la muchacha casi se le contagiaba.

—Quiero que al menos tenga sus ojos —le contó—. Nunca he visto unos ojos tan bonitos, como los de él: son grises.

—¿Grises?

—Sí.

—Ojalá que sí los tenga grises. Quisiera verlos.

»Por cierto, ¿ya tienes nombres pensados? Te puedo donar un montón que Didiane y yo pensamos.

—Ya los tengo.

—¿Cuáles son?

—Si es niño, le llamaré Abraham —asintió—; es el nombre hebreo de su papá —se acarició el vientre— su familia materna es judía —explicó, teniendo cuidado de decir «su», y no «mi», o «nuestra».

—Oh. ¿Y si es niña?

—Mhn... ¿Angela? —se mordió un labio, pensándolo.

—Mm —Claudy torció un gesto, fingiendo pensar—. Déjame adivinar: ¿él se llama Angelo?

—No —mintió Annie, pero luego sonrió—. Soy transparente —se declaró.

Nooo—soltó Claudy, con exagerada convicción.

Ambas se rieron.

.

Anneliese se negó a participar en el festejo de Noche Buena.

En su lugar, deprimida, siendo la primera Navidad que estaría lejos de su familia —había pasado ya una sin Angelo, cuando él estuvo en Londres, pero al menos tenía a los demás—, se quedó en su recámara. Para que dejaran de insistirle, había dicho que se cansaba con facilidad y sus pies se inflamaban, y aunque intentó no llorar, terminó con la cara oculta en su almohada, ahogando los sollozos, mordiéndose los labios para frenar las lágrimas.

Se sentía abandonada, indeseada. Extrañaba tanto a Angelo que pensaba en que, si le pidieran media vida —o sus dos piernas— a cambio de poder verlo sólo treinta segundos —o vente, ¡incluso diez!—, y poder abrazarlo una sola vez, ella lo aceptaría.

Recordaba su Noche Buena anterior; habían estado en Alemania... escuchando cómo es que ella se parecía a alguien que... no le importa en absoluto: ella tenía una familia y quería estar con ellos; con Jessica, con Lorena, con todos los demás... Pero estaba sola, como un bicho asqueroso.

En ese momento, el bebé se agitó de manera tan intensa en su vientre, que le causó dolor en las costillas, y Annie se acordó, sin saber exactamente por qué, las agresiones de las que era víctima, en casa, cada vez que mencionaba su adopción; sonrió, entre lágrimas, recordando la manera en que todos le habían lanzado cosas en el cumpleaños de su abuela, cuando lo mencionó..., y pensó en que su bebé estaba haciendo algo similar. Sus movimientos fueron como un par de patadas, que decían «Hey! ¡¿Y qué soy yo?!»... y se rió, aunque no pudo dejar de llorar: tenía ahí a su familia. Ése bebé era parte de ella y, en algunas semanas, podría ver a Angelo —o al menos tener noticias de él—.

Angelo y ese bebé eran su familia y... apretó los dientes y gruño, sintiéndose débil, patética, sintiendo lástima por su hijo: todo lo que él tenía, era a ella..., y ella no era demasiado.

Sintió que una mano acariciaba su cuerpo, a la altura de su cadera y, algo asustada, se volvió rápidamente, sólo para encontrarse con la hermana Adelina, que había entrado sin llamar al escuchar su llanto.

Ellas se quedaron mirándose por un segundo; la muchacha llorando y la mujer arrugando su cara en una mueca de empático dolor.

—Lo siento —le dijo la monja, justo antes de abrazarla.

Annie aceptó el abrazo y, apoyada en su hombro, lloró hasta quedarse sin lágrimas.

** ** **

Fue la primera navidad que en casa de la familia Mattu no se decoró.

Cada año, la madre de Bianca hacía que su casa pareciese sacada de Villaquién: luces en toda la fachada, grandes muñecos en el jardín frontal y un enorme árbol en el salón, todo para poder dar fiestas previas..., pero no ése año: la mayor de sus hijas, luego de siete meses, continuaba desaparecida.

La policía opinaba que, tal vez, eran ellos —su novio y ella— quienes no querían ser encontrados, pero Bianca sabía, en el fondo, que eso no era cierto. No tenía ninguna prueba de ello, pero sí una ligera sospecha —por ello había destruido la memoria USB de Anneliese, y pactado con Laura y Paola no contarlo nunca, a nadie; ellas tres ya no se reunían ni hablaban en el liceo, ni fuera de él, pues Laura siempre insistía en que debían contarlo para que pudiesen protegerlas—.

Un par de veces, máximo tres, Bianca había derramado un par de lágrimas al pensar en paradero de su hermana, pero... la verdad es que no le dolía demasiado: en algún lugar de su mente, la responsabilizaba de su estado. En realidad, su hermana nunca la había querido y siempre había sido mala con ella —había perdido la cuenta de las veces que su hermana la había golpeado, cuando ella era sola una niña, incapaz de protegerse, y una vez que pudo hacerlo..., pues ella comenzó con los apodos ofensivos, capaces de generar inseguridades en toda persona, adulta o peor, adolescente; se había llegado a burlar hasta de su incidente..., de su falta de útero, y cuando no se lo decía a la cara, le lanzaba indirectas de que ella, jamás, podría tener hijos. En realidad, Bianca no dudaba en que su hermana le hubiese puesto las inyecciones con total conciencia de lo que pasaría—. En cuanto lo que se refería a su madre, quien se pasaba el día entero en casa, llorando —y hasta la había visto rezar, con la nariz enrojecida y torciendo gestos ridículos—..., por ella no sentía ni una pizca de pena. Por el contrario, gozaba de su tormento. Disfrutaba intensamente que ésa maldita mujer sufriera tanto como lo había hecho ella por culpa suya, por no haberla protegido y cuidado nunca. Algunas veces —tres o cuatro..., máximo cinco— Bianca había sonreído sin poder evitarlo, al verla llorando, para luego reír a solas.

Bianca no creía en el karma —no creía en un Dios (¿qué clase de ser supremo permitiría a una madre mirar con una sonrisa, fingiendo inocencia, mientras que su novio obliga a una niña de seis a quedarse entre sus manos, para luego, a solas, regañarla por no dejarse abrazar y besar por ése hombre desconocido para la niña? ¿Qué clase de espíritu benévolo dejaría a una madre fingir no darse cuenta de que su nuevo novio observa con lujuria a su hija de once? ¡¿A qué clase de Dios le parece bien que una madre anime a su hija de catorce a iniciar una relación con un hombre de más de veintisiete?!—, Bianca no creía en dioses, cosmos ni karmas..., pero estaba convencida de que, en ése momento, cada cual había obtenido lo que merecía.

La muchacha intentó distraerse y encendió el televisor, pero entonces llamaron a su puerta. Pensó en no abrir, pero la persona insistió y ella al final, cansada, atendió: se encontró con Marcello Buzon, vestido todo de negro y con apariencia casi tímida.

Ellos habían terminado poco luego de que ella hizo público el video de los hermanos Petrelli teniendo sexo. Bianca había terminado con él al darse cuenta de que, cada vez que Marcello la besaba, ella sentía asco —no por su persona, sino por las intenciones que ella sabía que él tenía: acostarse con ella..., usarla como un objeto. Le parecía un marrano..., casi todos los hombres se lo parecían. No entendía cómo eran capaces de destruir vidas con un maldito acto tan vil. ¿No sentían ninguna clase de remordimiento? ¿Su cinismo e indiferencia ante tanta maldad, alcanzaba los mismos niveles que un psicópata? Y lo peor es que ellos no consideraban que fuera algo tan... importante—.

—¿Qué? —le espetó ella, de manera seca.

** ** **

Jessica Petrelli dejó sus palillos sobre el plato, junto al bocado que estaba por llevarse a la boca.

Irene Ahmed había ido a Japón para pasar Noche Buena con su hija; cenaban en un restaurante y, entre las familias japonesas, su mesa para dos era la más solitaria.

Las vacaciones de invierno habían sido las primeras que Jessica tenía en su escuela de arte, y no había podido regresar a su casa. Entendía por qué: sus padres —por órdenes de su abuelo— querían evitarle la humillación, querían que todo se calmara y hasta que algunas personas lo olvidaran —Uriele había dicho que era bueno que les hubiesen cubierto parcialmente la cara a Angelo y a Annie, en el video, de ese modo podrían negarlo—, pero... pasar esas fechas, lejos su la familia, era duro. Las navidades siempre estaba con Annie y Zenzo.

Ni siquiera el idiota de su hermano la había visitado —en los últimos días, había estado extrañando incluso a Ettore, quien la molestaba todo el tiempo..., pero también la llevaba a todos lados y, aunque nunca tenía dinero, en el cumpleaños de su hermana nunca faltaba un regalo—. Irene le había dicho que él y Matteo estaban preparándolo todo para abrir su café, en Roma; ella decía que estaban esforzándose mucho para que todo saliera bien —lo cual Jessica ponía en duda: nunca había visto a esos dos esforzarse por nada que no fuera su horrenda música. Desde luego, ella no sabía que su abuela no les había dado un solo euro y ellos habían tenido que pedir un préstamo—.

La ausencia de su padre sí la entendía: su abuelo estaba un poco enfermo y alguien debía acompañar a la abuela. Jessica no tenía idea del verdadero estado de Giovanni y mucho menos que sus padres se habían separado; Irene creía que ella ya tenía suficiente con lo que estaba pasando en la familia, para llenarle la cabeza con más problemas.

—Ah —Jessica llamó a su madre y, cuando ésta la miró, ella se relamió los labios—. ¿No crees que pueda llamar a Annie? Un momento.

—No creo que le pasen la llamada, mi amor —Irene se aclaró la garganta—. El convento es bueno, pero también son muy estrictos con su claustro.

—A Annie no le gustan los conventos —comentó por segunda vez en la noche.

—Pero ése es un buen lugar.

—¿Tú lo conoces? —retó Jessica.

—Sí —Irene sonrió.

—No sabía que habías estado en Francia —Jess frunció el ceño, revelando sus pensamientos: no le creía nada.

—Viajé a Francia con tu papá al menos quince veces —arqueó las cejas—. Al menos.

Jess frunció más el ceño. ¿Habían visitado tanto París? No lo creía... A diferencia de su tío Raffaele —quien había estudiado la universidad allí—, nadie más en la familia parecía haber ido allá, pues nunca, nadie, hablaba de esos supuestos viajes.

—Y, ¿si dices que es una emergencia o algo? —rogó Jess.

Irene alargó una mano y le presionó cariñosamente un brazo a su hija.

—Mejor date prisa y vamos de compras —le propuso—. Puedes comprar regalos a tus primas y al bebé.

—¿Qué bebé? —Jessica torció un gesto.

La mujer se dio cuenta de lo que había dicho y torció un gesto, suspiró y... el teléfono de Jessica timbró.

—¿Qué bebé? —insistió la muchacha.

—Creo que es Lorena —señaló el aparato vibrando sobre la mesa de roble color chocolate, el cual mostraba en la pantalla la foto de una persona con melena rojiza.

Los ojos color miel de la muchacha leyeron el contacto y, mirando con recelo a su madre, deslizó su dedo para responder a la llamada. Dos segundos después, la pantalla se puso negra y luego de color café claro, para dar paso finalmente a Lorenzo Petrelli, quien sonrió suavemente, mostrando sus colmillitos —era él quien tenía los colmillos más finos, de entre sus primos—.

Hey —la saludó.

Por un momento, Jessica se olvidó de lo que hablaba con su madre y apoyó su teléfono contra un plato alto, para poder charlar con él.

—Justo pensaba en ti —confesó ella.

—Es que estamos conectados —aseguró él, enternecido—. ¿Por qué no traes orejas de gato o algo?

Jess abrió su boca y ladeó su cabeza.

—Entre tantas orejas de gato que lleva la gente, creo que han comenzado a dejar de gustarme.

—Oh —él se entristeció.

—¿Con quién hablas? —terció una voz femenina, junto a Lorenzo.

—Jess —respondió dijo él, girando su teléfono hacia su hermana melliza.

—Estaba a punto de llamarte —Lorenzo sonrió y tomó asiento junto a su hermano.

Y al ver a la pelirroja... desmaquillada, con sus rizos color caoba recogidos en una coleta, supo que ellos tampoco festejarían nada.

—¿Y Raimondo? —sabía que él estaba en Irlanda, que había corrido detrás de su novia.

—Ayudando a mi abuela con sus plantas —aseguró Lorena.

—¿Plantas? —se intrigó Jessica.

La pelirroja suspiró.

—Luego te explico —prometió.

—Y nosotros deberíamos estar haciendo lo mismo —aseguró el muchacho—. Feliz Navidad —le deseó.

Jessica trató de sonreír.

—Feliz Navidad —le respondió, porque sabía que tenía que decir algo. No sería una buena navidad para nadie en la familia.

Cuando finamente cortó la llamada, apartó el teléfono y miró de frente a su madre.

—¿De qué bebé hablabas? —inquirió.

** ** **

El médico —con ése lunar de cabellos blancos, en la cabeza, que Annie había comenzado a encontrar horrendo— visitó a la Petrelli el último lunes de diciembre —la había dejado esperando tres veces en dos semanas—. Faltaban dos días para Año Nuevo —¡al fin!—, el año nuevo que traería con él la mayoría de edad de su hermano.

Mientras le practicaba el ultrasonido usual, el médico le preguntó cómo se sentía, pero no la dejó responder: el hijo de Angelo, con treinta y cinco semanas de gestación, finalmente había decidido revelar su sexo.

—¿Quieres saber qué es? —le preguntó él, sonriendo.

Y Anneliese sacudió la cabeza, sonriendo: ya lo había visto ella misma.

—Ya casi llega el bebé —le hizo saber el médico.

—Tengo treinta y cinco semanas —le recordó ella. Faltaban cinco.

—Pero, ¿recuerdas que hablamos de que podría adelantarse dos? Debes estar muy atenta a cualquier síntoma. Voy a dejarte unos impres--

—Doctor —lo interrumpió ella, poniéndose de repente nerviosa—. ¿Dónde va a nacer?

—Pues... —él pareció confundido—. Generalmente las hermanas me llaman y yo vengo rápidamente. Vivo a cuatro calles y allí mismo está mi consulta. Puedo venir a cualquier hora.

—En realidad pensaba en que me gustaría ir a un hospital.

El doctor sacudió la cabeza.

—Hasta ahora, no has presentado ningún inconveniente que sugiera que, tanto el bebé como tú, corran algún peligro o impedimento para un parto natural.

—No, sí —aceptó ella—: yo quiero un parto normal (sin anestesia), pero quiero ir a un hospital. Creo que es más seguro.

—Aquí es seguro y tengo todo el material que necesito —intentó tranquilizarla él—. Y sin una razón, yo no puedo recomendar un hospital. Creo que es algo que debes hablar con tus padres.

Annie apretó los labios.

—Si te sirve de algo: he hecho esto, aquí, más veces de las que crees.

La muchacha se sorprendió asintiendo, aunque no le importaba en lo más mínimo.

Esa misma noche, Annie pidió hablar con la madre superiora —había pasado de las mojas y buscado directamente a su jefa—; pese al temor que ella le inspiraba —se había encontrado con ella apenas tres o cuatro veces: era una anciana de aproximadamente ochenta años (o más), una mujer diminuta que siempre le clavaba sus ojos color zafiro por largo rato, recorriéndola de pies a cabeza y centrándose en su cara— quería solicitar que llamara a Raffaele y pidiera permiso para que pudieran llevarla a un hospital.

Y aunque la madre superiora accedió a llamar... esa misma noche le dio las noticias: no. Él había dicho que, si el médico no lo consideraba necesario, ella no podía salir.

—Tenemos a un buen médico, Annie —había intentado consolarla la hermana Adelina—. Y cuatro enfermeras que, aunque vistan hábito, siguen siéndolo. Hemos atendido incluso emergencias de accidentes cercanos, la ambulancia los trae para acá: eso quiere decir que estamos certificados como una clínica.

Y Anneliese sólo asintió, llena de frustración. Era obvio: Raffaele no iba a dejarla poner un solo pie fuera de ese convento.

Esa noche —durante toda la noche—, Anneliese se sorprendió rogándole a su Dios que retrasara la fecha de parto las dos semanas probables —así, Angelo tendría el mismo tiempo de haber cumplido sus dieciocho años y podría estar con ellos cuando el bebé naciera..., para que se lo llevara, para que lo protegiera—..., pero tal vez nadie la escuchó, o era imposible lo que ella pedía.

El día veintitrés de enero, el cuarto viernes del mes, desde que Anneliese despertó con las primeras campanadas de la formidable capilla en el convento, sintió la panza más dura. Aquel día no tuvo hambre ni antojo de nada. La comida le causaba desagrado y se pasó la mayor parte del tiempo tirada en su cama. Ya por la tarde, cuando el sol se ponía, comenzó a sentir, de manera casi imperceptible, algo similar a los cólicos menstruales que la atacaban justo antes de la menstruación...

** ** ** ** ** **

No spoilers. Ah, el GRUPO DE LECTURA por el que preguntan seguido es LAS CONEJITAS DE VALERIA, en Facebook. No hay otro; si gustan, allá las esperamos ♥️.

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