Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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[2] Capítulo 09

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By ValeriaDuval

IL CHIOSTRO
(El claustro)

.

-No -dijo Annie. Tal vez negando ser esa Sarah... o suplicándole que no se acercara a ella.

La monja intentó ocultar su sonrisa mientras la contemplaba atentamente, como si ella no fuese una persona real: los ojos azules, la curvatura del rostro, los labios rosas, el pijama que aún llevaba puesta.

-Yo no quiero estar aquí -le dijo Annie, agradeciendo el haber estudiado francés desde los ocho años, pues así podría hacerles saber que la habían llevado contra su voluntad-. ¡No se acerque a mí! -le gritó, dando un paso atrás cuando la monja se acercó un poco a ella-. ¡Ábrame la maldita puerta!

-Hermana Adelina -terció una voz femenina, al otro lado de la puerta de madera por la que había entrado la monja.

La hermana Adelina miró sobre su hombro y, observando nuevamente a Annie, le regaló una sonrisa suave y regresó por donde había llegado.

Anneliese esperó un par de segundos y siguió a la monja, rogando porque hubiese una salida del otro lado.

El corredor al cual salió Annie, era un estilo barroco clásico, apenas modificado ligeramente por las reparaciones; la muchacha giró de manera cautelosa por su izquierda -hacia donde suponía que estaba la calle-, pero sólo consiguió otro corredor amplio y largo, pero ninguna puerta, al menos no al exterior, pues había grandes pilares que separaban el corredor de un jardín interno. Giró esta vez a la derecha y siguió, hasta llegar a... se encontró de frente con su padre, él estaba en compañía de dos monjas; una era alta y de mediana edad, y la otra era ésa a la que habían llamado Adelina. Ellos esperaban entrar por otra puerta doble, de madera fina, pulida, y al principio la muchacha -oculta detrás de un muro, intentado no ser vista mientras encontraba una salida- pensó en que las monjas sólo le hacían compañía a su padre, en la espera... hasta que se dio cuenta de que Raffaele hablaba con la bajita.

Por la expresión en el rostro de su padre, sabía que la charla era tensa; ni amena, ni amable, ni cortés, sólo tensa y hablaban en un francés fluido; lo sabía por el movimiento en los labios de su padre.

Cuando niña, mientras leía en voz alta los libros en francés que sus profesores de lengua le dejaban como tareas, Raffaele la corregía apenas un poco, cosas mínimas, como el acento, sobre todo, pero nunca había intentado mantener una conversación con ella en dicho idioma, ni tampoco lo había escuchado hablar en francés, por lo que, hasta el momento, Anneliese desconocía el nivel de su padre en dicho idioma. Siempre había dado por hecho que él no conocía tanto.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de la fuerte bofetada que la hermana Adelina le dio a Raffaele, misma que él recibió de lleno, sin siquiera intentar protegerse.

-¡Hermana Adelina! -la riñó la otra monja.

Y la hermana respondió sólo con otra bofetada al hombre, a la que le siguió otra con mayor fuerza, pero no llegó una cuarta, pues Raffaele le cogió la mano a la altura de la muñeca. Lo hizo de manera firme y suave, con total confianza al tocarla.

Ella se soltó de su agarre y las puertas de madera se abrieron, y cuando la hermana Adelina le dio la espalda a Raffaele, intentado recobrar compostura, Annie pudo verla limpiándose las lágrimas.

¿Qué mierda había sido todo eso? ¿Por qué esa monja había golpeado a su padre? Sólo sintió miedo. Si eso le hacían al padre, ¿qué no le harían a la hija, ahí encerrada, sola? Su pulso comenzó a acelerarse, junto a su respiración, y ella se mordió un labio, se cubrió en su totalidad un poro de la nariz y el otro parcialmente; no tenía ahí a Angelo para que controlara su respiración y, si ella comenzaba a hiperventilar, estaba perdida.

«Uno, dos, tres, cuatro» comenzó a contar en su mente tal y como le había enseñado su hermano: inhalar despacio y aguantar el aire cuatro segundos, exhalar lentamente y no respirar de nuevo por otros cuatro. Llegó hasta el lugar donde antes habían estado su padre y esas dos monjas y encontró una ventana diminuta, que daba justo al patio abierto por el que habían ingresado en el auto.

Temió que la única salida fuesen las puertas por las que había entrado su padre, por lo que esperó un poco más y abrió la puerta lentamente, encontrándose justo frente a ella otra puerta y, a ambos lados, más corredor. Pensó que era un maldito laberinto aquel lugar mientras cruzaba la puerta y caminaba por su izquierda... y entonces se encontró con un grupo de cuatro monjas.

Sin poder evitarlo, Anneliese soltó un grito de horror y corrió en dirección contraria. Las monjas se miraron entre ellas, confundidas, mientras Annie llegaba a un portón de madera, el cual, gratamente, contaba con un enorme y antiquísimo pestillo. Annie intentó abrirlo, pero éste no se movió ni un centímetro.

-Es decorativo -le hizo saber una monja-. Antes funcionaba. Hace mucho tiempo, pero ya no.

-Aléjese de mí -le ordenó Anneliese, caminando con la espalda contra el muro, vigilándola.

La monja sonrió; la imagen que regalaba Anneliese era la de una pequeña niña perdida: ella vestía un pijama rosado, de conejos blancos, y unas zapatillas suaves, blancas, mientras que sus risos largos y dorados le caían por los hombros y hasta su cintura, enmarcando un rostro pequeño y afilado, de enormes ojos color azul.

-¿Eres de nuevo ingreso? -le preguntó la monja con amabilidad.

Annie corrió por la puerta en la que supuso estaba su padre, pero sólo se encontró con una habitación con un montón de mesas, sillas y sillones cómodos, así que intentó volver por la puerta doble... pero ésta no se abrió más.

-Abra la puerta -le suplicó a la monja, alejándose de ella-. Déjeme salir.

-¿Estás perdida? -preguntó una de las monjas a las que gritó en la cara.

Sin sentir nada más que desesperación, Annie pasó de ellas y corrió por el lugar en que las encontró, llegando hasta otro pasillo, menos amplio y más moderno, donde se cruzó con dos chicas; ambas vestían un uniforme oscuro, de falda por debajo de las rodillas y un blusón blanco hasta las muñecas. Pese a la situación, Anneliese no pudo dejar de notar que eso era una versión mucho más santurrona del uniforme que llevaba en el Instituto Católico Montecorvino.

-¿Por dónde salgo? -preguntó a las chicas.

Una de ellas se rió -una de cabellos negrísimos y cortos-, y la otra -de cabellos castaños y ojos de color azul oscuro- le preguntó:

-¿Ya cruzaste las puertas dobles?

-Sí -en su desesperación, Anneliese ni siquiera prestó atención a la risa de la otra.

-Entonces ya no puedes -le hizo saber la de ojos azules-. De este lado no hay más que ventanas del tamaño de mi puño -se lo mostró.

-Por favor -le suplicó Annie, incrédula-. Tengo que salir de aquí, estoy embarazada.

-¿En serio? -sonrió la chica de ojos azules.

-Ah, ya no eres la única -le dijo la morena a su amiga.

-También yo. ¿Cuánto tienes? Yo tengo diecisiete semanas -se presionó la horrible falda contra la piel y un vientre ligeramente abultado se hizo evidente-. Lo bueno de esta falda quita nalgas, es que también te esconde la panza -soltó.

Su amiga le rió el chiste y Anneliese sacudió la cabeza, ¡¿de qué mierda se reía ella?! Las dejó y siguió trotando -en dirección a lo que ella suponía la calle- hasta llegar a un salón con más chicas vestidas todas iguales, acomodadas sobre sillones, mirando la T, V., y entonces se dio cuenta de que había llegado a una especie de salón de descaso. Giró sobre sus talones y, cuando intentó volver, se encontró con esa primera monja que la recibió, la hermana Adelina... la que abofeteó a Raffaele.

-Anneliese -la llamó, bajito.

Ésta vez la llamó por su nombre..., pero ella le había agregado una «e» al final: «Ánnelise», le había dicho, aunque ésa «e» la había suavizado al grado de apenas decirla; eso le recordó a Hanna, quien, algunas veces -cuando estaba molesta, sobre todo-, mencionaba muy parecido su nombre: «Ánnelise», le gritaba ella, poniéndola tensa y... en ese momento, habría dado muchas cosas con tal de que ella estuviese ahí.

-¿Dónde está mi padre? -preguntó a la monja.

-Debe estar con la Madre Superiora -le dijo ella.

Otra monja, mientras apagaba el televisor, dio indicaciones a las chicas para ir al jardín de recreo, a lo que las adolescentes respondieron con sonidos quejosos.

-¡Gracias! -le gritó una de ellas a Annie.

-Guarda silencio, Batilda -le ordenó la hermana Adelina.

-¿Y si no quiero? -le rezongó Batilda.

-Pues te quito las fotos de tu novio -la amenazó la hermana.

El resto de chicas, mientras se marchaban, se burlaron de Batilda.

-Lléveme con mi padre -le suplicó Annie a la hermana Adelina.

-Ahora mismo están hablando la Madre Superiora y él. ¿Qué te parece si vamos a conocer tu dormitorio?

-¡No voy a quedarme aquí! -gritó.

Dos monjas se acercaron a ella.

-Tienes que esperar a que la Madre Superiora y él terminen de hablar -le indicó la otra monja que estaba junto a Raffaele; era una mujer entrando ya a la tercera edad, alta, delgada pero visiblemente fuerte, de piel morena y mejillas tan caídas como las bolsas bajo sus ojos-. Vamos a tu dormitorio.

-¡No voy a quedarme! -le gritó Annie.

-Modera tu tono -endureció la voz la monja.

Annie tuvo miedo.

-Yo me encargo, hermana Berta -le suplicó la hermana Adelina, a la otra.

.

Anneliese no había sido recibida por la Madre Superiora -una mujer de avanzada edad, pequeña, delgadísima, con ojos apenas visibles entre las incontables arrugas que recubrían su ser- hasta que Raffaele Petrelli se había marchado..., la rubia lo sabía porque, aunque lo llamó a gritos, él no acudió. Suplicó entonces que la dejaran hablar con su madre y, tras intercambiar miradas discretas la diminuta mujer que hacía de Madre Superiora y la hermana Adelina, le hicieron saber que las alumnas no podían hacer llamadas.

"Esto es secuestro" dijo Annie.

"Es una escuela" la corrigió la hermana Berta, con voz dura.

.

La primera noche fue lo peor para Anneliese; se había metido dentro de la habitación que, ellas decían, le pertenecía, únicamente cuando los pasillos comenzaron a quedarse solos y consideró más riesgoso estar ahí que encerrada en un cubículo: no sólo tenía miedo de que un engendro poseído, vestido con hábito de monja, reptara por los techos, acechándola, sino por la soledad que implicaba estar ahí encerrada, aislada, donde esas mujeres podían hacer de ella lo que mejor les pareciera.

Había leído relatos perversos de mujeres que estuvieron encerradas en conventos. Mujeres que fueron humilladas, torturadas y abusadas en cada sentido de la palabra y... temblando de miedo, Anneliese se dijo que ése no iba a ser su caso: su madre iba a buscarla y, si ella no podía encontrarla, sí lo haría Angelo. Él nunca iba a dejarla. Él iba a encontrarla así ella estuviese en el mismo infierno.

La noche entera estuvo en vela, sentada sobre su cama -¡no, ésa cama no era suya!-, abrazando sus piernas y, por la mañana... fue aún peor cuando, ya por el medio día -luego de ignorar el desayuno que le llevó la hermana Adelina a su dormitorio-, necesitó ir a los sanitarios y... entonces se encontró con las duchas: cada una de ellas estaba sobre una bañera.

** ** **

La hermana Adelina buscó a Anneliese nuevamente por la tarde, y entró a su dormitorio sin llamar a la puerta, informándole a la muchacha que, tanto la manija como el seguro en ella, sólo eran parte de la decoración, pues realmente ninguno funcionaba -eso iba a ser un mayor problema por la noche... cuando la monja poseída, reptando por los muros, entrara sin dificultades en la recámara-.

Mientras la monja de ojos azules dejaba una nueva charola de comida en el pequeño buró al lado de la cama, Annie pensaba en que debía asegurar la puerta mientras su madre iba a buscarla. Quería confiar en que Hanna lo haría.

-No desayunaste -obvió la monja, con voz dulce-. ¿No te gustan los huevos revueltos?

Anneliese no respondió, a pesar de que el olor del consomé de pollo, humeante y amarillo, le puso a gruñir la panza de hambre. En ese momento, gracias a la luz del sol, no sentía miedo de la mujer.

-No tenía hambre -se obligó a responder finalmente, cuando la hermana Adelina clavó sus ojos en ella, esperando, pero no presionándola, sino con amabilidad: realmente ella quería saber si no le gustaban los huevos revueltos.

-Pero tienes que comer o tu bebé podría enfermarse -le dijo ella, luego bajó la voz y, sonriendo ligeramente, miró hacia la puerta, cómplice, como si fuera a revelarle algún secreto, y le dijo-: puedo conseguirte macarons. ¿Te gustan los macarons?

Sí, a Annie le gustaban. Raffaele solía comprarle pastelillos de colores y a ella le gustaban tanto -especialmente los de limón- que no los compartía ni con Angelo.

-No -se escuchó decir-, los odio -expresó lo que sentía en ese momento, tal vez, por la persona que la había vuelto fanática de los macarons.

Una mueca de desilusión, suavísima y apenas perceptible, marcó el rostro regordete de la monja.

Los ojos azules de Annie, desde la cama, miraron la charola, y la hermana Adelina se apresuró a acercársela, ayudándola a ponerla sobre sus piernas. Annie tomó un poco de consomé con la cucharilla y, mientras soplaba ligeramente, enfriando la comida, miró la sonrisa en los labios rosas de la monja.

-¿Tiene que quedarse aquí mientras como? -le rezongó.

-Oh -ella ladeó la cabeza-. Pues sí: tengo que llevarme los tratos de nuevo.

Annie arqueó las cejas: no se había quedado antes con su desayuno, entonces... ¿qué creían que ella haría con una charola y una cucharilla? ¿Cavar un túnel hasta la calle? El pensamiento se esfumó con la primera cucharada del consomé: jamás había encontrado un sabor tan bueno en un simple tazón de pollo hervido. Levantó la mirada y se encontró con la monja estudiándola con atención. ¿Tenía que mirarla tanto también?

-Mi mamá vendrá a buscarme -le hizo saber a la monja, quien se relamió los labios-. No estoy segura de que esto sea legal, ¿sabe?

A modo de respuesta, la monja le regaló una sonrisa.

-¿Te gusta? -le preguntó a cambio.

-Sólo es pollo -mintió ella, mascando: era el mejor pollo que había comido en su vida-. ¡No la levante! -le ordenó luego Annie a la monja, cuando ésta se disponía a acomodar la silla vacía, que estaba antes al lado de la puerta y Annie había tirado a los pies de su cama, previniendo abrir los ojos, de los momentos en que se le habían cerrado sin desearlo, en la noche, y encontrarse ahí sentada a... pues a esa maldita monja poseída.

-Ah -se limitó la monja, confundida, pero no se atrevió a preguntar. Decidió dejar la silla en su nuevo lugar, tirada en el suelo.

Annie terminó de comer y le tendió la charola, sin darle las gracias, pese a eso, la hermana Adelina la recibió con una sonrisa, y apenas ella se marchó, la rubia se apresuró a poner la silla contra la puerta, aprovechando que tenía una manija de barra. Pensó en que, si eso no detenía a la persona que intentase entrar, al menos la despertaría a ella: quería dormir un poco, pues sabía que no lo lograría -ni lo intentaría- por la noche.

.

El ruido de la puerta, intentado ser abierta, la despertó -su sistema había funcionado-; sentía el corazón ligeramente agitado y, a través de su pequeña ventana, Annie notó que el sol ya comenzaba a ponerse naranja.

-¿Quién es? -preguntó la muchacha, bajando los pies de la cama. Vestía su pijama de conejos aún.

-Somos la hermana Adelina y la hermana Berta -dijo la voz de monja más joven.

Annie respiró profundamente, intentado tranquilizarse, pero al ponerse de pie, sintió deseos de orinar. Miró nuevamente por la ventana: pronto oscurecería y, si ellas se quedaban hasta que terminara su cena, posiblemente se orinaría en la cama pues no podría acudir pronto al sanitario.

La muchacha quitó la silla y abrió de manera cautelosa, a pesar de que, fuera de la habitación, podía escuchar movimiento y también voces de otras chicas.

-No puedes cerrar la puerta -fue lo primero que le dijo la hermana Berta, apenas verla.

Annie no respondió, se apartó y las dejó entrar: la hermana Adelina traía en las manos una charola con pollo y vegetales, y la hermana Berta, en su mano derecha, llevaba una bata de baño y, en la otra mano, una bolsa tejida, que contenía algo que parecía más ropa.

-Dentro está tu uniforme -le hizo saber la hermana Berta-. Para cuando decidas asistir a clases.

-No lo haré -dijo Annie, arrepintiéndose cuando la mujer le clavó sus ojos oscuros, encima. Esa mujer intimidaba... parecía una gárgola.

-También te trajimos cepillo dental y dentífrico, ropa interior, desodorante y jabón -siguió Adelina-; como son artículos personales, esos los transportas a las duchas y los guardas tú.

Annie casi dio las gracias -llevaba tres días sin usar desodorante-, pero no lo hizo porque recordó que ellas no tendrían que darle nada de eso si no la retuviesen a la fuerza ahí... y porque recordó que no podría bañarse, tampoco: las duchas estaban todas juntas y... cada regadera tenía una bañera debajo.

La hermana Berta comenzó a vaciar el contenido de la bolsa en el pequeño ropero recargado en el muro contrario a la cama, y Annie logró ver unas toallas faciales; alargó la mano y cogió un par, antes de disponerse a salir del dormitorio.

-¿A dónde vas? -le preguntó la hermana Berta, confusa.

-Al sanitario -respondió Annie.

-Ah -la hermana Adelina parecía estar siempre... indecisa. Como si no supiera cómo actuar.

Annie pasó entre las chicas de prisa, con la mirada gacha, sintiéndose cohibida y temerosa. Giró a la izquierda y llegó a los sanitarios: una gran habitación alargada -de azulejos azules, antiquísimos, y pisos blancos-, que tenía al lado derecho los lavamanos, al izquierdo los sanitarios -divididos por delgadísimas paredes- y, al final... las bañeras.

La muchacha orinó y, al salir, en lugar de lavar sus manos, mojó las pequeñas toallas y entró nuevamente al sanitario, donde las frotó contra su piel dorada.

-¿Annie? -preguntó la voz de Adelina.

La aludida suspiró.

-¿Vas a seguirme a todos lados? -se quejó ella.

-Te tardaste un poco, quería comprobar si estabas bien -le explicó.

Anneliese suspiró y salió con las toallas -sucias- en su mano derecha. La hermana Adelina se dio cuenta.

-¿Tienes calor? -le preguntó ella.

La rubia, lavando las toallas en el lavamanos, sacudió la cabeza.

-¿Por qué no tomas una ducha? -siguió la monja.

«Seguro -pensó Annie-. Sobre todo contigo detrás de mí».

-No puedo -se escuchó decir.

-¿Por qué no? -se interesó la hermana Adelina.

La muchacha se volvió hacia ella y...

-No me gustan las bañeras -le confesó.

La monja frunció sus cejas doradas.

-¿Por qué?

-Cuando tenía cinco años tuve un accidente. Ahora no puedo meterme a una.

-¿Qué accidente? -se preocupó ella.

-Estoy bien -se adelantó ella-. No me pasa nada. Sólo...

-... ¿Te da miedo? -dedujo ella.

Las voces en el corredor comenzaron a silenciarse y Annie pensó en que las otras... secuestradas estaban yendo al comedor -donde quiera que eso estuviese- o estaban preparándose para dormir.

-Sí -le confesó-. Y las monjas también -le insinuó, escapando rápidamente a su dormitorio.

Para entonces, la hermana Berta ya se había marchado, pero le había dejado sobre la cama un cepillo para cabello, y le había colgado en un muro un espejo irrompible, ovalado.

.

A la mañana siguiente, cuando la hermana Adelina la visitó para llevarle su desayuno y recoger los tratos de la cena -no se había quedado la noche anterior ni había intentado volver después-... llevaba el velo de su hábito en la mano derecha, junto a la charola, lo cual sugirió a la muchacha -ya que sus cabellos, cortos y rubios, estaban despeinados- que se lo había quitado antes de llamar a su puerta.

Annie se sentía cansada por la noche en vela, aun así, notó que esas mujeres estaban siendo amables.

-Buenos días -la saludó la monja que, ni aún sin velo, podía dejar de lucir como una: con ese cabello corto y nada de maquillaje, parecía una niña regordeta con las mejillas sonrojadas-. ¿Te gusta la avena con pasas?

-No -confesó Annie.

-Oh. Puedo traerte fruta. ¿Te gusta el pan con miel? Acaba de salir del horno.

-Antes tengo que ir al baño -Annie la dejó y, al entrar al cuarto de baño, lo primero que notó fue que faltaba una bañera bajo una de las regaderas.

¿Habían quitado la bañera por la noche? ¿Lo habían hecho sólo por ella? ¡¿Por qué estaban siendo tan consideradas?! Anneliese siempre había creído que las monjas eran crueles y frustrados seres maléficos. Si tuviese algunos años menos -y tuviese cerca de su hermano- habría ido corriendo con Angelo informándole que unas brujas querían ganarse su confianza para comérsela.

Para cuando volvió a su dormitorio, la hermana Adelina también estaba de regreso con fruta, pan, leche y miel.

-No me gusta el melón -mintió, intentado portarse odiosa.

Tal vez lo que quería eran sermones..., un castigo, quería algo que pareciera lógico para ella, algo conocido -o esperado- en aquel brutal cambio.

-¿Te gusta el jugo de naranja? -le preguntó la hermana Adelina.

Anneliese frunció el ceño, ¿qué le pasaba a ella?

-No -atajó. Sí, le gustaba-. ¿Sabes por qué estoy aquí?

Los ojos azules de Adelina la miraron llenos de confusión.

-Porque me acuesto con mi hermano y vamos a tener un hijo. Por eso mi padre me escondió aquí.

Nuevamente, la hermana Adelina pareció buscar qué decir y, al no encontrar nada, intentó sonreír, dejó la charola de comida sobre la cama, tomó la de la noche anterior y la dejó, despidiéndose con un movimiento de cabeza.

Anneliese cerró la puerta, sin saber cómo debía tomar aquello, o qué debía pensar al respecto y, cuando se acercó a la cama para tomar la charola, encontró también un libro.

Sin saber exactamente por qué, sintió un poco de remordimiento al hablarle de aquella manera a esa mujer.

.

Por la noche, cuando llamaron a su puerta, Anneliese se aclaró la garganta y abrió en la mitad del tiempo que regularmente se tomaba, encontrándose únicamente a la hermana Berta.

-¿Dónde está la otra? -le preguntó, temerosa de haberla espantado para siempre.

-Esta noche le toca ayudar en la cocina. Si tú quieres, también puedes hacerlo.

Annie no respondió nada, tomó su charola y se sentó en su cama para cenar.

-¿Has pensado en visitar el comedor? -le preguntó la monja.

La muchacha sacudió la cabeza.

-No voy a salir de aquí, hasta que venga mi mamá a buscarme.

-¿Tu mamá? -preguntó la hermana Berta.

-Sí -Annie la miró a los ojos-. Mi mamá no quería que me trajeran acá. Creo que vendrá por mí: mi mamá siempre consigue lo que quiere.

-... Ya veo -dijo la monja y... torció algo parecido a una sonrisa que arrugó de tal manera su rostro, que Anneliese apenas pudo tragarse un gesto: esa mujer parecía no haber sonreído jamás en su vida.

.

Esa noche, una más en vela, luego de intercambiar su pijama de conejos por la gris y sin vida que le habían entregado, mientras leía el libro para distraerse de esa persistente idea infantil de monstruos bajo la cama, pensaba en Angelo: se preguntaba qué estaba haciendo él y... también sentía muchísima pena. Era su tercera noche sin dormir -cuarta, si se contaba aquella del hospital- y sentía que estaba desfalleciéndose de cansancio, mientras que él había vivido por años sin hacerlo de manera adecuada. Esa noche, se hizo la promesa de que, al volver a verlo, no pasaría una noche más lejos de él.

Quería verlo. Quería verlo y quería saber si ya le habían informado que tendrían un hijo.

.

A la mañana siguiente, la hermana Adelina apareció en la puerta del dormitorio de Anneliese -sin velo-, esfumando la idea de que, tal vez, ella se había enfadado.

Ella llevaba pan con miel, leche, huevos tiernos y manzanas con yogurt.

-Gracias -le dijo Annie, pues esta vez la monja no había dicho una sola palabra, aparte del saludo.

-Por nada -ella, sonriendo, sacudió la cabeza, como si le dijera «No tienes que darlas»-. ¿Te gustó el libro que te traje?

-Sí -confesó Annie, bostezando. Había leído casi la mitad durante la noche.

-¿No has dormido bien? Tienes ojeras -notó la hermana.

Annie sentía los ojos secos, algo de dolor de cabeza y... una infinita pena por su hermano.

-Quiero un seguro en mi puerta -exigió.

-Tienes una silla -jugó la hermana Adelina.

Annie mordisqueó su pan con miel.

-Si quiero bañarme, ¿entrarán las demás en cualquier momento?

La monja pareció pensarlo.

-No si te bañas mientras están en clases.

La muchacha asintió, pensando en lo relajante que sería una ducha caliente -tal vez hasta podría dormir un rato-, pero... ¿podría hacerlo, realmente, en ese enorme cuarto de baño en ese horrible claustro? Tal vez saldría corriendo, muerta de miedo, envuelta en su bata.

-Y -se obligó a decir-... si te pido que me acompañes mientras me ducho, ¿podrías?

La monja sonrió como si le hubiese hecho el halago más bello del mundo.

-¡Por supuesto! -aceptó de inmediato.

Annie se apresuró a terminar su desayuno mientras la hermana Adelina tomaba del ropero su bata y su equipo de limpieza -champú, jabón, cepillo dental- que le habían entregado en una pequeña bolsa cuadrada, de mica gruesa. Y una vez en el cuarto de baño, cuando Annie le alcanzó su pijama a la monja, para entrar a la ducha y ésta volteó ligeramente, para sujetarla, y entones la contempló de reojo, desnuda..., aunque fue apenas un momento, sí fue lo suficiente para que ella notara, en el brazo flacucho de la muchacha, los moretones con forma de mano.

-¿Qué tienes en el brazo izquierdo? -le preguntó, frunciendo el ceño, pero sin terminar de voltear hacia ella, respetando su intimidad.

Annie se miró los moretones, sorprendida de que, hasta el momento, en su crisis, ella no los había notado.

-¿Quién te hizo eso? -siguió la monja, turbada.

-Mi padre -dijo, sin más.

-¿É-...Él te golpea? -la voz de la hermana Adelina tembló.

Y Anneliese se dio cuenta de que la idea desagradaba a la monja..., y a su mente llegó el recuerdo de la mujer abofeteando a su padre.

-A veces -se escuchó decir, sin planearlo-. Cuando se emborracha, sobre todo.


* * ** ** ** ** * *

Debo decirlo: sinceramente estoy cansada de las personas que hacen spoilers, y también de las que lo propician, pidiéndolos. No es nuevo para nadie que BLOQUEO A LA GENTE QUE LO HACE (tanto al que da el spoiler como al que lo pide), lo he dicho en varias ocasiones y continúan; es triste, la verdad. Existe gente a la que no le gusta que le arruinen la emoción (y debo decirlo, también a mí me encanta leer sus comentarios llenos de teorías conforme van leyendo, de no ser así, ¿para qué subiría mi trabajo?). No se les pide más que respeto...

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