Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

[2] Capítulo 07

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By ValeriaDuval

ROSE DORATE... SEMI ROSA
(Rosas doradas... Semillas rosadas)

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"Tengo la culpa de todo" mientras preparaba los pinceles que utilizaría aquel miércoles en su nueva escuela, Jessica recordaba su despedida con Annie.

"¿Tú? ¿Por qué?" le había preguntado ella, también llorando.

"Ese maldito video. Si no lo hubiese hecho..." se había lamentado su prima, de lo que Jessica se había reído: "Claro que es tu culpa. Tienes la misma responsabilidad que tiene una mujer violada por vestir de manera provocativa, o andar sola" las palabras le resonaban en la mente. Podía sentirla tan cerca, la despedida, la impotencia de no haber podido llevársela con ella... La había dejado sola, sin nadie con quien pudiera hablar al menos. Jessica le había reprochado a su padre el que no hubiese luchado más por sacarla de ésa casa, pero en el fondo sabía que su tío Raffaele no lo habría permitido, aunque su hermano gemelo se hubiese puesto de rodillas. Ni siquiera había dejado que los gemelos se despidieran de ella...

Tiró su cuaderno de dibujo a su escritorio —tan falto de personalidad, en ese dormitorio que no terminaba de sentir suyo—, pensando en que siempre deseó estudiar en Japón y, ahora que estaba ahí, se daba cuenta de que, lo único que quería... era regresar a Italia, a ese liceo que nunca le había gustado, y recibir cada clase con Annie y almorzar en los descansos con sus primos.

Se dejó caer en su cama, resistiendo los deseos de llorar, y entonces su teléfono vibró al recibir una videollada de Lorena. La aceptó de inmediato, limpiándose los rastros de lágrimas que tenía, e intentó sonreír.

—Hola —le dijo, y entonces, gracias a que la pelirroja no estaba maquillada, pudo ver con claridad sus ojos enrojecidos y ligeramente inflamados—. ¿Te sientes bien?

—Sí. Yo —Lorena sonrió—... no tengo sueño.

Jessica miró su reloj: si en Tokio faltaban 15 minutos para las 7:00 del día 20 de mayo, en Irlanda faltaba lo mismo, pero para ser las 22:00 horas del día 19, lo que quería decir que, para ella, apenas comenzaría el cumpleaños del abuelo... Día de reunión, de la foto familiar, de gozo... No iba a preguntarle, entonces, por qué lloraba.

—Comenzabas aye-- ¡hoy! —corrigió de inmediato— tu primer día de clases, ¿no? —le preguntó, para distraerla.

—Sí, pero no fui —le confesó—. Creo que Lorenzo y yo vamos a tardar en adaptarnos —confesó.

Jessica asintió, comprendiendo perfectamente: ella sentía lo mismo.

—¿Qué tal tú? —siguió la pelirroja, fingiendo la sonrisa—. ¿Llevas uniforme de marinero?

—Bueno, no exactamente —alejó su teléfono un poco, mostrándole la parte superior de su uniforme—. Pero tengo un moño —dijo, y su tono sugería que era lo mejor del mundo.

Lorena se rió al verlo y, al hacerlo, las lágrimas se le cayeron.

** ** **

Anneliese escuchó que algo, en la recámara de Angelo, cayó al suelo de manera pesada y sintió que le aplastaban el alma entera; Angelo era silencioso, pero gracias a que las puertas de sus habitaciones estaban una frente a la otra, cuando llegaba a escucharse algo por las noches, ella sabía que él había vuelto de la universidad, del restaurante, o de pasar un rato con Raimondo y Lorenzo.

Pero, desde luego, ése no era Angelo, ni tampoco era de noche —pasaba apenas de las 14:00—, y los sonidos más sutiles parecían incrementarse. Aun así, aunque sabía que no era él, asomó por su puerta, encontrándose la puerta de su hermano abierta y las luces encendidas —lo sintió como una puñalada en el pecho... él siempre las tenías apagadas—; apretó los dientes y fue allá, pensando en que sus padres no sólo lo habían secuestrado, sino que ahora invadían su privacidad.

Pero al llegar, sólo encontró a Hanna inclinada frente a uno de sus libreros, revisando sus libretas de apuntes.

—¿Qué buscas? —le preguntó.

Hanna la miró por un segundo —ella no se había maquillado en días ni cambiado sus ligeros camisones por ropa de calle; Annie estaba igual: en pijamas, sin ducharse hacían dos días—, luego continuó buscando, pero le dijo:

—¿Recuerdas ese concurso en el que participó Angelo para... —sacudió la cabeza; sus cabellos negrísimos estaban recogidos en un nudo—. No sé, algo de capacitación educativa o algo así.

—¿Qué hay con eso? —Annie tenía a Kyra abrazada; ella tenía seis meses y había entrado en su primer celo.

—Mandaron un cheque —Hanna se rascó delicadamente la nuca, sin dejar de buscar—; van a publicar su ensayo como libro (parece que les está resultando bien), y ya que él no está aquí, quieren el borrador original.

—¿Por qué quieren el borrador original? —Annie bajó a su perrita, quien se apresuró a correr a la cama de Angelo para morder una almohada y sacudirla enérgicamente, rencorosa aún con él: el muchacho siempre la bajaba de su cama cuando la veía dormida ahí y, como castigo, la golpeaba con una ruidosa bolsa de papel celofán, en la nariz.

—Pues —parecía insegura pero no interesada—... para ver si puedes obtener más detalles o sus notas personales para ampliar el libro, creo. Me parece que es éste —comentó, hojeando una libreta de pastas negras.

Annie reconoció el cuaderno; Angelo no sólo había anotado el borrador de su ensayo ahí, también tenía el desarrollo de dos problemas matemáticos (Problemas del Milenio, los llamaba Angelo) que había estado intentado resolver y una investigación inconclusa sobre... algo (Annie no entendía bien), a la que lo habían invitado en la universidad en la que él estudiaba física.

—No puedes darles eso —se acercó a su madre y le quitó la libreta—. No puedes tocar un solo cuaderno de Angelo.

—No comiences, Annie —le suplicó su madre—. Escribió eso para el concurso, ¿no? Es de ellos.

—¡No es de ellos! Pueden usar su estrategia (para eso le pagaron), ¡pero es y siempre será de Angelo!

—Mandaron un cheque y yo no tengo ganas de sentarme a discutir con ellos.

—¡Lo mandaron como regalías! —Annie se alteró—. Si van a publicar el libro, ¡deben pagarle por él y eso es el cheque! No necesitan para nada sus borradores —le mostró el cuaderno.

Hanna suspiró, cansada, y no intentó discutir más con ella. Salió de la habitación de su hijo y, antes de retirarse, se detuvo y miró dentro de la de su hija, encontrándose con un montón de platos —todos los que le había llevado ella: Annie no salía de su habitación—, algunos estaban a medio comer y otros completamente llenos. Frunció el ceño y miró a la muchacha: ella estaba sacando del estante todas las libretas de apuntes, de su hermano, y apilándolas; supuso que ella iba a guardarlas para que nadie se las llevara, pero no le importó: por primera vez, notó lo delgada que estaba Annie. Estaba alarmantemente escuálida.

—Vamos, Kyra —la llamó Annie, tomando las libretas y, al levantarse, tuvo un mareo intenso.

** ** **

La psicóloga había parecido arrepentida de haberlo golpeado, pero sólo por un segundo, sólo hasta que lo escuchó reír. "Eres un sociópata" le había dicho, intentado recobrar la postura y lanzándole esquivas miradas de vergüenza, a su joven conquista.

De igual manera, Angelo había terminado nuevamente en su celda de castigo...

** ** **

Hanna Weiβ había estado llamando a la puerta de Annie y, cuando ella respondía, le avisaba que dejaría su charola con comida sobre una mesilla decoradora al lado de su puerta, pero esa noche, luego de encontrarse todos los platos medio llenos y verla ahí, tan delgada, tomando las libretas de su hermano, ella no pudo volver a hacerlo.

—Déjame en paz —le gritó Anneliese, cuando ella llamó a su puerta por segunda vez.

—Sal un momento, por favor —le imploró a su hija.

Y, para sorpresa de la alemana, la muchacha abrió la puerta casi al instante.

—Te pedí waffles con cerezas —hizo el intento de pasar, junto a ella.

Pero Anneliese no se movió.

—¿Dijiste que llegó un cheque para Angelo? —le preguntó, sin interés alguno por su comida.

—Sí —Hanna se sintió confundida.

—¿Es al portador?

—Sí. ¿Por q--

—Lo quiero —reclamó Annie.

Hanna frunció el ceño.

—¿Para qué?

—Angelo es mi pareja —le dijo, apretando los dientes—, yo soy su mujer: su dinero es mío, dámelo.

Hanna parpadeó un par de veces y asintió apenas, como si sus pensamientos estuviesen funcionando lento.

—Lo haré —le prometió—, pero cómete los waffles, ¿sí?

—Quiero el dinero —le exigió.

Hanna le tendió la bandeja.

—Come mientras voy a buscarlo.

—No vas a chantajearme.

La mujer no pudo evitar un puchero.

—No es un chantaje, Annie, sólo quiero que comas.

—Dame el cheque y lo haré.

—Bien —aceptó ella, y dejó la bandeja sobre la mesilla.

Fue a su habitación rápidamente y, al volver, tenía el trozo de papel con ella.

—Toma —se lo tendió—. Come ahora, ¿sí?

Anneliese se chupó los labios y, para evitar problemas, cogió la bandeja y tomó asiento en su cama mientras comenzaba a comer. La miel de los waffles, por primera vez, le supo dulce al punto de provocarle náuseas. Pensó en Angelo, ¿a eso le sabían a él las cosas dulces? ¿Por eso algunas veces se negaba incluso a probar una cucharada, si ésta era grande?

Comenzó a dar trozos de waffle a Kyra, hasta darle casi la mitad de uno, haciendo esfuerzo por tragarse el resto mientras Hanna recogía los platos con comida que ya comenzaba a descomponerse.

—Toma —le dijo Annie, regresándole la bandeja a su madre al terminar de comer.

—Bébete la leche —le pidió Hanna.

—¡No! —Annie comenzó a alterarse; quería sacarla rápidamente de su habitación, pues estaba comenzando a tener náuseas.

Con aflicción, Hanna asintió y salió, y Anneliese logró aguantar treinta segundos antes de correr al sanitario y devolver los waffles. Atribuyó el vómito a lo empalagoso de la miel, o tal vez a que sólo había desayunado medio plato de cereal.

Mientras eso sucedía, mientras ella se cepillaba los dientes para eliminar ese asqueroso rastro dulce de su lengua, Angelo estaba en su diminuta celda de aislamiento, recostado sobre su cama dura, preguntándose si iba a quedarse en aislamiento los próximos ocho meses de su vida..., lo cual no encontraba mal —dormir en la misma habitación que un retrete era mejor que verse obligado a verle la cara a toda ésa gente—, pero... así tampoco podría hablar con Anneliese.

Tenía que acabar con esos encierros, pero ¿cómo? Su mirada fue a la regadera en el techo, junto al inodoro y, como acto mecánico, bajó a las llaves del agua, en la pared... Sus pensamientos comenzaron a fraccionarse sin darse cuenta, como a menudo le ocurría, sin desearlo:

Iba a quedarse ahí encerrado ocho meses.

No podía hablar con Annie.

La ducha tenía temporizador —dos minutos—.

No podía quedarse ahí encerrado sin hablar con Annie.

La ducha con el temporizador...

Annie...

La ducha...

Se puso de pie y fue hasta la regadera, alargó la mano y la alcanzó, tiró un poco de ella y se dio cuenta de que no era tan firme, además, sabía que el temporizador no estaba ahí..., ni en las llaves —seguro no estaba en algún sitio donde, de una patada, pudieran arrancarlo, y no lo creía así por sus conocimientos en arquitectura, sino por lógica pura—, entonces... Colocó la palma de su mano izquierda bajo la llave del agua caliente, contra la pared, probando si sentía alguna diferencia de temperatura, pero no fue así: estaba tan frío como el resto de la pared; bajó un poco más la mano y fue lo mismo. Sus ojos grises recorrieron entonces del muro al piso y torció un gesto al encontrar, en el concreto firme, un parche del mismo material, pero con una coloración ligeramente distinta, evidenciando que ahí había habido algún cambio. ¿Con qué diablos podría abrir el concreto ahí? Sus ojos buscaron el tubo de la ducha...

** ** **

La madrugada del segundo martes de mayo, Anneliese escuchó ruidos fuera de su ventana. Por un momento tuvo miedo —había estado pensando nuevamente en rostros de seres poseídos, pegados a su ventana— pero, la idea de que pudiera ser Angelo quien la buscara, fue más fuerte y se obligó a asomarse, sólo para ver a Raimondo Fiori subir por el soporte de madera para la planta trepadora, fuera de su ventana.

Aunque su ventana tenía unos elegantes barrotes de madera —su habitación era la única que tenía barrotes: Raffaele se los había hecho poner cuando supo que su niña salía con Valentino—, y el muchacho no cabía entre las aberturas; Annie deseó abrir la ventana de par en par, pero no pudo: Raffaele Petrelli le había puesto un candado, por lo que, al abrirla, sólo quedó un espacio por el que cabían apenas tres dedos. Y unos dedos pequeños.

Hey —le dijo él, metiendo el brazo izquierdo por un lado del soporte, para asirse de manera cómoda.

Kyra comenzó a ladrar.

—Rai —susurró ella, abrazando a su perro para que guardara silencio—. ¿Cómo pasaste?

—Por el mismo lugar que Valentino —se rió él.

Annie intentó sonreír, pero no pudo.

—¿Cómo estás? —siguió el muchacho.

Ella se encogió de hombros.

—Me tienen encerrada.

—¿Aquí? —Raimondo perdió la sonrisa—. ¿No te dejan salir de tu recámara?

—No, sí; me refiero a la casa.

—¿Y tu papá?

—No sé —ella sacudió la cabeza—. Está en la casa, pero no lo he visto en días.

—Hablé con Angelo —le dijo al fin.

—¿En serio? ¿Cómo está?

—Parece que bien —evitó decirle que cortó la llamada de manera apresurada—. Está en una escuela en Alemania, pero está preocupado por ti.

—Estoy bien —ella sintió ganas de llorar al tener noticias de él—. Ah —le tembló la voz—. ¿Va a volver a hablarte?

—Sí.

—Rai, necesito salir de aquí —le suplicó.

El muchacho lo pensó por un momento.

—¿Puedes salir ahora? —tanteó, dispuesto a llevársela con él.

—No. Cambiaron la contraseña de la alarma. Dijo Angelo que lo esperara aquí..., ocho meses, pero ya no aguanto un solo día.

Raimondo pensó en decirle que, si Angelo le había dicho eso, ella debía esperar, pero... le dio tanta lástima. Se veía tan frágil, tan delgada..., tan sola. No podía dejarla así.

—¿Sabes qué tipo de alarma tienen?

—No.

—Bien —Raimondo asintió y se buscó en el bolsillo del pantalón—. Toma —le tendió un teléfono celular y luego un cargador.

—¿Es tuyo?

—No. Es para ti, le daré el número a Angelo cuando me llame. Tenlo en vibrador, para que no te lo quiten.

—Sí.

—Tómale también una foto a la alarma. Y a la del garaje (sospecho que será más fácil salir por ahí), me mandas las fotos (tiene datos), pero de cualquier manera voy a volver mañana —le prometió—. Voy a sacarte de aquí.

—Gracias —sollozó ella.

Raimondo metió dos dedos a través de la abertura de la ventana y Annie lo tocó.

—Tranquila —le suplicó.

—Te esperó mañana —le rogó ella.

Pero no era necesario: Raimondo tenía toda la intención de ayudarla antes de ir a Irlanda. Llevaba dos días sin saber nada de Lorena; ella no le respondía el teléfono siquiera.

** ** **

Cuando escuchó que abrían la puerta de su celda, Angelo Petrelli, quien había estado orillado en una esquina de su cama, cubriéndose y mirando cómo el chorro de agua que emergía de la tubería en el suelo se hacía cada vez más grande —le había llevado menos tiempo del que creía abrir el concreto con el tubo que arrancó de la regadera y mucho menos tiempo antes de que alguien se percatara de la inundación que estaba haciéndose en el corredor de las celdas—, se incorporó, preparándose.

Luego de que un supervisor abriera su puerta y se percatara del desastre que el muchacho había hecho, sabía que no tardaría mucho en llegar, además de un equipo para parar la fuga, alguna autoridad con la facultad para negociar con él. Y así fue; llegó el mismo director, y le dijo:

—Habían arrancado antes la ducha, y también las llaves del agua... pero a ninguno le había dado el ingenio para arrancar el temporizador del piso —fue el saludo del director, un hombre de aproximadamente cincuenta años, alto, de pelo cano y ojos de color azul oscuro.

Angelo observó por un par de segundos cómo dos hombres comenzaban a trabajar en la fuga.

—No era demasiado profundo —aceptó el muchacho—. Quizá, si hubiesen tenido el ingenio de ponerlo en algún otro lugar menos evidente.

El director, vestido con su uniforme, sonrió de lado.

—Debo concedérselo a su padre y a su abuelo: es más listo que el resto de jóvenes que han pasado por aquí —Angelo intentó decir algo, pero el hombre alzó la voz—: Y supongo que habrá preparado algún discurso con el cual me cagaré de miedo, ¿no? —se mofó, y sacudió uno de sus pies, de zapatos negrísimos empapados—. No lo haga, por favor, no se gane a un enemigo... Aquí nadie lo es, a pesar de que usted, desde el instante en que llegó, se ha empeñado en vernos a todos como tal.

Angelo esperó por el punto. El director, con amabilidad, continuó:

—Cuando su padre y usted llegaron aquí, y él mencionó que fue invitado a Mensa y estudió en la Hipatia Sidis Academy, la verdad es que tuve que investigar qué cosa era eso —confesó—. A ese nivel me comprometo con mis estudiantes: llegan siendo una decepción y los regreso siendo hijos modelos y personas productivas; pero entonces me di cuenta de que usted ni era una decepción para su familia, ni un haragán vicioso (incluso encontré un par de periódicos italianos, de distintas fechas, que tenían fotografías suyas estrechando la mano del Primer Ministro) y... con excepción de su insolencia, no sabía qué hacía usted aquí, hasta que esta mañana nos visitó su abuelo.

¿Abuelo? Angelo no estaba seguro de haber escuchado bien, pese a eso, se quedó quieto. ¿Giovanni Petrelli había estado ahí?

—Al parecer, quieren que lo cuidemos durante algunos meses y eso vamos a hacer: usted no va a salir de aquí. Usted decide si, su estancia con nosotros la vive pacíficamente o encerrado en esta celda. Su abuelo nos advirtió no contrariarlo, pero yo no puedo permitir que (aunque usted esté muy enojado) insulte a mis maestros y a mi psicóloga.

¿Giovanni les había advertido qué? Angelo se sentía tan confuso que había bajado la guardia.

—¿Le parece si comenzamos de nuevo? Voy a dejar la puerta abierta para usted; luego de comer (vaya a la cocina y pida lo que guste) puede ir a dirección y hacer su llamada (tendrá su llamada mensual siempre, eso no lo dude). Tendrá su habitación para usted solo y no tiene que ir a clases tampoco; dice su abuelo que sería un insulto ponerlo en ese nivel, así que le enviará un tutor que estará con usted de lunes a viernes, en biblioteca.

»Espero que todo esto, al salir, lo haga recordar que ésta no es una escuela de castigos, ni una prisión (como se ha empeñado en verla), intentamos ayudar y... un chapuzón en la piscina es casi un saludo, entre muchachos —añadió—. Supongo que esta inundación es su saludo de respuesta.

Y con eso último, pese a la confusión, Angelo entendió que el director, aunque intentaba hacerse el duro, estaba siendo cauteloso. No dudó ni por un segundo que Giovanni Petrelli lo hubiese intimidado —él solía tener ése efecto en las personas—, pero... ¿por qué lo haría? No sabía cómo interpretarlo, ni si eso iba a beneficiarlo de algún modo o, por el contrario, a perjudicarlo —era una victoria, sí, pero no era suya y desconocía los efectos de ésta—. Bueno, la visita de su abuelo le había evitado amenazar al director, por otro lado, había sido el mismo Giovanni quien lo había hecho, lo cual atraería más atención sobre él y le dificultaría escapar, de ser necesario... si Raffaele no estaba cumpliendo con su parte del trato.

—Quiero un teléfono —logró decir Angelo, saliendo del shock. No era el momento de meditar posibilidades. Tenía que saber de Anneliese.

El director, que ya salía, se dio media vuelta y asintió.

—Vaya a la cocina y coma; puede pedir ahí un teléfono —dijo.

Y Angelo se preguntó qué carajos era lo que le había dicho Giovanni, para volverlo tan simpático. No importaba, ya podía hablar a Italia...

Aún con las personas trabajando en su celda, se vistió rápidamente y fue a la cocina, donde pidió primero el teléfono; mientras marcaba los números, vio que ponían en la barra un filete grande con puré de papas, espárragos y una jarra de leche.

—¿Angelo? —lo saludó Raimondo.

—Sí.

—Me quedé preocupado la otra vez, ¿por qué cort--

—Te cuento luego —lo interrumpió el otro—. ¿Supiste de ella? —le preguntó.

Y, por la manera en que lo preguntó, Raimondo lo entendió: no quería hablar de más. Supuso que tal vez alguien podría estar escuchando, así que no le contó sobre el teléfono que le había entregado a Annie aquella misma madrugada, y le respondió:

—Sí. Parece que está bien, muy bien, pero deprimida. Supongo que, lo único que querrá, es salir de ahí —le informó.

Y Angelo lo pensó por un momento. No porque no hubiese entendido lo que le dijo su amigo, sino porque evaluaba los riesgos. Decidió que, si ella estaba fuera del alcance de su padre, ¿qué lo detendría a él en Alemania?

—Sí —decidió al final.

—De acuerdo —ya estaba decidido—. ¿Volverás a llamar?

—En un mes —aseguró Angelo: tenía que verificar que su hermana estaba con Raimondo, antes de dejar el lugar.

—Bien —dijo Raimondo.

Esa noche, Anneliese le hizo llegar las fotografías de las alarmas y le pidió que no la buscara al día siguiente: había estado escuchando a su padre por la casa y temía que llegara a verlo y le arruinara su escape. Raimondo estuvo de acuerdo y comenzó a trabajar en la forma de hacer ceder la alarma, y creyó que sería algo simple..., pero la verdad es que le había llevado más de tres días; cuando por fin encontró un software que realmente funcionaba para infectar la inteligencia de la alarma, fue el tercer sábado de mayo y, mientras él dudaba en llamarla —era de madrugada y la suponía dormida—, sin embargo, justo en ése momento, ella estaba despierta. O al menos estaba abriendo los ojos: había escuchado su nombre en un susurró:

"Annie —le decía la voz de Angelo, pero no la actual, sino la que había tenido cuando tenían trece o catorce años—. No puedes dormirte sin cenar". Por esa época, la muchacha sentía poco apetito y de manea frecuente dejaba la mitad de su comida en el plato, por lo que Angelo la alimentaba en la cama, distrayéndola unas veces contándole cosas que había leído, y otras veces asustándola con las terribles enfermedades que podía ocasionar la anemia.

La rubia se incorporó y tosió un poco, reconociendo que tenía hambre. Miró a su alrededor y se encontró con tres platos, los que le había llevado su madre en el transcurso del día, pero todo le dio asco —se veía tan dulce todo—. Bajó de la cama y Kyra alzó la cabeza, preparándose para seguir a su compañera humana —la seguía a todas partes—.

Annie se puso una bata de seda sobre la ropa interior —llevaba dos días en lencería. No le veía caso a vestirse si no podía dejar la casa— y salió de su recámara, seguida por su perrita.

Decidió no encender las luces para no despertar a nadie —Hanna y Matteo asomaban la cabeza cada vez que creían oírla—; llegando a las escaleras, Annie se sujetó con fuerza del pasamanos, pues sintió nuevamente ese mareo producto de la inanición, pero la verdad es que ella apenas notaba que no comía. Realmente no sentía hambre.

Kyra se adelantó a Anneliese y, gracias a esas luces bajas que se filtraban por las ventanas desde el jardín trasero, la muchacha logró ver a su bola de pelos, blanca, moverse con rapidez, lo cual le hizo volver el mareo. Ella inhaló profundo, tranquilizándose, y logró bajar casi todas las escaleras...

//

Matteo Petrelli decidió levantarse a mirar qué ocurría luego de que Kyra ladrara por cinco minutos seguidos. Al principio creyó que Annie estaba duchándose —su hermana estaba viviendo de noche— y había dejado a su animalucho encerrado en su recámara, pero los ladridos no se oían amortiguados; de hecho, provenían de la planta baja, por lo que se asomó, cauteloso, encontrándose a su hermana —tan delicada, tan delgadita, tan rubia, envuelta en una bata blanca— tirada en el suelo, al pie de las escaleras.

—¡Mamá! —gritó, apresurándose donde ella.

** ** **

Cuando Anneliese Petrelli abrió nuevamente sus ojos, se encontraba en una camilla de hospital.

—... stá despierta —dijo una voz desconocida.

Inmediatamente después, ingresaron a su campo visual un médico joven y otro viejo.

—¿Te duele algo? —le preguntó el médico joven.

Annie parpadeó un par de veces y recorrió el lugar con la mirada, notando las rosas doradas del logo en los hospitales de los Fiori.

—La cabeza —se esforzó en responder.

—¿Nada más? —siguió el médico.

—¿Qué te ocurrió, mi amor? —le preguntó Hanna.

La muchacha llevó sus ojos azules hacia la ventana, lejos de su madre. Ni quería verla ni tenía una respuesta para ella.

—Tuviste un desmayo. ¿Recuerdas algo? —le preguntó el médico viejo.

—La encontré en las escaleras —señaló Matt.

Annie lo buscó con la mirada y lo encontró a una distancia prudente, dándoles espacio a los médicos; Raffaele Petrelli estaba parado a su lado. Tenía la barba algo crecida —parecía haberse quitado el vello facial con la máquina, dos días atrás— y vestía ropa deportiva.

El médico joven la descubrió y comenzó a revisar su cuerpo, comenzando por sus pies.

—No tengo nada. Déjeme —ella se sacó con algo de brusquedad, sin embargo, movió discretamente sus pies, probando ella misma si dolía algo.

—¿Dijiste que te duele la cabeza? —siguió el doctor, ignorando su grosería.

—¿Siempre ha sido así de delgada? —preguntó el médico viejo.

—No —Hanna estaba parada a los pies de la cama.

El médico joven presionó la yema del dedo anular de Annie —donde no estaba su anillo de zafiro—.

—Necesito rayos x —dijo el otro doctor—; lo más probable es que se haya golpeado la cabeza. Y también unos análisis, par--

—No —atajó Annie—. Estoy bien, no quiero nada.

—Annie —la llamó Matt.

La rubia lo miró con todo el odio que sentía en ese momento por él.

—Tú no me hables, cobarde poco hombre —le espetó; jamás le iba a perdonar haberla sujetado el día en que su padre se llevó a Angelo, ni el haberle quitado su teléfono celular luego. No le parecía en ese momento otra cosa que un niño llorón, ansioso de seguir las órdenes de su madre.

Cansado, Raffaele suspiró y salió de la habitación; Matt lo siguió.

—Tiene dieciséis años —comentó Hanna—. Háganle lo que deban.

—¡No, no puedes! —siguió ella, luego se dirigió a los médicos—: ¡Esas personas ni siquiera son mi familia! ¡Abusan de mí!

El médico joven miró a la madre, indeciso; Anneliese se dio cuenta: era una adolescente reportando abuso. Ellos tenían la obligación de escucharla:

—No me alimentan, ni siquiera voy a la escuela. ¡Me tienen encerrada en casa! Llame a la policía.

—Anneliese —la llamó Raffaele, con voz dura, parado en el marco de la puerta de cristal—. Cierra la boca.

Por un momento, el temor a su padre la encogió en su cama, pero los deseos de salir de su casa eran más fuertes, así que continuó:

—¿Lo ve? Me tienen amenazada. ¡Me maltratan!

—Ella no come —comenzó a explicar Hanna, avergonzada—. Y la expulsaron del liceo, por eso no está yendo a clases, pero tendrá profesor en casa; comenzará en dos semanas. Estamos esperando que se calme: como podrá ver, está muy enojada.

El médico joven asintió, pero mirando a Annie.

—¿Por qué estás enojada? —le preguntó.

Hanna temió que él estuviese creyéndole a la muchacha y, en menos de dos minutos, estuviesen rodeados de trabajadores sociales y la policía.

—Ellos se llevaron a mi hermano —le hizo saber Annie.

—¿A dónde se lo llevaron?

—A una escuela en Alemania —aseguró Hanna—. Está en una escuela en Alemania. También lo expulsaron.

—¡No hicimos nada malo! —gimió Annie—. ¡¿A quién le estábamos haciendo daño?! —gritó... y el médico entendió. Los dos médicos entendieron—. ¡Ellos están abusando de mí! —continuó.

—Bien —dijo doctor—. Necesito corroborar que tienes desnutrición, entonces haré la denuncia.

—... Ok —aceptó Annie.

Al mismo tiempo, el médico viejo salía a hablar con Raffaele.

Mientras esperaban los resultados de sus análisis, Raffaele y Matteo esperaron fuera de la habitación; Hanna, en cambio, la acompañó en todo momento, escuchando, en silencio, a Annie asegurar cómo acusaría a Raffaele de golpearla cada vez que se embriagaba y hasta de agredirla sexualmente, si no la dejaban ir. Mirándola, Hanna pensó en que ella se parecía demasiado a Angelo cuando se sentía desesperada...

Cuando regresaron los médicos, Raffaele también entró a la habitación para escuchar lo que ellos tenían que decir: y uno de ellos les explicó que los mareos y el desmayo sufrido, no habían sido otra cosa que debilidad por la falta de alimento, pero aclaró que no tenía anemia... y entonces siguió: ya que la muchacha había mencionado algo que llamó la atención del doctor, y teniendo el consentimiento de Hanna para realizar todos los exámenes que considerasen pertinentes, él había pedido una prueba más y ésta daba positivo.

Y Anneliese no lo entendió..., hasta ver el rostro de vergüenza que ponía el médico joven, mirando a Hanna, y a ésta ponerse pálida. Comprendió entonces:

—¿Estoy embarazada? —preguntó. Su voz no revelaba ninguna emoción.

—Eso dice la prueba —asintió el médico.

Anneliese frunció el ceño, sin recibirlo del todo aún. ¿Estaba embarazada?... ¿ésta vez era en serio?

Miró a su padre y, al encontrarse con sus ojos castaños y cara lívida, lo creyó. Lo estaba. En el vientre tenía un bebé de Angelo...

—¿Oíste, papi? —se escuchó preguntar, bajito, luego sonrió, sin darse cuenta.

Matteo reconoció que había comenzado uno de esos ataques de nervios que a ella le daban, en los que reía y lloraba..., pero ahora no estaba Angelo para calmarla.

—Vas a ser abuelo —siguió ella, y una risilla se le escapó—. Angelo y yo vamos a tener un hijo —la risa se volvió una carcajada y, al momento, sin dejar de reír, las lágrimas le inundaron los ojos.

* * ** ** ** ** * *

Mi conejita. :'c

¿Alguien adivina el porqué del título que elegí para este capítulo?

Gracias por leer; les quiero.

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