Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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Capítulo 29

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By ValeriaDuval

DICERIA
(Rumores)

.

—Volvieron antes —dijo Hanna, abriendo la puerta de su casa.

Matteo y Ettore, quienes tenían ya once años, entraron corriendo y subieron igual de rápido las escaleras, siguieron Lorena, Anneliese y Jessica, usando alas de mariposas, y al final, Angelo y Lorenzo.

—Sí —Gabriella suspiró—. Ya no... —sacudió la cabeza, ideando una mentira—... Ya no los aguanto —no la encontró: confesó, riéndose.

Hanna se forzó a sonreír.

—¿Terminaste lo que ibas a hacer? —tanteó Gabriela, sin estar muy segura del por qué Hanna le había dejado a sus hijos.

Sabía por qué se los había dejado Irene —a ella, quien trabajaba el día entero—: su padre, en Egipto, se había puesto mal y ella había corrido a verlo, pero Hanna no le había dicho qué haría.

—Eh —la alemana pareció dudarlo—. Sí, ya —y su mentira fue evidente.

—¿En serio? —siguió Gabriella—. ¿Te sientes bien? Te ves pálida.

Hanna enarcó las cejas.

—Me hace falta sol —se quejó.

—Oh —Gabriella fingió entristecerse por ella, llevándose una mano al pecho—. Y a mí me faltan cinco minutos de descanso —le puso una mano sobre un brazo—. Hanna, quédate a los niños esta noche —y, con «los niños», se refería a los siete: los suyos, los de Irene y los de ella—. Tengo muchísimo trabajo y —se interrumpió—... ¿Sabes cuándo vuelven Uriele y Raff?

Ellos habían ido a Roma. Gabriela no estaba segura de qué estaban haciendo ellos, ¿un bar?

—Ah —Hanna parecía dispersa—. Pasado mañana —sacudió la cabeza—. Entra, por favor —se hizo a un lado, percatándose de que su cuñada seguía parada en la puerta.

—Oh, no. Te digo que tengo un horror de trabajo. Y ellos me obligaron a llevarlos a los videojuegos. Dos horas completas —abrió sus ojos color chocolate.

Hanna, de nuevo, fingió reír.

—¿Entonces... —tanteó Gabriella.

—¿Qué?

—¿Te los quedas? Sólo esta noche, te lo juro.

—Oh, sí. No te preocupes.

—Bien —Gabriella la besó en una mejilla y se marchó, antes de que su cuñada se arrepintiera.

Hanna apretó los labios y cerró la puerta.

—Tía —la llamó Lorena—, ¿podemos pedir pizza?

—Mi mami dice que no podemos comer pizza todos los días —terció Jessica.

—¿Por qué no? —preguntó Annie; nunca había comprendido por qué su tía Irene decía eso. Hanna todo el tiempo daba pizza para ellos.

Jessica se encogió de hombros.

—Porque es malvada —aseguró Ettore, bajando las escaleras—. Tía, ¿vamos a comer pizza?

—Sí —sonrió ella—. Por cierto, no pueden bajar al sótano. Estoy revelando unas fotografías y ya saben, la luz las arruina. ¿De acuerdo?

—Ok —dijo Ett.

—Bien —aceptó Lorena; aquel día, sus largos bucles color caoba lucían salvajes, evidenciando que las otras dos niñas la habían peinado.

—¿Tomaste fotos, mami? —se emocionó Annie, y miró a Jessica con una enorme sonrisa.

Unos meses atrás, Hanna le había enseñado la técnica para revelar fotografías, dejándola fascinada.

Hanna les había contado que, antes de que naciera Matt, ella tenía un estudio fotográfico. No era secreto que ella amaba la fotografía, ¡le hacía fotos hasta al cielo!

—Sí —aseguró ella, pero no parecía contenta y ella siempre estaba de buen humor cuando hacía fotos—. Angelo —llamó ella al último que faltaba por contestar. O al menos el único que no mostró interés en el asunto; él seguía con Lorenzo jugando en sus consolas portátiles—, estoy revelando fotografías en el sótano. No bajen —le suplicó.

Él se encogió de hombros.

Poco tiempo luego, cuando llegó la pizza y todos fueron a la sala, Anneliese y Jessica se apartaron, disimuladas, y fueron hasta la puerta del sótano; lentamente, la rubia hizo girar la perilla mientras, la otra niña, veía que no se acercara nadie. Tenían intención de ver rápidamente las fotografías colgadas y volver antes de que alguien se diera cuenta.

Jessica asintió rápido, dándole luz verde a Annie, ella abrió la puerta y ambas se escabulleron, cerrando detrás de sí. Pero en el sótano las luces no estaban apagadas. Raro. Su mami apagaba las luces cuando iba a revelar fotos —sólo dejaba esa siniestra luz roja—.

—No hay nada —susurró Jess, terminando de bajar las escaleras.

—No —aceptó Annie.

¿Hanna? —terció una voz masculina.

Y, en otro momento, ambas niñas hubiesen corriendo, despavoridas, pero... ellas conocían esa voz.

—¿Hanna? —siguió Uriele, y salió del cuarto de baño.

Él llevaba pantalones, pero éstos los llevaba arremangados hasta por debajo de la rodilla —como si fuera a cruzar un charco—, calzaba sandalias —las de Raffaele—, se había quitado la camisa y tenía guantes de plástico en las manos; los guantes eran amarillos, por lo que resaltó la sustancia rojiza que cubrían parte de ellos.

—¿Papi? —se sorprendió Jessie. Él había dicho que saldría a Roma, con su hermano.

Uriele apretó los labios y cerró rápidamente la puerta, manchando de ese líquido rojo la perilla dorada; ignorando esto, se sacó los guantes, los hizo un ovillo y los botó sobre una mesa, luego se adelantó donde ellas.

—¿Y ustedes qué hacen aquí? —intentó sonreír.

Annie miró los guantes y luego la perilla.

—¿Eso es sangre, tío? —preguntó ella; conocía bien la sangre. Gracias a la hemofilia de Lorenzo, lo había visto tener hemorragias nasales.

—¿Qué? —él miró la perilla y se rió—. Oh, no. Claro que no. Es óxido de un tubo. Se tapó el lavamanos y tuve que hacerme cargo.

—¿Por eso no fuiste a Roma, con mi tío Raff? —preguntó Jessie, al tiempo que su padre la cargaba en brazos.

—Exacto —él le besó una mejilla—. Voy a alcanzarlo en un rato.

Hanna bajó las escaleras del sótano en ese momento, quedándose petrificada al ver ahí a las niñas. Uriele la miró a los ojos, con reproché; ella sacudió ligeramente la cabeza.

—¿Y las fotos? —preguntó Annie a su mami.

—¿Por qué nunca obedeces, Anneliese? —le riñó ella. La niña se encogió—. Te dije que no bajaras.

—Hanna —la llamó Uriele, silenciándola; bajó a Jessica y se acercó a Annie, acuclillándose para verla a la cara—. Tu mamá está preparando una sorpresa —le dijo—: abrirá de nuevo su estudio de fotos, pero no quiere que nadie lo sepa.

—¿Y tú la estás ayudando, papi? —preguntó Jess.

—Así es —aceptó él—. Pero se me tiraron algunas tintas y... esas cosas, que ella usa, entonces tuve que lavarme aquí.

—Ah —Jess le creía por completo a su padre.

Annie, no tanto.

—Bueno —suspiró Uriele—. La cosa es que es secreto porque tu papá no quiere que tu mamá vuelva a tomar fotos —hablaba con Annie—, entonces, voy a tener que montarle su estudio sin que tu papá sepa nada —miró luego a su hija—. Ni mamá, Jessie. Si mamá sabe de esto, entonces ya no voy a poder ayudar a tu tía con su estudio y ella no podrá enseñarlas a tomar fotos. ¿No quieres que te enseñe a tomar fotos?

—¡Sí! —se emocionó la niña.

—Entonces —propuso el hombre—, ¿es un secreto entre nosotros?

Y Jessica, con todo y sus alas de mariposa, y su pequeña corona de plástico entre sus bucles color chocolate, asintió de inmediato. A Anneliese le llevó un par de segundos, pero al final lo hizo. Lo hizo porque los ojos grises de su madre estaban clavados sobre ella.

Y el estudio llegó. Hanna hizo que le construyeran una habitación en un área del jardín, pero jamás volvió a tomar fotos de manera profesional, y mucho menos enseñó nada a Anneliese, ni a Jessica.

*

Raffaele Petrelli estaba de mal humor.

Era domingo y la familia no parecía tener intensiones de asistir a la iglesia, pues el día anterior —sin permiso— Matteo había tomado el Mercedes para, al parecer, ir a una fiesta con Ettore, de la cual no habían regresado y no tenían noticias de ellos.

"¿Por qué no me dijiste cuando Matteo cogió el auto?" había cuestionado Raffaele a su mujer.

"¿Tú crees que me pidió permiso?" había respondido ella, mientras llamaba al teléfono de su primogénito por milésima vez.

Desayunaban en silencio. El hombre no había comido un solo bocado, pero ya se había bebido dos vasos de whiskey.

—¿Qué te pasó en la muñeca? —preguntó Raffaele a Angelo; su tono era más suave, pero no más tranquilo.

El muchacho se tragó el cereal que acababa de meterse a la boca y se miró la herida superficial que, gracias a su piel tan blanca, lucía hinchada, enrojecida y peor de lo que realmente era; sacudió la cabeza, restándole importancia:

—Estaba jugando con Lorenzo —se limitó—; me saltó encima mientras escalábamos.

El día anterior, Lorenzo estaba tan decidido a que su primo no llegara antes que él a la cima que no le había importado sacrificarse con tal de tirarlo; lo había rasguñado con el broche de alguna correa.

Raffaele asintió, en silencio. Su teléfono móvil estaba sobre la mesa, al lado de su plato intacto.

El silencio volvió a la mesa, hasta que Hanna se aclaró la garganta, llenando la habitación con un poco de ruido:

—¿Se divirtieron ayer, escalando? —preguntó ella, mirando a Annie.

La rubia también asintió:

—Yo no escalé, me dio miedo —confesó—, pero me comí como cuarenta alitas; estaban muy ricas —añadió y, de nuevo, se hizo el silencio.

Entonces el teléfono de Raffaele vibró y timbró; con más ímpetu del que le hubiese gustado mostrar, él revisó el contacto y una clara desilusión le marcó el rostro cuando leyó un nombre distinto al que quería ver. Sin coger el teléfono, deslizó el dedo por la pantalla y puso el altavoz:

—Dime —se limitó.

Ya encontré a los muchachos —fue el saludo de Uriele—. Están bien, ¿me oyes? Están perfectamente bien: no llegaron porque tuvieron un inconveniente con el auto.

Raffaele se quedó quieto, con la mandíbula tensa, luego se bebió el resto del vino de un solo trago.

¿Raff? —Uriele pareció preocuparse del silencio de su hermano.

—Espera —él quitó el altavoz, se puso de pie y salió de la cocina; Hanna lo siguió.

Angelo y Annie, aunque querían saber más, esperaron ahí: si su padre salía, significaba que no quería que escuchasen su conversación; molestarlo, en ese momento, no era una buena idea.

—¿Qué habrá pasado? —tanteó Annie.

—No lo sé —murmuró su hermano—. Espero que no haya dañado el auto —bromeó con ella, intentado tranquilizarla. Quería quitarle peso a la palabra «inconveniente».

No lo logró; ella no quería bromas, quería que le dijese que todo estaba bien.

En pocos minutos, Raffaele y su mujer salieron de casa, dejando a los muchachos con la duda, por lo que Annie corrió a la sala de estar y telefoneó a Jessica. La encontró llorando.

—¿Qué pasa? —preguntó a su prima, temerosa.

Y aunque ella respondió algo, a Annie sólo le llegaron sollozos. Angelo esperaba, expectante, pero su hermana lo miró a los ojos y sacudió la cabeza; impaciente, él le quitó el teléfono y puso el altavoz:

—Jessica, dale el teléfono a mi tía Irene —le pidió.

—No está —tartamudeó—. Se fue con mi papá.

—¿Sabes qué es lo que pasó? —intentaba hablarle fuerte y claro, invitándola a imitar su tono.

Anneliese miraba el teléfono pequeño y oscuro, sobre la mesilla al lado del sofá, como si quisiera meterse en él y llegar donde su prima.

—Chocaron —tartamudeó ella—. Creo que mataron a la hija de un político.

Habían asesinado a una persona. Eso era todo. Anneliese buscó los ojos grises de su hermano. Ése era un buen momento para decirle que todo estaba bien..., pero él seguía mirando el teléfono, frunciendo el ceño. Intentó decirle algo, de llamar su atención, pero sus manos no se movieron, y a pesar de que su boca se abrió, de ella no emanó sonido alguno.

Matteo y Ettore habían matado a una persona. ¿Cómo iban a salir de eso? Anneliese pensó en su abuelo Giovanni, ¿acaso él podía sacarlos de algo como eso?

—Voy a colgar, Jessica —la voz de Angelo logró centrar a Annie en el momento—. Déjame investigar.

—Sí —alcanzó a decir ella, entre sollozos, antes de que Angelo cortara la llamada.

—¿A quién llamas? —preguntó Annie, con voz temblorosa, mirando a su hermano marcar un nuevo número—. Pon el altavoz.

—A la tía Gabriella. —dijo él, rápido y bajo, antes de obedecerla.

—Tía —se adelantó Annie apenas ella respondió la llamada. Se le cayeron las lágrimas.

Angelo le apretó con suavidad un brazo, pidiéndole que se calmara.

—¿Qué pasa, Annie? ¿Por qué lloras? —preguntó Gabriella Petrelli. Su voz, al otro lado del teléfono, revelaba preocupación—. ¿Estás bien?

—¡No! —siguió ella.

—Annie está bien, tía —terció Angelo; alzó la voz, pero se le oía tranquilo—; sólo que estamos preocupados. Dice Jessica que Matt y Ett chocaron. ¿Sabes alg--

—¿Es cierto que mataron a alguien? —lo interrumpió Annie, limpiándose las lágrimas.

—Ay, Dios —gimió Gabriella—. ¿Quién dijo eso?

—Jessica —sollozó Anneliese.

** ** **

—Hay que jugar Call of Duty, al rato —propuso Raimondo Fiori, a su mejor amigo.

Estaban en clase de historia; hablaba bajo.

—¿Hum? —Angelo estaba distraído.

—Que hace mucho no jugamos Call of Duty.

—No creo que mi papá me deje salir; aún está enojado por lo de Matt.

Raimondo torció un gesto.

—¿Y de qué manera es tu culpa eso?

Matt sí había chocado. Había conducido borracho y había chocado, sí. Una persona había muerto, también..., pero no la habían matado Matteo y Ettore. De hecho, ni siquiera había sido culpa de ellos: la joven, intoxicada con drogas, cruzó la avenida en luz verde y, aunque la camioneta que la atropelló, intentó frenar, lo único que consiguió fue chocar —dando reversa— con el auto que tenía detrás, el cual golpeó el Mercedes de los Petrelli.

Había sido una carambola en la que ellos sólo se habían visto casualmente relacionados, sin embargo, habían estado involucrados y —aún algo borrachos—, sintiéndose en parte curiosos, en parte temerosos, bajaron a mirar. Eran aproximadamente la cinco de la mañana y, sin pensar en lo que hacían, dejaron las llaves puestas; cuando regresaron a al auto..., ya no había auto. Alguien había aprovechado el trágico momento para llevárselo.

Entonces no se les ocurrió otra cosa que apagar sus teléfonos para inventarse una buena excusa. En ése momento, de impresión, medio ebrios, ni siquiera recordaron que el auto tenía un GPS integrado, con el cual habrían podido rastrear su ubicación... Claro, si hubiera sido reportado inmediatamente. Pero ellos estaban inventándose una excusa.

—Eso mismo pregunto yo —suspiró Angelo.

Y lo peor era que su Raffaele había dicho que no compraría otro auto y había delegado la tarea a Hanna: ella sería la encargada de llevar y recoger del liceo a sus hijos... O al menos eso había dicho él, ya que ella se negó de inmediato.

—Dile que tenemos tarea —propuso Raimondo.

Él se mordisqueó un labio antes de sacudir la cabeza:

—Mejor el fin de semana. No creo que Anneliese esté de humor pa...

—Sin Anneliese —se adelantó Raimondo y, por el gesto que torció Angelo, adivinó que su tono había sido apremiante—. Me refiero a que... Sólo tú y yo —bajó más la voz. Lorenzo no había ido al liceo aquel día (estaba en el hospital. Tenía cita con su hematólogo para su revisión mensual)—. Vamos.

Angelo arqueó una de sus bonitas cejas:

—De acuerdo —aceptó—, déjame ver quién viene a buscarnos —sus padres habían estado discutiendo por dos días (desde el domingo, luego de buscar a Matteo); el día anterior los había llevado al liceo Hanna y recogido Raffaele y, aquel martes (el segundo de septiembre) había sido al revés.

Raimondo suspiró.

La clase de historia terminó; era su última clase. Raimondo fue a su entrenamiento de soccer y Angelo a natación. Cuando volvieron a encontrarse, pasadas dos horas, Anneliese aún no salía de sus clases de acuarela —Annie había cambiado sus clases de acuarelas, con Jessica, a los martes y jueves, para poder ayudar en el periódico el resto de días—, así que ellos jugaron baloncesto mientras esperaban.

Con frecuencia, Raimondo se alejaba un poco de Angelo para verlo encestar... O tan sólo para verlo. Él aún tenía los cabellos húmedos por la ducha que se había dado, luego de nadar, y a Raimondo le encantaba su pelo ligeramente rizado; era muy suave, y tan negro, que daba resplandores azulados bajo el sol. Cada vez que él tenía oportunidad, le acariciaba los cabellos y, cada vez que se duchaban en las regaderas del liceo..., no podía evitar que sus ojos dorados se deslizaran por el cuerpo de su amigo: era alto, estilizado, sin un solo gramo de grasa extra, atlético, de músculos marcados, pero no en exceso.

Además, llamaba la atención su poco vello corporal; la masculinidad de Angelo podía sentirse y apreciarse en cada aspecto, pero tenía tanto vello como un puberto. Eso le había costado algunas burlas en los vestidores cuando comenzaron a desarrollarse, pues, cuando la gran mayoría de niños ya tenían pelusa en las axilas y en los genitales, Angelo seguía siendo lampiño. Incluso en ese momento, Angelo era el único en su grupo que no tenía la sombra del bigote asomando. Pero eso estaba bien, pensaba Raimondo, ya que el vello facial le llegaría algún día, sin duda, lo que no le llegaría jamás, serían miradas asqueadas por parte de sus parejas sexuales, al encontrarse matorrales de vello en lugar de piel para besar. Y vaya que Angelo tenía una piel... besable: blanca —pero no pálida—, firme, pura, limpia.

A veces Raimondo no se daba cuenta del tiempo que pasaba pensando en su amigo.

—Vamos a buscar agua —pidió Angelo, notando el desinterés de Raimondo en el juego. Lanzó el balón una vez más a la canasta y lo dejó ahí, rebotando.

Raimondo asintió y lo siguió, mirándole la espalda ancha. Angelo era tan... guapo, tan bello, que costaba creer que, lo mejor de él, estaba en su cerebro. Y Raimondo no lo creía así únicamente porque Angelo tuviese un coeficiente elevado, sino por su forma de ser.

A lo lejos, cerca de la entrada, pudieron ver a la hermana adoptiva de Angelo despedirse de Jessica, así que la esperaron.

—¿Terminaste? —preguntó Angelo a Annie, cuando la rubia los alcanzó.

—Sí —dijo ella, luego le sonrió a Raimondo—. ¿Van a ir a algún sitio? —intuyó.

Angelo le echó un brazo sobre los hombros y caminaron juntos.

—A su casa, a jugar X BOX, ¿quieres venir?

Raimondo, al lado de Angelo, se puso tenso. ¿No le había dicho que solos los dos?

—No, gracias —lo rechazó ella, ¿qué haría ahí? ¿Verlos jugar? Annie nunca había sido amante de los videojuegos—. ¿Mi papá no iba a venir por nosotros?

—No sé quién venga. Voy a decir que tengo tarea.

Annie torció un gesto. ¿Cómo es que sus padres le creían el cuento de la tarea?

—¿Vas a volver temprano? —se interesó ella; luego de las vacaciones de verano, Angelo no había tomado más diplomados en la universidad, así que él ya no tenía un compromiso por el cual dejar todo a cierta hora.

—Sí. Sólo iré un rato. En caso de que me dejen —añadió luego.

Raimondo vio a Annie poner una mueca empática y cariñosa a su hermano y... ya no le pareció tan tierna, como otros días.

Llegaron al comedor y, mientras esperaban a que la cocinera les entregara una botella de agua, Raimondo Fiori se dedicó a observar cómo Angelo quitaba una diminuta basura oscura de los cabellos rubios de su hermana... adoptiva. Torció un gesto; Angelo siempre había sido tan cuidadoso con ella, tan... ¿cómo habría podido imaginar lo que ocurría entre ellos, si desde niños los había visto siempre abrazados? Lo vio darle un besito discreto en la frente y el gesto de Raimondo se acentuó más: no, ¡¿cómo es que no lo vio?! ¡Era tan obvio!

Angelo no era expresivo, ni cariñoso, ni emotivo, muy por el contrario, era exigente e intolerante..., pero no con Annie. Con ella, él era distinto. Ella lo hacía actuar distinto. Podía volverlo afectuoso... o violento. Ella era la pasión en él, sencillamente, y Raimondo no se había dado cuenta. No, al verdadero grado. Para ser tan indiferente, lo había visto explotar demasiadas veces y, hasta entonces, nunca se había detenido a pensar en que, todas y cada una de ellas, estaban relacionadas con su hermana.

Era ella quien le calentaba esa sangre fría que le corría a él por las venas.

«Es ella quien lo calienta» pensó...

Se había preguntado algunas veces cómo sería Angelo en la intimidad —y es que, en realidad, no llegaba a imaginarlo siquiera. Él era tan... distante y estaba tan poco interesado, siempre—. Nunca lo había imaginado dulce. Para ser sinceros, presentía que era seco y egoísta, pero estaba convencido de que, la persona que lo hiciese con él, lo disfrutaría muchísimo: Angelo Petrelli era... hermoso, ¿cómo no excitarse con él?

Tampoco era que Raimondo pensara en ésas cosas de manera consiente. Eso sucedía de repente, mientras hacían alguna clase de actividad física. Como cuando jugaban soccer, por ejemplo; cuando Angelo tenía la respiración agitada y el corazón le bombeaba con fuerza, cuando los mechones de cabello se le adherían a la frente, a causa del sudor, cuando lo veía sonrojado, con la boca abierta, buscando aire...

Miró a Annie. No era guapa, decidió él. No era fea, tampoco, para nada, pero guapa no era. Llamaba la atención porque era extremadamente rubia, pero nada más. Bueno, tenía un trasero precioso —más que eso—, pero no tenía tetas.

Y a Raimondo le gustaban las tetas. ¡Vamos, a todos los hombres les gustaban! Se preguntó cómo es que Angelo se excitaba con ella —realmente ella parecía una niña pequeña—. ¿Le daría media vuelta para no mirarle el pecho plano? Tuvo que morderse la orillita de un labio, con fuerza, para no reírse ahí mismo.

Vio a Angelo abrir la botella de agua y acercar la boquilla a los labios de su hermana, la hizo beber un sorbo y luego él le dio un trago largo.

«No es su físico» decidió él, pensando en que, aún si Annie fuese la mujer más fea del planeta, Angelo la adoraría del mismo modo. «Es porque... es su hermana» pensó, y una imagen vívida le llegó a la mente: Angelo sobre ella...

Lo pensó mejor. Si era con ella... seguramente el egoísta de Angelo a ella sí se lo hacía con cuidado. Seguramente con ella era cariñoso, romántico, y se aseguraba de llevarla al orgasmo. Naturalmente que lo hacía. «Es su princesita».

Sintió algo en el interior al imaginarla ahí, tirada sobre la cama, abierta de piernas y brazos, cual estrella de mar, esperando a que un Dios como Angelo hiciera todo. No podía imaginarla de otra manera. Anneliese tenía toda la cara —y actitud— de esas chicas que son un saco de papas, un bulto aburrido.

Era casi... un insulto. Angelo era ese tipo de personas a las que se recorre a besos, a las que se les enloquece, a las que se explora, no... eso que, seguramente, ese bulto rubio hacía con él.

Angelo se bebió la mitad de la botella y luego se la pasó a Raimondo, sin preguntarle si tenía sed o no. Ésa era la clase de relación que ellos tenían. Lo compartían todo, se comunicaban todo... o casi todo; ahora él sabía que existían cosas que Angelo no le decía.

—¿Para qué vengo por ustedes, si se van con sus amigos? —espetó Raffaele.

Él, su hija, y las amigas de ésta, estaban parados sobre las escaleras en la entrada del liceo.

No habían pasado ni tres minutos desde que Angelo se fue con Raimondo, y ahora Annie pedía permiso para ir a casa de Bianca, a ver una película. También iban Jessica y Laura.

—Más tarde mi mamá va a recogerme, tío —aseguró Jessica—. Podemos llevar a Annie.

El hombre frunció el ceño:

—¿A tu casa o a la de ella?

—A la... ¿de ella? —dudó Jess.

—¿Y ya le preguntaste a tu madre si tiene tiempo para llevarla?

La adolescente no supo qué responder. Raffaele sacudió la cabeza:

—¿A qué hora te espero? —preguntó esta vez a su hija.

¿Estaba dejándola ir?

—Pues... sólo vamos a ver la película y a comer.

—¿A qué hora? —insistió él.

—A las siete —se apresuró ella.

—¿Siete? —Raffaele arqueó las cejas.

—Siete y media.

Él suspiró y miró a su sobrina, luego a su hija:

—¿Quién las va a llevar? ¿En qué van?

—Mi hermana vino por nosotras —se adelantó Bianca—. Está por allá —señaló un auto azul, de modelo económico, aparcado frente al liceo.

Raffaele guardó silencio por un par de segundos. Finalmente se inclinó y besó la cabeza de su hija.

—Siete y media —le recordó, luego tiró suavemente de uno de los rizos color chocolate de Jessica—: No comprometas el tiempo de los demás sin preguntar antes —la sermoneó.

La muchacha asintió frenéticamente.

—Qué miedo —murmuró Laura, cuando el hombre se alejaba.

—¿Qué se siente vivir con un neurótico controlador? —preguntó Bianca.

—Te acostumbras —se limitó Annie, sintiendo un poco de vergüenza: a Bianca no la cuidaban de ese modo.

Pero, su mente adolescente no pensó bien en ello...: a Bianca no la cuidaban.

* * *

—Hace unos años encontré algo en la habitación de mi abuelo —comentó Raimondo, distraído.

Estaba recostado junto a su amigo, en el sofá de cuero oscuro, en su recámara; jugaban Call of Duty. Angelo miraba la pantalla y, a su vez, Raimondo lo miraba a él.

—¿Qué era? —preguntó el otro, sin mirarlo aún.

—No lo sé. Una habitación.

—¿Una habitación dentro de la su habitación? —Angelo seguía mirando la pantalla—. Como... ¿tu cuarto de pánico?

Al lado de la enorme cama de Raimondo, se encontraba un mueble bajo y amplio que no tenía otro objetivo que ocultar el interruptor que abría la puerta de su cuarto de pánico. Se suponía que nadie debía conocer la ubicación, pero Raimondo, Angelo y Lorenzo solían jugar ahí, cuando niños. Aquel lugar siempre les pareció divertido, pues a pesar de que era un simple rectángulo amoblado, contaba con unas muy resistentes escaleras que conducían al verdadero refugio, en la planta baja, y éste era una especie de bunker de seguridad, equipado con todo lo necesario para albergar, por al menos tres meses, a cuatro personas.

—No —Raimondo sacudió la cabeza—. Éste era distinto. Era como... una colección —decidió, algo dubitativo.

Angelo frunció el ceño, pero no intrigado por las palabras de su amigo, sino por lo que había detrás de ellas. ¿Era que él quería decirle algo?

—¿Colección de qué?

—No lo sé —Raimondo se relamió los labios—. Esotérica, tal vez. Tenía incluso la pata de un animal.

El Petrelli pausó el juego.

—¿Qué tipo de animal?

—Como un ave... pero la pata tenía cinco dedos.

—Entonces no pertenecía a un ave —decidió Angelo.

—A mí me lo pareció —insistió Raimondo—. También tenía joyas, ropa antigua y libros viejos.

—Y, ¿por qué te acuerdas de eso ahora? ¿Volviste a entrar?

—No. Lo intenté, pero no pude —confesó—. Me habían gustado unos aretes de esmeraldas y quería dárselos a Lorena.

Angelo se chupó un colmillo:

—Y... ¿por qué me cuentas esto ahora? —preguntó, de frente.

Raimondo sacudió la cabeza:

—Nada. Es sólo que pensaba en que te cuento todo. Siempre te he contado absolutamente todo, menos eso —dijo, como si estuviera meditándolo.

El otro sabía que no era así. Él era su mejor amigo, lo conocía y sabía que estaba intentado obtener algo a cambio, pero...

—Ya me aburrí —suspiró y dejó a un lado del control de la consola—. Pon una película —le pidió.

Y Raimondo contempló su perfil perfecto por un momento, antes de sonreír suavemente. Cualquiera habría dicho que, en ese momento, él era todo tristeza...

* * *

Jessica torció un gesto sutil, pero de evidente asco; al darse cuenta, Anneliese sonrió, mientras que Laura fruncía el ceño, intrigada. Bianca no se dio cuenta, ella estaba demasiado ocupada respondiendo a los mensajes que le enviaba Marcello.

—No es tan malo como crees —dijo Laura a Jessica, captando la atención de Bianca, quien miró a sus compañeras con sus ojos oscuros muy abiertos, intentado comprender.

—Sé que se aprovechó de Paola —atajó Jess, con una extraña mezcolanza—. Al principio, creí que se acostaban (y eso ya de por sí es asqueroso, con lo promiscua que ella es), pero luego supe que no fue así...

Sin embargo, quien respondió, fue Bianca:

—No —corrigió ella—: eso es lo que tú crees saber. Sabes lo que te han dicho —hablaba casi con brusquedad.

—¡Se la llevó frente a todos, de una fiesta, totalmente ebria! —obvió, burlesca, contrariada por la negación de Bianca—. Y, bueno... Paola podrá ser lo que quiera, pero en mi opinión, si la otra persona está borracha, no puedes acostarte con ella: a eso se le llama violación.

El rostro de Bianca perdió expresión alguna.

—¿Verdad que sí? —tanteó, bajito. Y aunque esperó un rato, con los labios apretados, no obtuvo ninguna respuesta, por lo que ella continuó—: No tengo por qué darte explicación alguna sobre los actos de otros, pero ya que estás difamando a...

—Yo no-- —Intentó decir Jessica.

Pero Bianca no se lo permitió, alzó la voz y continuó, como si no mereciese atención alguna lo que la otra tenía qué decir:

—... UNA PERSONA que tiene bien puesta la ética donde debe estar, te lo voy a decir: ésa noche, ésa famosa noche donde se corrió el chisme de que Marcello se llevó a Paola de la fiesta, él la llevó directamente a su casa. ¿Que cómo lo sé? Porque yo lo acompañé. Los dos juntos la dejamos en su casa.

»Marcello, lo único que hizo, fue rescatar a una adolescente borracha y con problemas de depresión y autoestima, de una violación. ¿Quieres que te diga de quién la rescató? ¿Quieres saber a quiénes se la quitó? —inquirió, alzando las cejas y mirando atentamente a la Petrelli, probando si tenía algo más que decir.

No era así, Jessica continuaba asimilando lo que ella había dicho.

Bianca suspiró, cogió sus palillos y paseó sus ojos negros por la amplia variedad de sushi que habían ordenado; tal vez daba por terminado el asunto o quería olvidarse de él. No creía que hubiese nada más qué decir. Pero entonces Jessica continuó...

—Y... ¿tú crees que los rumores sobre ellos comenzaron ésa noche? —tanteó, entrecerrando sus ojos color miel.

Bianca la miró, frunciendo el ceño.

—Y yo que creía que la informada, en la vida de los otros, eras tú... —ironizó la ilustradora.

—Rumores —atajó la otra.

Annie y Laura no eran más que espectadoras.

Jess puso los ojos en blanco, comprendiendo que era inútil continuar:

—Puedes creer lo que quieras —sentenció—, para mí, él es un violador y ya.

Y al escuchar eso, los ojos negros de Bianca se abrieron, al tiempo que una risa amarga, seca, burlesca, salía de su boca; era como si la Petrelli hubiese dicho la mayor estupidez del planeta.

** ** ** ** ** **

Gracias por leer, un beso.


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