Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
📌 BRUHA • store

Capítulo 28

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By ValeriaDuval

VALENTINO
(Valentino)

*

—¿Tienes puesto el altavoz? —preguntó Hanna, apenas Uriele contestó su teléfono celular—. No digas que soy yo —añadió rápidamente, antes de que él pudiera tener alguna reacción que los delatara.

Y, esta vez, ella había sido muy cuidadosa. No había llamado desde casa, ni siquiera del teléfono de alguno de sus pocos vecinos, en ese alejado risco donde Raffaele se empeñaba en vivir.

Los Petrelli tenían inclinación por las casas al borde de altos riscos, por esas a las que era difícil ingresar sin ser vistos.

Y por los secretos, ahora lo sabía Hanna.

Uriele Petrelli frunció el ceño, confundido:

—Buenas tardes —con absoluta discreción, el hombre respondió a la pregunta de su cuñada: no, no estaba solo—. ¿Qué hay? Estaba a punto de tomar un vuelo, con mi hermano —«¿Qué pasa? Estoy en el aeropuerto, con Raffaele», era lo que realmente él quería decir.

Y él jamás habría dado tantos datos de ubicación y personales a nadie, eso fue lo que llamó la atención de Raffaele, quien lo miró de reojo.

Los Petrelli también eran, de manera nata, un tanto paranoicos. Todos ellos, especialmente los varones.

Pero Hanna no era una Petrelli. No verdaderamente. Vivía entre ellos. Había parido a dos de ellos —parecían perseguirla desde que tenía diecisiete años—, pero no era una de ellos. Cuando ella creía que había peligro, es porque realmente lo había:

—Pues busca la manera de dejarlo y venir inmediatamente —le ordenó ella.

—No creo que eso sea posible, pero lo llamaré apenas aterrice —prometió Uriele, con tono distante y profesional.

—Uriele —lo llamó Hanna, endureciendo y bajando la voz—, el padre de Annie está aquí, fuera de mi puerta. Asegúrate de meter a tu hermano a ese puto avión y venir cuanto antes.

Uriele Petrelli sintió que su cuerpo se debilitó y sus manos se pusieron heladas. Miró a su hermano gemelo, a su vez, también él lo miraba, frunciendo el ceño.

Ya no era como verse en un espejo. Su hermano y él tenían treinta y seis años y, desde el momento en que nacieron, y hasta hacían ocho años —hasta antes del... suceso—, habían sido dos gotas de agua. Pero luego su hermano había caído en la depresión y en el alcohol —no lo culpaba. En su lugar, la culpa probablemente lo habría llevado al suicidio—, y había perdido dos terceras partes de su peso. Y más tarde, luego de ir a terapia —una que le había servido de poco— y rehabilitación, él había intercambiado las botellas de whiskey por pesas, ganando una musculatura tan grande como la pena que llevaba dentro.

Mientras Raffaele estuvo internado, los médicos le habían explicado a Uriele que el ejercicio era una buena manera de canalizar cargas las emociones negativas, pero él sabía que no era del todo cierto: su hermano sólo golpeaba el saco para sacarse la ira, y se ejercitaba hasta caer tan cansado que no pensaba en nada. Había cambiado el método, pero el objetivo era el mismo: dormirse, no pensar..., dejar de existir.

Raffaele no había mejorado.

Pero, gracias a todo eso, ahora su hermano gemelo y él se diferenciaban a simple vista.

Aunque Hanna Weiβ siempre supo distinguirlos; apenas conocerlos, trece años atrás, cuando eran tan parecidos que, si estaban en silencio, uno junto al otro, ni su propia madre podía diferenciarlos, ella lo hizo.

Y, naturalmente, al igual que toda la gente —incluso el mismo Giovanni—, lo había preferido a él. Raffaele siempre había sido como un imán. Él siempre había tenido lo mejor..., y nunca lo había valorado, porque ni siquiera sabía que lo tenía.

Como con Hanna.

Raffaele no tenía idea de que se había quedado con la mujer más especial del planeta.

Uriele haría cualquier cosa por Hanna.

Sin embargo, lograr que su hermano abordara solo ese avión, e ir a buscarla, no lo hizo por su cuñada, sino por el mismo Raffaele, quien no soportaría un golpe más.

Era su turno de ensuciarse las manos, lo sabía, y creía que lo haría con gusto —si eso le evitaba más pena a su hermano—... hasta que vio los ojos azules de ese hombre.

*

Jessica Petrelli era una niña. Sí, pronto iba a alcanzar los dieciséis años, y tenía un blog secreto donde subía sus asombrosas ilustraciones —y también atendía unos pocos pedidos de fanarts eróticos que le hacían algunos de sus seguidores—, pero ella era una niña.

—Me sorprende que la hayan dejado escalar en el área infantil —comentó Laura a Anneliese.

Era el segundo sábado de septiembre, y Laura había organizado una visita a un centro de escala. Era la novedad en el pueblo y había muchísima gente.

—A mí, no —soltó Bianca—: Jess le habla meloso a todos los hombres. No les coquetea: les suplica, pero ellos creen que está intentado ligar, así que la dejan hacer lo que quiere.

Marcello le festejó el análisis al igual que si ella hubiese dicho un chiste, y Carlo dedicó a Anneliese una mirada insinuante: Marcello y Bianca estaban pasando mucho tiempo juntos; la rubia lo entendió, se encogió de hombros y sonrió.

—Pues sí llegaron alto —comentó Raimondo distraídamente, mirando a Angelo y Lorenzo escalar.

—¿Por qué no escalas tú, Raimondo? —se interesó Bianca, enfocando con su cámara a Angelo, colgado de una sola mano, intentado tirar a Lorenzo pisoteándole los dedos de una mano; la cámara falló e intentó utilizar su teléfono—. Ésta basura ya no sirve —soltó, frustrada al no poder capturar al muchacho pisoteándole la mano a su primo—. Necesito otra.

Raimondo esperó un rato, deseando unirse a sus amigos, en la escala, y luego respondió:

—Me lastimé un hombro ayer, jugando —el día anterior, el equipo de soccer había tenido partido.

—¿Y tú, Marcello? —terció Lorena, reuniéndose con ellos en la mesa; ella volvía de escalar—. Es divertido. Aunque me caí dos veces —tenía marcas en sus brazos de las correas de seguridad—. ¿Vieron mis caídas patéticas?

—Sí —Raimondo le tendió su enorme vaso de soda—. Pero no fueron patéticas: fueron gloriosas, mi vida —difirió él, besándole una mejilla cuando ella tomó asiento a su lado.

—Lo sé —aceptó la pelirroja, orgullosa—. Tal vez no llegué a la cima, ¡pero con qué gracia caía! —se mofó.

Anneliese sonrió suavemente, admirando a su prima; le gustaba la manera en que ella hablaba: su tono era suave y siempre parecía ser sincera, aun cuando era sarcástica o bromeaba.

—Ay, mátenme —soltó Rita, riéndose, sintiéndose demasiado empalagada con los mimos entre Raimondo y Lorena.

«Con gusto» pensó Annie y, sin embargo, lo que le salió de la boca, fue:

—Voy por más soda —y buscando alejarse de Rita, fue sola a la barra.

Estaba pidiendo su tercera lata de Coca-cola de cereza cuando sintió una mano en el hombro. Pensó que era Jessica, o Angelo, y se volvió con una sonrisa, misma que se congeló en sus labios: no se trataba ni de su prima, ni de su hermano, ni de ningún otro de sus acompañantes, sino de una persona que jamás esperó volver a ver en su vida.

Valentino Derado le sonrió con timidez.

Hey —la saludó—. ¿Cómo estás?

Y Anneliese se quedó quieta. Decir que lo había amado, era extremo, pero sí lo había querido —como se quiere a un amigo íntimo—, y él le había destrozado el corazón. Verlo, nuevamente, la hizo sentir... extraña.

Valentino lucía tan atractivo como siempre, vestido con sus vaqueros ajustados, una playera blanca y su cazadora de cuero, con sus cabellos peinados hacia atrás. Él seguía siendo un chico sacado de los años 50's.

La muchacha recordó a su hermano y lo buscó con la mirada; Angelo seguía en la escala, estaba en la parte más alta, de donde Lorenzo quería tirarlo.

—¿Viniste acompañada? —supuso Valentino, notando el ligero gesto de preocupación de Annie.

—Sí —aceptó, pero no especificó si venía con un amigo, con su pareja o con su familia.

A fin de cuentas, él era todo eso para ella... y más.

—Oh. ¿Y crees que podríamos hablar un rato? No te entretengo mucho —prometió.

Annie dudó. ¿Quería ella hablar nuevamente con él? Nunca lo esperó, pero... Ahora él estaba ahí y podía escupirle a la cara todas las cosas que se le habían quedado atascadas en el pecho, cuando él la traicionó.

—¿Vamos fuera? —propuso ella, pensando en que su hermano podría voltear a buscarla, en cualquier momento, y encontrarla con su exnovio.

Con un ademán de su mano, Valentino la invitó a ir delante.

Y al salir, en la avenida, frente al enorme estacionamiento del centro de escala, se encontraron con algunas personas reunidas.

—Hubo un accidente —le explicó él.

—Oh —gimió ella, mirando hacia la multitud un momento más, luego, centró su vista en él.

Y ahí, en la noche, bajo las luces doradas de las farolas, notó que la nariz del muchacho tenía una desviación que ella no recordaba. También tenía una cicatriz, de buen tamaño, en el labio superior, y otra más pequeña, en la frente.

—¿Qué te pasó? —le preguntó, sin pensarlo.

Él suspiró:

—Cosas. ¿Cómo has estado?

¿Cosas? Ella frunció el ceño.

—Bien —se limitó, intentado restar importancia a las cicatrices: si no eran importantes para él, tampoco lo serían para ella—. Todo está bien —se relamió los labios, los cuales estaban salados gracias a tantas alitas que había comido, pero ella no lo notó: seguía observando sus cicatrices—. ¿Y tú qué tal? La última vez que te vi, estabas con tu novia, en el parque, en la banca donde tú y yo solíamos sentarnos —quiso centrarse, pero al decirlo, al reprocharle, en ése preciso instante se dio cuenta de que ya no sentía cólera, ni mucho menos tristeza, al pensar en que él le había hecho daño (sabes que una herida ha sanado verdaderamente no cuando te olvidas de lo que la causó, sino cuando, al recordarlo, ya no sientes nada). Entonces, ¿por qué lo decía?

... Las cicatrices.

¿Tenían acaso relación con Angelo? ¿Estaba intentado justificarlas?

Ante la recriminación, Valentino hizo un intento de sonreír, apenado.

—Sí, sobre eso quería hablarte —comenzó—. Hace tiempo que quería buscarte, de hecho.

—¿A mí? —se sorprendió ella—. ¿Para qué?

—Hablar. Pedirte perdón.

Anneliese guardó silencio. El muchacho siguió hablando:

—Estuvo muy mal lo que hice y quiero explicártelo.

¿Explicárselo? ¿Cómo se puede explicar una infidelidad? ¿Cómo se explica tomar el corazón de un ser humano, de una chica que sabes que te quiere, y aplastarlo sin ninguna clase de consideración? ¿Por qué no sencillamente ser sincero y decirle de frente que ya no la quieres?

—No es necesario —atajó ella; lo entendía: sencillamente él no había tenido el valor de dejar a la niña tonta que lo quería y, portándose mal, había esperado que ella se hartara de él.

Se preguntó por qué había aceptado hablar con él, ¿era que quería humillarlo? Tal vez, se dijo, en algún momento pensó en que ella le había gustado de nuevo y quería, esta vez, ser ella quien lo rechazara, pero... ya no quería hacerlo. Ya no quería humillarlo, ya no sentía siquiera presión por todas aquellas cicatrices en su cara. En ése momento, sencillamente ya no quería hablar con él.

—Déjalo así —le suplicó ella—. Ya me voy.

—Dame un segundo —le suplicó él—. Déjame hacerlo —insistió—:

»¿Recuerdas cuando nos conocimos? —sonreía ligeramente. Ella no respondió—. Fue en el restaurante de tu abuelo, ¿recuerdas? Cumplías catorce y yo fui el mesero de tu familia; todos estaba ahí, menos tus padres y tu hermano Angelo, me contaste luego, pero hay algo que no te conté yo a ti: ésa tarde yo le cambié el lugar a uno de mis compañeros. Mi turno ya había terminado, pero yo quería verte de cerca. Eras la chica más linda que había visto.

—No más que tu novia —lo interrumpió por segunda vez—, esa morena, tan guapa, la del parque...

—Yo no conocía a Martha en ese momento —se defendió él.

¿Martha? ¿Ése era su nombre? Ahora Anneliese sabía qué nombre jamás le pondría a ninguna de sus hijas.

—La conocí luego —siguió él—. Cuando tu hermano volvió de... ¿dónde dijiste que estaba? ¿En Londres? Pues él volvió y nuestra relación terminó. Ahí, en ese instante, cuando él pisó Italia.

Anneliese frunció el ceño:

—¿Estás culpando a mi hermano por engañarme?

—No: me estoy culpando a mí mismo —la corrigió, alzando las cejas—. Annie, yo te quería y tú lo sabes, y también sabes que, con la llegada de tu hermano, llegaron nuestros problemas. Me despidieron del trabajo, tu padre me amenazó y casi me golpea, ¡tu hermano lo hizo!

—No —automáticamente, ella se puso a la defensiva, sintiéndose ofendida—: mi hermano te partió la cara por ponerme el cuerno con otra.

Valentino alzó las cejas y suspiró, llevándose una mano a la cicatriz en la frente.

—Yo me refería a la primera vez que nos encontró juntos, ¿recuerdas? Me buscaste en el rest--

—Lo recuerdo —lo interrumpió Annie, por segunda vez—. Y siento mucho que haya hecho eso, pero has de comprender que fue inesperado para él ver a su hermana con otro hombre.

Y aquella respuesta preció confundir a Valentino, pero continuó casi al instante:

—Sí. También yo lo siento —habló bajito—, porque te adoraba, ¿sabes? Para mí, tú eras un gran logro. Mi suricatita dorada que se erizaba entera cuando le besaba el cuello.

Avergonzada, Anneliese bajó la mirada al recordar eso. No se sentía cómoda de haber compartido cierta intimidad con alguien a quien ya no deseaba tener cerca... Se preguntó si algún día se arrepentiría de lo que estaba haciendo con Angelo.

«Jamás».

—Te va a sonar tonto, pero quería terminar la universidad y casarme contigo —le confesó—. Es tonto, ¿no? Tenía veinte años y quería casarme con mi primera novia formal.

—Pero entonces llegó Martha —en ese momento, Annie era toda vergüenza y quería volver dentro.

—Pero entonces llegó tu hermano —la voz de Valentino se volvió tajante, y eso llamó su atención—. Me acosaba como no tienes una idea, Anneliese. Ese chico es... —se señaló una sien—. Tiene un problema.

La vergüenza se fue; volvía la indignación, ¿por qué Valentino estaba tomando el papel de víctima y culpando de todo a Angelo?

—¿Él te presentó a Martha? —se escuchó decir Annie, burlesca.

—No: él me hizo alejarme de ti. Martha llegó en mi peor momento. No encontraba trabajo, dejé la universidad, estaba solo y te extrañaba como un loco.

—Claro —suspiró ella.

Valentino sonrió, con tristeza, dándose cuenta de que ella no entendía sus palabras... o no quería entenderlas:

—No estoy pidiéndote que volvamos —le aclaró, con tono suave—. Sólo quería pedirte perdón. Explicártelo. Hacerte saber que no me burlé jamás de ti. Que te adoré. Que fuiste mucho para mí.

La rubia se quedó mirándolo; sus ojos castaños parecían sinceros. Realmente él sólo estaba disculpándose por hacerla sufrir, él verdaderamente se sentía mal por dañarla y, sabiendo de su auténtico arrepentimiento, ella deseó perdonarlo. Alargó la mano y rozó su labio superior, acariciando la primera cicatriz que le había hecho Angelo, dándole un codazo cuando los encontró en el callejón.

—¿Aún sigues con Martha? —se escuchó preguntar; no sabía cómo aceptar la disculpa. ¿Qué se decía en un momento como ése? ¿«Está bien, te perdono»? Cambió de tema.

Valentino sonrió:

—No. Ya no. Ahora estoy con Julia.

Anneliese se rió:

—¿Y cómo va todo con ella?

Él pareció evaluarlo, jugando, y volvió a hacer reír a la muchacha.

—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente —esta vez, la respuesta de Annie fue auténtica.

—Y —él pareció dudar en seguir, pero finalmente lo hizo—... ¿quién es la persona que te acompaña? ¿Tu hermano loco finalmente permitió que alguien mire a su niña?

La sonrisa de Anneliese se agrandó, pero ésta era cínica:

—¡Oh, si tú supieras! —suspiró, riéndose de la broma que sólo ella entendía.

Valentino no se rió:

—Ten cuidado con eso —le aconsejó—. A veces me preguntó qué será de tu vida, con esa familia tan... especial, que tienes.

Annie lo pensó por un momento. Su familia no era tan mala, se dijo. Todas tenían sus problemas.

—Ya tengo que irme, Valentino —se disculpó Annie, sintiéndose extrañamente bien de haberlo visto y hablado con él.

Él asintió y, a modo de despedida, le acarició una mejilla y le besó la frente. Anneliese lo permitió y, cuando volvía dentro, logró ver a Angelo salir. Seguramente estaba buscándola. Ella se dio prisa y fue a su encuentro; él torció un gesto —¿de dónde venía su hermana?—. Buscó con la mirada, entre la gente, y logró ver a... ¿Realmente era él?

Anneliese lo abrazó.

—¿Quién era él? —preguntó él, incrédulo, seguro de que su hermana no hablaría, de buena gana, con un tipo que le había roto el corazón despiadadamente.

—¿Quién? —fingió ella—. No sé. Volvamos dentro.

Angelo continuaba viendo la espalda del muchacho, alejándose. Torció un gesto cuando no le quedó duda alguna: ¡sí era él!

—¿Estaba contigo? —se le oía incrédulo—. ¿Te molestó? —la miró a los ojos, intentado apartarla.

—No —ella alzó un poco la voz, sujetándolo bien de los antebrazos, mirándolo atentamente a los ojos para dejarlo en claro—. Para nada. Vamos dentro, ¿sí?

Angelo pareció confundido. ¿Entonces...

—... ¿Tú estabas hablando con él? —realmente estaba incrédulo.

Por un momento, Annie dudó que las cicatrices las hubiese ocasionado Angelo pero...

—Sí —una parte de ella lo sabía: había sido él—. Era Valentino —quizá estaba retándolo—; y no quería nada, sólo me saludó —le dijo, abiertamente.

—¿Te saludó? —Angelo torció un gesto sutil; en sus ojos grises había recelo—. ¿Qué tiene que saludarte? —¡Él le había sido infiel!

—Pues no sé... —comenzó a ironizar ella—. Fuimos amigos.

Eso le borró la expresión al muchacho:

—¿Amigos? —cuestionó—... Que yo recuerde, me dejaste por él.

Ésta vez fue ella quien perdió la expresión. Lo sintió como... un reproche, como si estuviese echándole en cara una infidelidad y, ella, jamás...

—En ése momento tú y yo no éramos pareja —se defendió, dando un paso hacia atrás—. Él era mi novio y tú ni siquiera me hablabas.

—Entonces no era tu amigo, ¿no? —la hizo reconocer—. Y nada era distinto. Eras tú y era yo...

—¡En ése momento yo no era tu pareja!—le dejó en claro, con los dientes apretados—. ¡Y tú me tratabas como a una desconocida! —le recordó, rabiosa, de repente.

Él guardó silencio. Ella se sintió arrepentida de lo que había dicho; no quería pelear con él y mucho menos por Valentino:

—Sólo me saludó —su voz, ya baja, tembló.

Angelo alargó una mano, la cogió por un hombro, la acercó a él y la abrazó.

—Perdóname —su voz se volvió casi un susurro; tampoco él quería discutir con ella—. No me gusta que hables con él.

—De acuerdo —le prometió, apartándose un poco para mirarlo a los ojos.

Él se inclinó y le besó los labios, despacio.

Estaban en el estacionamiento. Creían que estaban solos... pero no era así.

Valentino había vuelto. Iba a regresarle a Anneliese un anillo —una simple argolla de oro— que le había quitado cuando salían y, desde entonces, llevaba siempre en el meñique izquierdo, pero entonces la encontró ahí, parada cerca de donde la había dejado... besándose con su hermano. Él la abrazaba y enredaba los dedos de una mano en los cabellos rubios, posesivo, y ella, de manera dócil, con los ojos cerrados, abría su boca para él.

Entonces Valentino Derado lo comprendió: las palizas, el vandalismo, las provocaciones, todo eso era debido a que... Angelo quería a su hermana para él.

Recordó que la muchacha era adoptada y sintió lástima por ella: ¿su pobre rubia había tenido opción? Con una persona como Angelo, ¿ella habría podido decir «no»? Se preguntó qué diría el estricto padre de Anneliese si se enteraba de eso. Se dio media vuelta y se marchó, pensándolo...

Sin embargo, esa noche, Valentino no fue el único en presenciar aquel beso. Cuando Raimondo Fiori no vio a su amigo por ningún lado, fue a buscarlo. Luego de un rato, lo encontró en el estacionamiento, peleando con su hermana, a la que luego abrazó... y besó en los labios, dominante, apasionado.

** ** ** ** ** **

El nombre de Mika se pronuncia tal cual está escrito.


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