Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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Capítulo 25

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By ValeriaDuval

SYLVAIN
(Sylvain)

.

—La reunión está muy divertida y todo, pero me marcho —anunció Raimondo Fiori.

Se encontraban en el aeropuerto. El avión de tercer grado, procedente de Inglaterra, había aterrizado hacían dos horas y, el de segundo, hacían tres, sin embargo, los Petrelli seguían ahí, en la sala de espera, con sus maletas amontonadas junto a los asientos.

La profesora de inglés —una de las acompañantes de tercero— era la responsable de entregar a los chicos a sus padres o tutores, y su informe decía que debía entregar a Angelo, Anneliese y Jessica, a Matteo y Ettore Petrelli; y ella los conocía bien —había sido su profesora de lengua en el instituto—: sabía que eran vagos e irresponsables y que llegarían tarde —hasta el momento, llevaban tres horas de retraso— por lo que estaba tentada a dejarlos marchar con el chofer que Giovanni Petrelli había enviado por Lorenzo y Lorena —quienes permanecían aún en el aeropuerto para poder llevarse a sus primos, en caso de que Matt y Ett se hubiesen olvidado de ellos—.

—Bien —suspiró la pelirroja, dramática—. Abandónanos —permitió a su novio.

Raimondo puso los ojos en blanco y, antes de que pudiera dejarse caer nuevamente sobre su asiento, retirando su intención de marcharse, alguien lo atrapó, pasándole un enorme y musculoso brazo por el cuello.

Se trataba de Ettore, sometiéndolo tal y como hacía cuando niños; Ett gozaba de la estructura ósea de los varones Petrelli: más de 1.90 m. —por lo que era aproximadamente diez centímetros más alto que Matteo—, complexión fuerte y una tendencia natural a desarrollar musculatura; y no era un hombre feo —en realidad, estaba lejos de serlo: su rostro, de mandíbula cuadrada, era armonioso y masculino, y además de alto, era atlético, con una sonrisa de dientes blancos y colmillos alargados, de bellísimos ojos color miel (idénticos a los de su madre y hermana), de largas y espesas pestañas—, pero su atractivo radicaba, principalmente, en su buena disposición para con los otros, en su sentido del humor sátiro, en su seguridad y en la naturalidad con que se desenvolvía.

—Hola, Ett —se quejó Raimondo—. También me da gusto verte —dijo, intentado zafarse de él.

—¿Dónde estabas? —gruñó Jessica a su hermano—. ¡Llegue hace tres horas!

—Ya llegué —respondió a cambio él, tranquilo—. ¿Ya tienes tu maleta?

—¿Tú qué crees? ¡Llegué hace tres horas, estúpido! —siguió ella, comenzando a enfurecerse.

—¿Dónde mierda estabas? —susurró Angelo a su hermano mayor.

Matt sonrió ligeramente, como si le hubiese saludado:

—Teníamos un problema con la camioneta —se excusó.

Y todos los presentes —todos— creyeron que era mentira.

Lorenzo llamó a la profesora encargada, alzando una mano:

—Ya llegaron Matt y Ett —le avisó.

La mujer rubia y regordeta miró en dirección a los chicos Petrelli e intentó disimular una sonrisa de alivio —ellos eran los últimos alumnos de segundo y tercero, que seguían en el aeropuerto—.

—¿Cómo está, profe? —la saludó Matt, cuando ella se acercó—. Me gusta su corte nuevo —halagó luego, con absoluta familiaridad.

La profesora se limitó a sonreír y pasarse una mano por sus cortísimos cabellos.

—Gracias —aceptó, luego le entregó algunas hojas apoyadas en una tabla plástica—. Firmen aquí, por favor, para que puedan llevarse a sus hermanos.

Matt firmó primero y luego le pasó la tabla a su primo.

—Y..., ¿nos ha extrañado? —tanteó Ett, a la mujer, mientras le entregaba las hojas ya firmadas.

La mujer soltó una risotada y, sacudiendo la cabeza, con total convicción, dijo:

—¡Ni un poco! —juró. Luego se volvió hacia los chicos menores y les deseó—: Buen viaje.

En un gesto sutil, pero dramático, Matt se llevó una mano al pecho, fingiendo sorpresa y dolor; Ett, en cambio, se rió:

—En el fondo nos ama —aseguró.

Annie, molesta —tres horas ahí, sentada, esperando—, arqueó una de sus cejas rubias y asintió: seguro, pensaba, ellos eran tan adorables como caminar con una astilla clavada en la planta del pie.

Ett se dio cuenta de su reacción y, con tono juguetón, siguió con ella:

—¿Y tú qué, Hobbit?

La rubia torció un gesto, ¡cómo odiaba que él le pusiera sobrenombres! Pero no fue necesario que respingara:

—Déjala en paz —lo paró Angelo, en seco, con voz neutra pero firme; luego se echó su valija al hombro, cogió la maleta rosada de Annie y, asiéndola a ella con su mano libre, se dirigió a la salida.

Ya en el estacionamiento, una vez que todos se despidieron y tomaron diferentes caminos, Angelo volvió a cuestionar a su hermano por su retraso.

—En serio. Se nos quedó la camioneta —insistió Matt—. Tuvimos que empujarla como medio kilómetro hasta una gasolinera. Esa lata pesa como diez toneladas.

Matt y Ett compartían una camioneta vieja, pesada, que siempre olía raro o estaba descompuesta. Los padres de ambos se negaban a comprarles carro, o a darles dinero, sin hacerlos trabajar primero: ellos consideraban que los muchachos estaban desperdiciando sus vidas.

—¿Se les quedó porque no tenían gas? —Jessica torció un gesto, incrédula.

—Sí teníamos —se rió Ettore—, pero se está tirando.

—¿Por qué no trajiste el Mercedes? —siguió Angelo, mirando a distancia la chatarra blanca y oxidada, que los llevaría a casa.

—Porque no hemos estado en casa desde el viernes —confesó; Ettore se lo había llevado a Venecia.

—Babosos —espetó Jessica.

—Y ¿no se va a quedar sin gasolina de nuevo? —se centró Angelo en el verdadero problema.

—Ya arreglamos el problema —la voz de Matt fue desesperadamente simpática: no le gustaban las peleas—. Todo ya está bien.

Obviamente no lo estuvo: Angelo torció un gesto de asco apenas Ettore abrió la puerta trasera, para dejarlos entrar; Jessica y Annie, tosiendo, dieron un paso atrás, sorprendidas por el intenso olor a combustible.

—¿En serio, Matt? —gruñó Angelo, apretando los dientes.

Ettore se burló:

—Con las ventanas abiertas, casi ni huele.

—¿Tienen hambre? —Matt los invitó, metiendo las valijas de las chicas antes de que ellos decidieran pedir un taxi.

—Mucha —le reprochó Jessica—. Tenemos tres horas aquí, ¿sabes?

—Dos —la corrigió mal su hermano, intentado encender la camioneta—. Tú llegaste hace apenas dos horas.

—¡Llegué hace tres, idiota! Le voy a decir a mi papá —lo amenazó; subió a la camioneta, irritada y torciendo un gesto de asco, mirando a todos lados.

—Bueno —Ett al fin logró que encendiera su chatarra—, pero quizá tus dibujos, y libros de manga, terminen en la piscina.

Jessica abrió su boca, incrédula, como si fuera a decir algo más, pero no lo hizo. Tuvo miedo.

—¿Quieren comer pizza? —siguió Matt, tomando asiento en el lugar del copiloto.

—Sí —aceptó Angelo, acomodándose junto a Jessica para dejarle a Annie la ventana—. Ustedes pagan —los castigó: esos dos nunca tenían dinero.

*

—Es un baboso —dijo Jessica a la mesera, aún molesta con su hermano—. Y quiere con todas, eh —añadió, cortándole el ligue.

En la pizzería los atendía una chica joven, guapa, de piel bronceada, a la que Matt y Ett comenzaron a coquetear apenas ver y, aunque a ella parecía gustarle eso, miraba más a Angelo que a los otros dos.

—Mi primo es un promiscuo, pero yo no —se recomendó Matteo a sí mismo, entre risas.

—Sí lo es —difirió Jessica—. Y nunca tiene dinero, por lo que, si sales con él, lo más seguro que es termines pagando todo tú.

—Gracias por el aviso —sonrió la chica—. ¿Algo para beber?

—Soda de cola —siguió Jessica.

—Cerveza —Ett señaló a Matteo y a él mismo, alternativamente, indicando que ambos beberían lo mismo—. Oscura, si tienes.

—Voy al baño —anunció Angelo.

—También quiero soda —siguió Annie, y esperó un par de segundos antes de levantarse y, sin invitar a Jessica, dirigirse a los sanitarios.

Desde que aterrizaron en Italia, Angelo y ella no habían tenido ni un segundo a solas, y la realidad era que ella se moría por abrazarlo con fuerza, por besarlo y decirle que ya todo estaba bien, que ya estaban juntos: él tenía unas ojeras oscuras, marcadas, producto de las noches sin dormir adecuadamente, y Annie sabía por qué: no la tenía ella. Ahora sabía que Angelo sólo dormía la noche entera cuando ambos estaban en la misma cama —especialmente luego de hacerle el amor—.

La rubia cruzó la puerta hacia el corredor de los sanitarios. El de caballeros estaba a la izquierda y el de damas a la derecha, y ahí planeaba esperar ella hasta que su hermano saliese y pudiera al menos tocarlo..., lo que no esperaba, desde luego, era que alguien la tomara por una muñeca y la halara hacia el sanitario de las chicas.

—Angelo —apenas logró decir ella, asustada, cuando él la besó.

Había sido un beso suave al principio, pero luego él le pasó las manos por los glúteos y la alzó, obligándola a rodear su cintura masculina con los muslos, poniéndola contra la pared; sus colmillos le hicieron daño al profundizar el beso, pero Annie no se quejó, no quería que el momento terminara. Enredó los dedos de una mano en los suaves rizos negros que llegaban a su nuca, y le permitió mordisquearla un poco.

—Dios —murmuró él, con sus labios aún sobre los de ella, masajeándole los glúteos con ambas manos—. ¡Cómo te extrañé!

Annie le dio un besito en la mandíbula y otro en la comisura de los labios, antes de escuchar, muy cerca de ellos, que algo se rompía al caer al suelo.

Entonces él la bajó y, rápidamente, Annie se metió al baño de chicas. Angelo fingió recargarse contra el muro, como si estuviera esperando a alguien.

—¿Se te quebró? —se escuchó la voz de Matteo preguntar a alguien.

—Sí —respondió Jessica, con una voz extrañamente modulada.

Matt cruzó la puerta que conducía a los sanitarios y apenas miró a su hermano antes de ingresar al baño de chicos. Jessica entró luego que él, mirando fijamente su teléfono celular, y se metió al baño de chicas.

Angelo encontró algo extraño en aquella situación, pero no le prestó atención.

Tal vez debió hacerlo.

*

—Qué pizza tan fea —comentó Anneliese a sus hermanos, despidiéndose de Jessica con la mano, por la ventanilla de la vieja camioneta.

Recién dejaban a Ettore y Jessica en su casa.

—Y cara —añadió Matteo.

Angelo se acomodó en el asiento del copiloto y cerró la puerta con fuerza, como le dijo Matteo pues, si no lo hacía, podría abrirse —le advirtió—. Su camioneta realmente era una chatarra.

"¿Por qué no le compras otra camioneta, amor? La necesita para transportar los instrumentos de su banda" había sugerido Hanna una noche, a Raffaele.

"Porque es muy segura —le había contestado él—: no corre, así que no tendrá ningún accidente por conducir a gran velocidad, y está hecha de muy buen material: si un auto choca contra ella, se desbarata, antes abollarla siquiera; y como está horrenda, evita llevarla a fiestas, por lo que tampoco conduce borracho. Esa camioneta es perfecta para él", aseguraba.

Angelo revisó su teléfono por tercera vez en la noche.

—Está borracho —le explicó Matteo.

No dijo nombres. No dio más información. No lo necesitaba: a Angelo le extrañaba que su padre no hubiese llamado para saber dónde estaban, considerando que ya pasaba de la media noche; Matteo sólo revelaba el motivo.

Aunque en su voz había algo; parecía harto.

Matteo siempre se quejaba de su padre. Siempre encontraba algún motivo para hacerlo, creía Annie, sin embargo, cuando llegaron a casa y salieron del auto, comprendió por qué se le oía tan cansado.

Hasta el garaje, donde se encontraban los tres muchachos aún, se escuchaba la voz de Hanna, implorando:

—Por favor, Raffaele, ayúdame —se remarcaba su acento alemán—. Yo no puedo sola. Ponte de pie.

Su voz se oía muy cerca. Annie fue hasta la puerta, que estaba justo bajo las escaleras, y pudo escuchar movimiento arriba de ella, por lo que supuso que Hanna intentaba llevar a su marido a su recámara.

—¡Que no quiero! —ladró Raffaele. Su voz fue extraña... temblaba—. Déjame aquí.

Matteo y Angelo alcanzaron a la muchacha y esperaron, junto a ella.

—No puedes quedarte aquí, Raffaele. Los niños están a punto de llegar —le suplicó.

—Los niños —gimió él, y entonces Annie supo por qué la voz de su padre temblaba: Raffaele Petrelli estaba llorando—. Dios mío..., los niños —sollozó con fuerza. Él no intentaba ocultar su llanto.

Anneliese sintió que algo bajó a sus pies. No recordaba haber visto a su padre llorando, o..., ¿sí lo había visto antes? No importaba: ¿por qué estaba llorando él? Buscó la mano de Angelo y él apretó la suya, en una muestra de apoyo, pero no la miró; también él estaba consternado. ¿Por qué lloraba su padre?

—Los niños. Dios mío, los niños —gruñó él, lleno de dolor—. Ay, Dios, ¡perdóname! —su voz, ahora, parecía amortiguada (y profundamente desesperada), como si tuviese algo contra su rostro—. ¡Perdóname, Sylvain, perdóname!

¿Sylvain? ¿Quién era Sylvain?

Era la primera vez que Angelo y Annie escuchaban ese nombre... pero no Matteo. Él ya lo había oído, una vez, en boca de Giovanni.

—... No fue tu culpa —la voz de Hanna fue muy suave, compasiva.

—¡Sí lo es! —gritó él, con cólera.

Y habló en presente. Cualquier cosa, que fuera ya pasado para Hanna, para él seguía siendo presente. Continuaba sintiendo todo como si hubiese sucedido en ése momento, pero... ¿qué era lo que había sucedido?

—Es mi culpa. Es mi puta culpa. Todo es mi culpa, ¡y también tuya, Hanna! ¡Es tu maldita culpa! —escupió, y ambos guardaron silencio. Se oían sólo sollozos—. ¡No es cierto! —soltó luego, con desesperación—. No te vayas, Hanna, no me dejes.

—No voy a ir a ningún lado —siguió ella.

—Abrázame.

—Nunca iré a ningún lado.

—Tengo miedo, Hanna. Tengo tanto miedo de lo que les pueda ocurrir a los niños.

—Ellos están bien.

—Le pido a Dios, todos los días, que no me los quite.

—Nadie va a llevárselos.

—Pero él no me escucha, Hanna —Raffaele sólo hablaba, se dio cuenta Annie. No prestaba atención a las palabras de su mujer. No completamente.

—Claro que te escucha.

—¡No lo hace, Hanna, porque soy una basura!

—Eres una buena persona.

—¡Soy una basura —renegó él— y tú también! —nuevamente sollozó.

—Bueno. Pues la basura soy yo. Pero ya sube, que tus hijos van a llegar. Ven.

—¡No me toques!

—Entonces, súbete tú solo.

—¡No me digas qué hacer! ¡Nunca en la puta vida me vuelvas a decir qué hacer, Hanna! —le gritó él.

Matteo apartó a Annie, dispuesto a salir a proteger a su madre, pero Angelo lo detuvo: era cosa de pareja, ninguno de ellos tenía nada qué hacer ahí.

Annie se sentía aterrada.

—No —aceptó ella, era notorio que Hanna intentaba evitar escucharse condescendiente—. Ya no. Pero los niños no deben verte así. Por favor. Ven, vamos a que te bañes.

Raffaele ya no contestó. Se escuchó nuevamente movimiento. Ropa frotándose y luego un grito ahogado, por parte de Hanna:

—Ay, Dios... ¡Raffaele!

Y, si el asunto se volvía físico, ya no era una cuestión de pareja: al mismo tiempo, los tres chicos corrieron a buscar a su madre. Y lo que se encontraron, fue a Raffaele deteniéndose apenas con la mano derecha, del pasamanos, y a su mujer sujetándolo con dificultades, evitando que rodara escaleras abajo.

Al ver a sus hijos, los ojos de Hanna no reflejaron otra cosa más que vergüenza. No se alegraba de que estuvieran ahí para ayudarla con su marido, no daba gracias. Sólo estaba avergonzada. Los dos muchachos corrieron escaleras arriba. Matteo sujetó al hombre por la espalda, mientras que Angelo, apartando con suavidad a su madre, se echaba el brazo izquierdo de su padre sobre los hombros.

—Angelo —balbuceó Raffaele, al verlo.

—Hola, papá —lo saludó él, respetuoso incluso en aquella situación, y evitó mirar a su madre a los ojos.

Anneliese se dio cuenta de que también estaba siendo respetuoso con ella: no quería avergonzarla más, sosteniéndole la mirada. Matteo, en cambio, le hizo una señal con la cabeza a su madre, pidiéndole que bajara las escaleras, dejándole saber que todo estaba bien.

Hanna asintió —aturdida— y bajó un peldaño hacia atrás, se volvió luego, hacia Annie, y puso una mueca de frustración; elevó entonces una mano, mostrándole la palma a su hija, pidiéndole, sin palabras, que se quedara ahí, que no subiera.

Eso no era nuevo. Siempre que Raffaele estaba intoxicado —pero realmente borracho, como en ése momento—, Hanna enviaba a Anneliese a su habitación y, hasta entonces, ella siempre había creído que su madre lo hacía para que ella no mirase a su padre en tal estado, sin embargo, en ese momento, lo que parecía es que quería evitar que Raffaele la mirase a ella...

Sin entenderlo, Annie se hizo a un lado, por si acaso su padre miraba sobre su hombro. Hanna bajó entonces y la abrazó; la muchacha pudo escuchar su corazón acelerado.

—Estoy bien —decía Raffaele a sus hijos.

—Estás borracho, papá —le gruñó Matteo—. Camina.

Raffaele se irguió, intentado demostrarle lo contrario. Angelo golpeó a Matteo con el puño de su mano derecha, con la que sujetaba a su padre por la espalda, para que se callara.

—Ven, papá —la voz de Angelo fue amable, intentaba no hacer evidente el trabajo que estaba costándole sostener a un hombre que medía 1.92 m., y que pesaba más de cien kilos en puro músculo.

—Tengo gripe —Raffaele se limpió las lágrimas bruscamente con una mano y soltó una mentira de borracho.

—También yo —Angelo fingió creerle y le regresó la mentira—. Londres estaba helado. Apóyate en Matt.

—¿Estás enfermo?

—Un poco. Vamos arriba. Quiero contarte algo.

—¿Qué te pasó? ¿Estás bien?

—Sí, muy bien.

—¿Qué fue lo que te pasó? —Raffaele se detuvo, soltó a Matteo y se volvió hacia el menor de sus hijos; Matt se colocó a su lado, un par de escalones abajo, preparándose para sostenerlo si es que él se caía—. Siempre estoy muy preocupado por ti, Angelo.

—¿Por mí? No, yo estoy bien. Vamos arriba. ¿O quieres dormir en la sala?

—Estoy bien, Angelo —renegó él; se le oía constipado—. Siempre tengo miedo de que te ocurra algo malo —lo abrazó.

Angelo se golpeó la cabeza contra la pared, pues su padre le dejó caer todo su peso de la parte superior.

—No me va a pasar nada —siguió el muchacho—. Vamos a sentarnos, papá, estoy cansado.

Raffaele no lo escuchó. No la última frase:

—No —le dijo, buscándole los ojos—, no te va a pasar nada malo —le besó la cabeza y lo abrazó con fuerza—. Dios no te envió a mí para castigarme. No lo hizo —murmuró, pero no se lo decía a su hijo, no se lo decía a nadie. Lo decía para sí mismo. Estaba metiéndoselo a la cabeza a sí mismo—. Estás bien, mi niño —volvió a besarlo—. Mi niño tan bonito, tan listo. No quiero que te pase nada malo —se le quebró la voz nuevamente—. Debes cuidarte mucho, Angelo, siempre.

»Dios...

—Siempre lo hago, papá.

—Siempre he pensado que Dios te envió a mí para castigarme.

—¡Raffaele! —le gritó Hanna, endureciendo la voz, apartando a Annie casi con brusquedad—. Hält die Klappe! ¡Cállate ya! Suelta a Angelo, está cansado. Déjalo que se vaya a dormir —subió las escaleras y le arrancó al muchacho de los brazos—. ¡Vete a dormir, Angelo! —le ordenó a su hijo, pero lo haló hacia la planta baja—. ¡Vete!

Y él, algo aturdido, la obedeció. Dejó que Matteo y Hanna se hicieran cargo y él bajó las escaleras, cogió a su hermana por la mano y se marchó (como hacía siempre, como había hecho siempre, cuando no entendía una situación y la consideraba peligrosa); fueron la sala de estar.

¿Q-Qué fue todo eso? —tartamudeó la muchacha.

—Está borracho, Annie —se limitó él.

—¿Por qué dijo que eres un castigo de Dios?

Y Angelo no respondió. Su padre no había dicho precisamente eso. Él no había dicho que él era un castigo, sino que Dios lo castigaría con él. Pero, Annie tenía razón: ¿por qué había dicho eso? ¿De qué tenía que ser castigado?

—Porque estaba borracho —dijo al fin, intentado tranquilizarla—. ¿Vamos al sótano? Hace mucho que no dormimos ahí.

** ** ** ** ** **

Chicas, por favor, basta con los spoilers. Hay conejitas nuevas que no necesitan les maten sueños e ilusiones contándoles qué tan erradas son sus teorías, o aclarando relaciones entre personajes (me refiero a personajes que AÚN no aparecen). Recuerden la intriga que tenían ustedes la primera vez que lo leyeron y me gustaría que todos los lectores la disfrutaran.

A quienes soliciten spoilers, les recuerdo que está igualmente prohibido solicitarlos.

Gracias por leer.


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